viernes, 11 de febrero de 2011

WikiLeaks, filtraciones de una negociación



WikiLeaks, filtraciones de una negociación
Bill Keller


Julian Assange, fundador de WikiLeaks, irrumpió en las oficinas de The Guardian. Estaba furioso y exigía que The New York Times no tuviera acceso a los miles de documentos secretos de Estados Unidos que él había filtrado a varios medios europeos… Bill Keller, jefe de redacción del periódico neoyorkino, cuenta la historia de las agitadas negociaciones que hubo detrás de la difusión de dichos documentos. Lo hace en un largo texto que su diario publicó el pasado 26 de enero y del cual Proceso reproduce fragmentos sustanciales.

MÉXICO, D.F., 10 de febrero (Proceso).- En junio pasado, Alan Rusbridger, jefe de redacción del periódico inglés The Guardian, me llamó por teléfono para preguntarme, misteriosamente, si tenía idea de cómo organizar una comunicación segura. Realmente no, confesé. El diario The New York Times no tiene líneas telefónicas encriptadas ni un Cono del Silencio. Pues entonces, dijo, trataré de hablar de manera circunspecta.

Con algunos rodeos, presentó una propuesta inusual: una organización llamada WikiLeaks, integrada por sigilosos vigilantes antisecreto, tenía en su poder una cantidad sustancial de comunicaciones clasificadas del gobierno estadunidense. El líder de WikiLeaks, Julian Assange, un excéntrico ex hacker de origen australiano y sin residencia fija, había ofrecido a The Guardian medio millón de despachos militares de los campos de batalla de Afganistán e Irak. Después de eso, podría haber más, incluyendo un inmenso paquete de cables diplomáticos confidenciales. Para aumentar el impacto, así como para dividir el trabajo en el manejo de tal tesoro, The Guardian sugirió invitar a The New York Times para compartir esta exclusiva recompensa. La fuente estuvo de acuerdo. ¿Me interesaba a mí?

Sí, me interesaba.

Poco después de la llamada de Rusbridger, enviamos a Londres a Eric Schmitt, de nuestra oficina de Washington. Durante años, Schmitt ha cubierto en forma experta asuntos militares, ha leído un sinnúmero de despachos castrenses clasificados y tiene un criterio excelente y una conducta imperturbable. Su principal tarea: tener una idea del material. ¿Era genuino? ¿Era de interés público? Asimismo, informaría sobre la mecánica que se nos proponía para colaborar con The Guardian y la revista alemana Der Spiegel, que Assange atrajo como un tercer invitado a su secreto buffet sueco (…)

La primera llamada de Schmitt al Times fue alentadora. No tenía duda alguna de que los despachos sobre Afganistán eran genuinos… y fascinantes: un diario de una guerra atormentada de abajo hacia arriba. Asimismo, había insinuaciones de que habría más, especialmente cables clasificados de toda la constelación de puestos diplomáticos estadunidenses. En ese momento WikiLeaks los retenía, supuestamente para ver cómo funcionaba esa aventura con los medios del establishment.

En los siguientes días, Schmitt se encerró en una oficina discreta de The Guardian para hacer un muestreo del tesoro con los despachos de guerra y para discutir las complejidades del proyecto: cómo organizar y estudiar una memoria caché (de alta velocidad y acceso rápido) tan voluminosa de información; cómo transportarla, almacenarla y compartirla de manera segura; cómo trabajarían juntos periodistas de tres publicaciones tan diferentes sin comprometer su independencia; y cómo todos aseguraríamos una distancia apropiada de Julian Assange.

Durante todo este proceso, veíamos a Assange como una fuente, no como un socio o colaborador. Claramente era un hombre que tenía su propia agenda.



El encuentro



Después de cuatro días de reuniones en Londres, Assange llegó desgarbado a la oficina de The Guardian con 24 horas de retraso. Schmitt tomó su primera impresión del hombre que tendría una gran presencia en nuestras vidas. “Es alto –probablemente 6 pies 2 pulgadas o 6-3– y delgaducho, con piel pálida, ojos grises y una melena blanca que capta tu atención”, me escribió Schmitt más tarde. “Está alerta, pero es desaliñado, como un indigente que entra de la calle, con un saco deportivo manchado, pantalones cargo de color claro, una camisa blanca percudida, tenis viejos y calcetines blancos mugrientos que se colapsan alrededor de sus tobillos. Huele como si no se hubiera bañado en muchos días”.

Assange se quitó una enorme mochila de los hombros y sacó un arsenal de laptops, cables, teléfonos celulares, tarjetas de memoria y memorias USB que contenían los secretos de WikiLeaks (…)

Los reporteros llegaron a pensar que Assange era inteligente y bien educado, muy adepto a la tecnología, pero arrogante, susceptible, conspirador y extrañamente crédulo (…)

Assange desdeñaba abiertamente al gobierno estadunidense y estaba seguro de que era un hombre perseguido. Les dijo a los reporteros que había preparado una suerte de opción para el Día del Juicio Final. Explicó que había distribuido copias altamente encriptadas de todo su archivo secreto a una multitud de simpatizantes y, en caso de que WikiLeaks fuera clausurado, o si él fuera detenido, difundiría la clave para hacer pública la información.

El resto de la semana Schmitt trabajó en la organización y clasificación de los documentos junto con David Leigh, jefe de redacción de Investigaciones de The Guardian; Nick Davies, un reportero investigador del periódico; y John Goetz, reportero de Der Spiegel. Con la ayuda de dos de los mejores cerebros en materia de computación del Times –Andrew Lehren y Aron Pilhofer– reunieron el material en una base de datos cómoda y segura (…)

Assange nos proporcionó los datos con la condición de que no escribiéramos al respecto antes de fechas específicas en las que WikiLeaks pensaba colocar los documentos en un sitio en la red públicamente accesible.

Los documentos de Afganistán serían primero, después contábamos con algunas semanas para buscar el material y escribir nuestros artículos. La memoria caché más grande de documentos relacionados con Iraq seguiría después (…). El embargo –un acuerdo para no publicar información antes de una fecha específica– era la única condición que WikiLeaks nos trataría de imponer; lo que escribiéramos sobre el material era totalmente nuestra decisión (…) Al Times nunca se le pidió que firmara ni pagara nada. Para WikiLeaks, por lo menos en esa primera gran ronda, la exposición era su propia recompensa.

En Nueva York juntamos a reporteros, expertos en datos y jefes de redacción y los acuartelamos en una oficina aislada. Andrew Lehren, miembro de nuestra Unidad de Cobertura Asistida por Computadora, hizo un primer corte. Buscó por su cuenta términos usados en los documentos, así como otros sugeridos por reporteros; recopiló lotes de documentos relevantes y resumió sus contenidos. Asignamos reporteros por áreas específicas de conocimiento y les dimos contraseñas para que tuvieran acceso a los documentos y hurgaran en los datos. Esto devino en la rutina que seguiríamos en archivos subsecuentes.

Un aire de intriga que bordeaba en la paranoia permeó el proyecto. Quizá era comprensible debido a que estábamos manejando un gran volumen de material clasificado y lidiando con una fuente que actuaba como fugitivo, que cambiaba con frecuencia de lugar donde dormía, de direcciones de correo electrónico y de teléfonos celulares. Usamos sitios en la red encriptados. Los reporteros intercambiaban notas por Skype, en la creencia de que era menos vulnerable (…) En las teleconferencias hablábamos con códigos de aficionados: Assange siempre era “la fuente”, la última entrega de datos era “el paquete” (…) Cuando salí de Nueva York durante dos semanas para visitar las oficinas en Paquistán y Afganistán, donde suponemos que las comunicaciones pueden estar monitoreadas, pedí que no se me mandara copia alguna de mensajes sobre el proyecto (…) En un momento, cuando las relaciones con WikiLeaks estaban tambaleantes, por lo menos tres personas asociadas con este proyecto tuvieron actividad inexplicable en su correo electrónico, lo cual sugería que alguien estaba hackeando sus cuentas.

Por consultas con nuestros abogados, confiábamos en que escribir sobre los documentos secretos se podía hacer dentro de la ley, pero especulábamos sobre lo que el gobierno –o algún otro gobierno– pudiera hacer para impedir nuestro trabajo o recriminarnos. Y, haciendo la ley a un lado, sentíamos una enorme obligación moral en usar el material responsablemente. Aunque asumíamos que teníamos poca o ninguna capacidad de influir en lo que WikiLeaks hiciera, e incluso en lo que sucediera una vez que este material se colocara en la blogosfera, eso no nos liberaba de la necesidad de tener cuidado en el ejercicio de nuestro periodismo. Desde el inicio acordamos que en nuestros artículos y en cualesquiera documentos que publicáramos del archivo secreto, excluiríamos material que pusiera vidas en riesgo.

Acordamos la manera en que los primeros artículos del proyecto, que llamamos War Logs (Bitácoras de guerra), aparecieran al mismo tiempo el domingo 25 de julio en los sitios en internet de The New York Times, The Guardian y Der Spiegel.

Antes de eso, contactamos a funcionarios de la Casa Blanca para obtener su reacción sobre esta enorme violación del secreto, así como sobre artículos específicos que pensábamos escribir, incluyendo uno muy importante sobre el ambiguo papel de Pakistán como aliado de Estados Unidos (…) Me sentí orgulloso de lo que un equipo de excelentes periodistas había hecho para diseñar una cobertura coherente e instructiva de un revoltijo de reportes en bruto obtenidos directamente del campo de batalla y escritos en un torpe dialecto de jerga y siglas militares. Los reporteros proporcionaron contexto, matices y escepticismo (…)



Hostilidad



Tres meses después, ya con el diario francés Le Monde en el grupo, publicamos la Ronda 2, las Bitácoras de la guerra de Iraq, incluyendo artículos sobre cómo Estados Unidos se hizo de la vista gorda ante la tortura de prisioneros por fuerzas iraquíes que trabajaban con Estados Unidos (…)

Para entonces, la relación del Times con nuestra fuente había pasado de cautelosa a hostil. Hablé con Assange por teléfono algunas veces y escuché sus quejas. Estaba enojado porque no aceptamos conectar nuestra cobertura en línea de las Bitácoras de guerra con el sitio en internet de WikiLeaks. Tomamos esta decisión porque temíamos –con razón, como después constatamos– que su tesoro contenía los nombres de informantes de bajo nivel que se convertirían en blancos de los talibanes. “¿Dónde está el respeto?” preguntó. “¿Dónde está el respeto?”.

En otra ocasión llamó para expresarme su disgusto por la semblanza que publicamos de Bradley Manning, el soldado raso sospechoso de ser la fuente de las revelaciones más asombrosas de WikiLeaks. El texto rastreaba la niñez de Manning como un intruso y su angustia como hombre homosexual en el ejército. Assange se quejó de que nosotros “psicologizamos” a Manning y despachamos sin rodeos su “despertar político”.

El colmo fue una semblanza de Assange en primera plana del Times, escrita por John Burns y Ravi Somaiya y publicada el 24 de octubre (2010), que reveló fracturas dentro de WikiLeaks atribuidas por los críticos de Assange a su imperioso estilo administrativo. Assange calificó el texto como una “calumnia”.

Assange se transformó. Era una celebridad fuera de la ley. El paria con la mochila y los calcetines flojos ahora usaba el pelo teñido y estilizado, a la vez que prefería trajes a la moda y corbatas delgadas. Se convirtió en una suerte de figura de culto para los jóvenes europeos de izquierda y, evidentemente, era un imán para las mujeres (…) Llegué a pensar en Julian Assange como un personaje de un thriller de Stieg Larsson: un hombre que podía figurar como héroe o villano en una de las megavendidas novelas suecas que mezclan la contracultura hacker, la conspiración de alto nivel y el sexo, tanto como recreación y violación.



Ruptura



En octubre, WikiLeaks entregó a The Guardian su tercer archivo: un cuarto de millón de comunicaciones entre el Departamento de Estado de Estados Unidos y sus embajadas y consulados en todo el planeta.

Esta vez, Assange impuso una nueva condición: que The Guardian no compartiera el material con The New York Times. De hecho, dijo a periodistas de The Guardian que había iniciado pláticas con otras dos organizaciones noticiosas estadunidenses –The Washington Post y la cadena McClatchy–, a las que pensaba invitar en reemplazo del Times. Asimismo, amplió su lista para incluir al periódico español El País.

The Guardian se sintió incómodo con la condición de Assange. Los periodistas del Times y de The Guardian ya tenían una buena relación de trabajo. The New York Times proporcionaba un gran público estadunidense para las revelaciones, así como acceso al gobierno estadunidense para comentarios y contexto. Además, dados los posibles asuntos legales y la reacción pública, era bueno contar con compañía en la trinchera.

Por otro lado, creíamos que Assange estaba perdiendo control de su arsenal de secretos. Una periodista independiente, Heather Brooke, había obtenido material de un disidente de WikiLeaks y había formado una suerte de alianza con The Guardian. En las siguientes semanas, lotes de cables empezaron a aparecer en periódicos en Líbano, Australia y Noruega. David Leigh, jefe de redacción de investigaciones de The Guardian, concluyó que estas filtraciones liberaban a este diario de cualquier promesa, por lo que él mismo nos dio los cables del Departamento de Estado.

El 1 de noviembre, Assange y dos de sus abogados irrumpieron en la oficina de Alan Rusbridger. Estaban furiosos por el hecho de que The Guardian mostraba más independencia y sospechaban que el Times tenía los cables de las embajadas.

Durante una reunión de ocho horas, Assange arremetió de manera intermitente contra The New York Times –especialmente por la semblanza que publicamos en primera plana–, mientras que los periodistas de The Guardian trataban de calmarlo. En medio de la tormenta, Rusbridger me llamó para transmitirme las aflicciones de Assange, así como su exigencia de una disculpa de primera plana en el Times. Rusbridger sabía que esto era imposible, pero estaba ganando tiempo para que el berrinche cediera. Al final, tanto él como Georg Mascolo, jefe de redacción de Der Spiegel, dejaron en claro que pensaban continuar con su colaboración con el Times. Assange podía tomarlo o dejarlo. Debido a que ya teníamos todos los documentos, a Assange no le quedaban muchas alternativas. En los siguientes dos días, las organizaciones noticiosas acordaron un horario para la publicación de los documentos (…) (Traducción Lilia Rubio) l

Fuente: Proceso
Difusión AMLOTV

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