jueves, 11 de junio de 2009

¿Voto nulo?



¿Voto nulo?
Adolfo Sánchez Rebolledo

Montada sobre el abstencionismo histórico que marca las elecciones intermedias está en curso una protesta que promueve el voto nulo. Se trata, dicen sus promotores, de un exorcismo contra la partidocracia, de la puesta en práctica de un recurso extremo que obligue a los políticos a rectificar su conducta. A querer o no, los ecos del viejo presidencialismo tienen resonancias inesperadas en el desprecio por las elecciones intermedias que el cambio democrático no ha conseguido revertir. Esa tradición negativa, sumada al malestar –y desencanto moral– ciudadano, explica la abstención y el rechazo a la política y los políticos, pero en la gestación de esta campaña no todo ha sido espontáneo. Antes de su salto a Internet, fue planteada como alternativa por algunas plumas y medios, desencantados, pero deseosos de presionar éticamente a la clase política, aunque fuera simbólicamente.

No se trata de defender la actuación decepcionante de los partidos (que deberían sentirse preocupados) como si atendiera a un principio intocable de la democracia, sino de los efectos políticos del voto nulo sobre el futuro democrático del país, toda vez que el juicio sumario elude la crítica concreta y suma a una postura pretendidamente democrática las más variadas posiciones. Más que pluralidad hay un amontonamiento de voces disonantes dispuestas a dar lecciones a quien se deje. Y allí van, juntos y vestidos de blanco, espontáneamente, políticos de raza, empresarios de sangre azul, beneficiarios directos de la burocracia revolucionaria; izquierdistas de ayer, atrapados como estatuas de sal en sus imaginarias o reales hazañas juveniles; los intelectuales que siempre renunciaron a los partidos en nombre de la libertad individual, mas no al acomodo en los intersticios del poder, la sociedad civil resurgida bajo los pliegues del mando empresarial para alentar a sus prohombres, candidatos del porvenir, en fin, los que ayer pidieron el voto útil en favor de Fox, hoy, sin autocrítica, piden inmolar a la partidocracia.

Y, junto a ellos, más allá o más acá de los abstencionistas, los neutrales, los apolíticos despojados de toda noción de civismo o solidaridad, caminan las víctimas colaterales de la mercadotecnia aplicada como sustituto de la deliberación nacional: los ciudadanos desairados por la transición y las promesas fallidas de encarar los grandes problemas nacionales, pero también los que aprovechan la crisis institucional para sembrar la semilla de un presidencialismo sin contrapesos, bipartidista en la forma, unitario en contenido, más sometido al lobby de los poderes fácticos que al voto popular.

Entiendo que un ciudadano –o muchos– no encuentren incentivos para votar por los candidatos que se le presentan, pero hacer una campaña en toda la regla para convertir esa actitud en un objetivo político que busca ser tan importante como las elecciones mismas merece que al menos se nos diga (si entre tanta espontaneidad alguno de sus promotores se siente responsable) qué es lo que ese conglomerado planteará tras la catarsis del 5 de julio. ¿La formación de un nuevo partido? ¿La reforma electoral para lograr las candidaturas independientes? ¿El cambio de régimen político? ¿La constitución de una alianza ciudadana para atender 2012 anticipándose a los partidos? Sobre eso no se habla.

El desencanto legítimo entre los electores de la izquierda no es –salvo por abuso de la generalización de moda– comparable en sus orígenes y proyecciones al que se produce entre aquellos que confiaron en Calderón o se sumaron a la aventura de Madrazo.

Nada sería más torpe que no advertir las señales de agotamiento del régimen político. Pero esta crisis de representación, tiene causas y fechas precisas: está vinculada con 2006 y a la forma como las instituciones, el IFE, el TEPJF, el gobierno federal y el Poder Legislativo actuaron ante el problema de la sucesión. De ahí la necesidad de una gran reforma del Estado que permita el surgimiento de un nuevo régimen. La crisis es real, el camino inútil, pues el voto nulo suma y confunde las frustraciones de muchos con los intereses de los pocos que defienden sus parcelas de poder e influencia. No discrimina, abarca mucho y aprieta nada. Al gobierno federal le resultará barato cualquier resultado, pues la crítica contra la corrupción de la clase política será siempre una forma de diluir sus propias e intransferibles responsabilidades hacia los otros, sin permitir que el foco de la atención nacional se concentre en las cuestiones sustantivas, como plantea la táctica de Martínez.

Descontando los motivos internos que han erosionado la credibilidad de la izquierda hasta un punto inimaginable no hace mucho, es obvio que sus razones no se expresan adecuadamente con un voto nulo. La mayoría de los que piden la anulación no realizan un juicio crítico sobre los tres primeros años de la presidencia de Calderón. No discuten su legitimidad democrática. No hurgan en la promesas incumplidas, que no son pocas. Nada les interesa que el presidente del empleo, como se hizo llamar en campaña, navegue ahora sin rumbo en la peor crisis de nuestra historia. No se le exige que rinda cuentas en el tema del crimen organizado que absorbe todas sus energías. Sencillamente no hay debate sobre cuestiones cruciales de la vida pública, como si los mandatarios que gobiernan fueran una especie distinta de los demás políticos. Al final, todo termina donde comenzó: la gran protesta contra la reforma electoral que canceló el gran negocio de los medios y que, ahora, mediante la movilización no tan silenciosa en torno al voto nulo pretende restaurar, no la libertad de expresión, sino el lugar de privilegio que antes tenían y luego, según esto, un modelo de sociedad democrática de ciudadanos puros... sin partidos ni políticos. Por eso no hay que olvidar que en las campañas electorales lo primero es diferenciarse de los otros.

P.D. Unas líneas para recordar a Javier Wimer y a Alejandro Rossi. Hombres de su tiempo. Pérdida irreparable.

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