sábado, 18 de abril de 2009

EL VOTO DE CASTIGO. ABSTENCIONISMO Y VOTOS NULOS. II PARTE


EL VOTO DE CASTIGO. ABSTENCIONISMO Y VOTOS NULOS. ACTO IRRESPONSABLE O MANIFESTACION LEGITIMA DE INCONFORMIDAD, LA IDEA DE ANULAR LA BOLETA COBRA FUERZA

Abstención y voto nulo
Aun sin defenderla, la expansión de la idea de anular el voto debería alertar a los políticos acerca del descontento de la sociedad para con sus acciones

Hacía muchos años que no oía de campañas por la abstención o por el voto nulo. Desde que tengo memoria, el llamado organizado por la abstención más importante, todavía en los años del dominio total del PRI sobre el arreglo político, fue el del Partido Comunista en 1970. Los comunistas —que siempre habían llamado a votar por sus candidatos, aun cuando no eran reconocidos sus votos por no tener registro— en 1970 llamaron a la abstención activa. Se trataba de una protesta por la cerrazón del régimen y por la represión de 1968. Sin embargo, en 1976 el voto por el candidato del Partido Comunista, Valentín Campa, no computado oficialmente pero calculado por la Secretaría de Gobernación, fue un ariete para romper los cerrojos del sistema electoral protegido y provocar la reforma política de 1977.

Para aquella elección, la que nos dejó a López Portillo, el PAN se había quedado sin candidato. Un conflicto interno había enfrentado a dos corrientes partidistas con resultados catastróficos, pues se escindieron y no pudieron postular a nadie para la presidencial, cuando ningún candidato obtuvo la mayoría calificada que pedían los estatutos. Sin embargo, no llamaron a no votar, pues estaban en juego las diputaciones de partido.

Después de eso vino la reforma política y todo comenzó a cambiar. En la primera oportunidad que tuve para votar lo hice con entusiasmo, después de haberme metido de cabeza en la campaña electoral con el PST. Aquella elección movilizó a los nuevos votantes a favor de la izquierda. Sobre todo por el Partido Comunista y sus aliados. Sin embargo, hubo muchos jóvenes, estudiantes universitarios, que no se sintieron interesados y repetían las consignas de la izquierda radical que llamaba electorero al PCM por haber obtenido su registro y pedían el “rechazo total al fraude electoral” en sus consignas de marcha, sobre todo aquel 2 de octubre de 1978, décimo aniversario de los hechos de Tlatelolco, que marcó el inicio de mi compromiso político. Uno de los más destacados abstencionistas de entonces —el más influyente sin duda— era Heberto Castillo, con su PMT, voluntariamente excluido del proceso de reforma.

Después de aquella elección y del efecto demostración que tuvo sobre los dirigentes radicales el ver la relevancia de los diputados de la coalición de izquierda, todos los grupos de la izquierda buscaron tarde que temprano su participación electoral. En 1982, los trotskistas del PRT y los grupos sin participación previa en la coalición de izquierda se integraron al PSUM, sobre todo el Movimiento de Acción Popular, que se sumó a la construcción del nuevo partido convocado por el Partido Comunista y sus aliados previos; el PMT se dividió por el renovado abstencionismo de su líder y varios de sus cuadros se sumaron al esfuerzo de unidad de la izquierda. En 1985 el más testarudo abstencionista buscó su registro y fue diputado.

No es necesario decir mucho del cataclismo de 1988. La bola de nieve de la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas movilizó a los últimos rescoldos del radicalismo guerrillero y los metió a la búsqueda de los votos. No hubo desde entonces llamados serios a la abstención, con la excepción de “la otra”, puesta en escena soporífera de Marcos.

El voto se había abierto paso como instrumento de poder social. Con el voto se hizo la democracia mexicana, como bien ha dicho Mauricio Merino. Pero no siempre el voto fue para los candidatos con registro. Antes de la apertura generada por la reforma de 1977, desencadenante del proceso democratizador, el voto por opciones no registradas sirvió para resquebrajar al régimen monolítico.

Desde 1988 el consenso político ha sido contra la abstención. La abstención se ha considerado en buena medida como apatía conforme, sobre todo de los marginados. Se sabe que crece en las intermedias, principalmente en los estados sin elecciones concurrentes de gobernador, pero ha quedado en 2000 y en 2006 en niveles equiparables a los de los países con democracias consolidadas, siempre lejos de las unanimidades propias de los regímenes totalitarios, pero por arriba del 60%. En 1997, elección intermedia, la votación subió por la novedad de la elección del jefe de Gobierno de la ciudad de México.

Sin embargo, ahora se oyen voces por la abstención y por el voto nulo. No vienen como en los 70 y 80 de la radicalidad de izquierda sino de las capas medias urbanas. Se trata de dos acciones distintas con consecuencias diferentes. Una implica la apatía condescendiente. El otro es un acto que requiere de ir a la urna y anular el voto expresamente. La primera rompe el vínculo del ciudadano con la representación. En cambio, lo segundo puede constituir un acto de protesta contra el sistema de registro de partidos que deja a muchos ciudadanos sin opción de voto.

La legislación mexicana no contempla el voto en blanco, y aunque las boletas traen un espacio para candidatos no registrados, lo asentado ahí no se computa. La posibilidad de ir a votar para decir que ninguno de los partidos le dice nada al elector no está legitimada por el arreglo electoral mexicano. Sin embargo, el hecho de que estén surgiendo voces que dicen que ninguno de los partidos entusiasma demuestra que el sistema de registro —ideado en su día para proteger al PRI, abierto en la ley de 1977 y vuelto a cerrar en 1996 como nueva protección a los partidos pactantes— ya requiere ser modificado para abrir, en lugar de estrechar reforma tras reforma, los cauces de participación.

Sin duda, el berrinche de las televisoras hace que de por ahí surjan muchos de los llamados a la deslegitimación de la elección. Eso lo haría una abstención abismal. Sin embargo, ir a votar como un acto de protesta, con una consigna específica, que cuestione a los partidos actuales, no es en sí mismo un acto antidemocrático. Incluso puede tener características interesantes si se concentra en la elección de diputados federales, aunque se vote por los partidos en las demás; y sí se puede medir. No estoy defendiendo la opción. Sólo creo que una acción concertada en ese sentido tendría que se tomada en cuenta por los políticos como señal de alarma ante su capacidad de representar intereses. Ellos son los responsables de que una idea así se abra paso.

Y es que también está el hecho de que la elección intermedia en el presidencialismo democrático está dejando de tener sentido. Sólo puede complicarle más las cosas al presidente, mientras que poca mejora puede esperar de ellas. Y no me refiero sólo a las que vienen sino a todas. Es una más de las fallas del arreglo presidencial al que estamos aferrados, pero esa es otra historia.

Politólogo

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