El Holocausto y sus consecuencias
Elena Poniatowska
Leonora Carrington entre Gabriel y Pablo Weisz, sus hijosFoto Guillermo Sologuren
-No me molestes, ponte a pintar –le decía Leonora a su segundo hijo Pablo, tendiéndole unas hojas de papel y algunos colores.
Muy pronto, Pablo Weisz Carrington empezó a dibujar pegasos, caballos y figuras de espaldas y de perfil, pero él se enfilaba hacia la medicina. De niño, el mundo de su madre penetró en su inconsciente. A los 10 años interrumpía a su madre:
–¿Qué te parece mi dibujo?
Leonora entra y se sienta frente a la mesa en la que platicamos Pablo y yo, y Pablo le dice:
–When you were painting you gave me a piece of paper and told me to draw something in order to leave you alone…
Leonora se levanta y se pone de pie tras la silla en la que está sentado Pablo frente a su lap top en la que pasa uno por uno los 49 acrílicos que exhibirá el jueves 11 de marzo, a partir de las 7:30 de la noche, en el Museo José Luis Cuevas a la sombra de La Giganta. José Luis Cuevas ha sido muy generoso conmigo.
–Do you like them? –le pregunto a Leonora.
–Yes, of course.
–Because they are your son’s. ¿Even if Pablo wasn’t your son, would you like them?
—Yes.
–¿Si los vieras colgados sobre la pared en una galería te gustarían?
–Me gustan aquí (señala la pantalla de la computadora) y en la pared.
El núcleo Weisz-Carrington fue muy cerrado porque en la familia privó la atmósfera de persecución traída de la Segunda Guerra Mundial. Chiki Emérico Weisz, el fotógrafo húngaro ayudante de Robert Capa, salía de un campo de concentración (ya en el Holocausto habían asesinado a dos de sus hermanos) y Leonora venía de Nueva York, después de haber huido de St. Martin d’Ardeche, Francia, y sufrido mucho en Santander, España. Los Carrington se encerraron en sí mismos y hasta la fecha giran dentro del círculo de los judíos que huyeron de Europa. En Hungría, los campos de exterminio acabaron con hombres, mujeres y niños obligados a llevar la Estrella de David sobre su ropa. En las tarjetas de racionamiento, la policía ponía una j por judío, y la ignominia nazi quedó grabada en el antebrazo de muchos europeos que lograron sobrevivir y denunciar el Holocausto. En México, en 1946, cuando nació Gabriel, filósofo y poeta, los judíos de varias nacionalidades se unieron para protegerse, y cuando nació Pablo, el 14 de noviembre de 1947, ya la familia era lo que se ha dado en llamar un núcleo dispuesto a resistir todos los embates de la vida. Ni Leonora ni Emérico tenían un solo pariente en México, se apoyaron en otros judíos que padecían la misma soledad. No es que los Weisz fueran practicantes, lo que sí, en el colegio inglés Westminster a los niños Gaby y Pablo les recordaban que habían matado a Cristo, y eso los marcó, sobre todo a Gabriel, quien es más propenso a la angustia que Pablo.
El mundo de Leonora era el de la casa en la calle de Gabino Barreda, en la que se reunían en torno al dinamismo de Remedios Varo, Benjamin Péret, Gunter Gerszo, Kati y José Horna, y Esteban Frances. En esa casa llena de humedades y semi derruida los niños jugaban con los gatos mientras los mayores preparaban la comida y jugaban a cadáveres exquisitos que en Francia inauguraron André Breton y Marcel Duchamp.
Cuando el excéntrico Edward James entró por primera vez a la casa de los Weisz, le asombró que el estudio de Leonora fuera tan modesto y pareciera más bien un cuarto de trebejos en el que ella pintaba entre toda clase de objetos inservibles. James era un millonario inglés que coleccionó Dalies y Magrittes y de pronto descubrió a Leonora, compró algunos de sus cuadros y le organizó una exposición en la galería Julien Levy en Nueva York.
–Mis relaciones con Edward James no fueron perfectas, él no me quería –cuenta Pablo. En Navidad, a Gaby le regalaba un barco precioso y a mí una muñequita, así de chiquita, para niñas, porque en una ocasión en que él estaba durmiendo con la boca abierta, yo le eché adentro una mosca o un chapulín, no recuerdo bien, sólo tenía cinco años, pero él se enojó conmigo y siempre manifestó su preferencia por Gabriel. También a Benjamin Péret le mordí la pierna en París, a los cuatro años, porque quería hacerme cruzar una calle y me dio miedo, pero aunque a él le dolió mucho la mordida, nunca tomó venganza. Edward James usaba calcetines amarillos, se los quitaba y los dejaba detrás de la puerta. Se decía que era heredero del trono de Inglaterra, pero él nunca lo confirmó ni lo desmintió. Es el hijo ilegítimo de Eduardo VII. Invitaba a mi mamá a comer, y a la hora de la cuenta exclamaba: Oh, olvidé mi cartera. Cuando tenía dinero sacaba un sobre con billetes de a peso y así pagaba, pero si él no llega a nuestra vida, en la calle de Chihuahua, en la ciudad de México, nos habríamos muerto de hambre. Las pinturas que le compró a mi madre deberían estar en Westmeath, Inglaterra, pero a lo mejor ya se perdieron, porque en Xilitla también Edward James tenía Magrittes y De Chiricos abandonados contra los muros y todos descuidados.
–¿Tu padre también impulsó tu vocación?
—Sí, le gustaba que pintara, los dos me apoyaron mucho, a diferencia de Max Ernst, que fue mal padre de su hijo Jimmy, quien lo veía como a un dios.
Quiero que mi madre oiga lo que voy a decir. Leonora se sienta: No podría haber tenido una mejor madre que ella.
–Thank you –dice Leonora llevándose su cigarro a la boca.
–Ya en la secundaria sabía que mi vocación era la medicina. También a Gaby le fascinó la medicina, pero luego la dejó. En la UNAM, escogí ser patólogo, ver los colores a través del microscopio. En el 68, cursaba yo el segundo año de medicina, terminé mi carrera en la UNAM y luego viajé a Estados Unidos, y allá me hice patólogo en NYU, Universidad de Nueva York, al lado de Belleville, cerca del río Hudson, a espaldas del hospital en la calle 23 y la primera. Permanecí en NYU tres años. Antes, en México, Gaby y yo habíamos participado en el movimiento estudiantil de 1968 y escondimos una impresora en el patio de la casa. Repartíamos volantes en la calle, en los mítines, en las esquinas, y cuando a Elena Garro se le ocurrió denunciar a intelectuales simpatizantes del movimiento, dio el nombre de mi madre, simplemente porque ella era amiga de Octavio Paz, su ex marido. Entonces, Gaby y yo salimos a Estados Unidos con mi madre y yo hice allá mi carrera de patólogo. En los primeros cinco años de mi residencia, casi no pude pintar, pero después me casé en Nueva York con Wendy, y tuvimos dos hijos: Alex y David; desde entonces he hecho exposiciones de 150 dibujos o más en Shreveport, Louisiana; en Chicago en la galería Venzor, y la última, de 50 acrílicos, acuarelas y dibujos, así como esculturas de bronce y madera, en la principal galería de arte de Richmond, Virginia.
En mi pintura aparecen muchos animales, porque en la casa siempre los hubo. Edward James traía víboras y cacatúas a la casa, y mi mamá las recibía, pero la que tenía más paciencia con las excentricidades de Edward era Kati Horna, la fotógrafa con la que mi papá hablaba húngaro.
Los cuadros de Pablo Weisz Carrington parecen milagros, exvotos que se cuelgan a un lado del altar y dan las gracias por salvarse de peligros y calamidades. Tienen mucho de naive y mucho de cuento para niños. Sobre una superficie a cuadros, blanca y negra, que recuerdan a De Chirico, Pablo coloca, como en un ajedrez, caballos y personajes. De una taza saca el nacimiento del horizonte, fabricado por un hombre y una mujer. Casi todos sus personajes están de espaldas.
–¿Tú haces muchos apuntes para luego pintar?
–Sí, pero, ¿sabes lo que me pasa? Durante un tiempo largo no tengo ideas, y luego en un día vienen seis o siete, entonces tengo que anotarlas rápido, porque si no, se me olvidan. Hago un croquis. De éste, El árbol de los pájaros, hice un croquis previo.
—¿Crees que lo que pintas está relacionado con los sueños de tu infancia?
—No creo, no, no sé de dónde vienen. ¿Do you know where the things you paint come from? –le pregunta a Leonora.
–They just appeared.
–¿También tienes, como tu mamá, la obsesión por los caballos?
–I never had a horse, but I like them. My mother had many horses.
–Not so many –respinga Leonora.
–Este cuadro se llama Paseo de la Reforma, y le puse alas a los caballos porque estéticamente no me gustan los aviones. Antes, para transportarse lejos, el caballo era más humano, pero ahora el avión es el que galopa en el aire.
–Remedios Varo dibujó instrumentos exactos, tubos de química, insectos, hizo estudios de biología para libros y laboratorios. ¿No influyó en ti?
–Sí me interesaron sus dibujos, pero me interesan Magritte y Leonora, claro.
–Al mismo tiempo que tus dibujos son poéticos también son naive.
–Un poco naive, sí.
–Se parecen a lo que pintaría un niño, porque hay mucho de niño en ti. ¿Ha visto Cuevas tu pintura?
–Sí, yo quiero mucho a Cuevas, es un hombre maravilloso, me dio esta oportunidad de exponer en su museo y me siento agradecido. Siempre estaré en deuda con él.
–¿El peso del talento de tu mamá es duro de llevar?
–No, aunque mis temas se relacionan con los suyos y tenemos la misma obsesión del huevo, pero sus imágenes se remontan a su conocimiento de los celtas y mi mundo es completamente imaginario y está ligado a mi pasado judío-húngaro y a mi pasado mexicano. Ir a Xilitla con Edward James me marcó, porque James era una parte del mundo raro de mi mamá. Mira, aquí pinté un caballo encima de la cornisa de una construcción a punto de tirarse al vacío, porque no hay regreso posible, ninguna forma de dar la vuelta.
Como el Monte Análogo que unía la tierra con el cielo y en consecuencia guardaba conocimientos y saberes que guiaban a los hombres hacia otro horizonte. En La escuela de caballos voladores, los caballos tienen la ingenuidad primitiva de volar hacia el sol como en los exvotos de iglesia
–Tus cuadros parecen dar las gracias.
–¿Verdad? Como milagritos… Se meten al edificio como caballos y salen como pájaros. Es un tríptico que titulé La conversión.
Admirador de Leonardo da Vinci: “¿sabes que pintó muy pocos cuadros y su mejor cuadro, además de la “Mona Lisa y La última cena, es La Virgen del armiño?” Pablo se manifiesta una y otra vez contra el nazismo y Leonora lo secunda. Hitler es innombrable en la casa de la calle de Chihuahua y la memoria de Chiki Weisz puede sentirse honrada por sus dos hijos, Gabriel y Pablo, y por Leonora, quien ha combatido el fascismo y el autoritarismo. René Magritte es otro de los pintores que más han influido en Pablo, así como sus lecturas impulsadas por su padre: Rimbaud, Baudelaire, Mallarmé, y por su madre, Huxley, Shakespeare, William Blake y el maravilloso libro de Pierre Mabille, Mirror of the Marvelous. A los dos niños no se les daban juguetes, sino libros y discos; Mozart, Bach y Vivaldi subían por la escalera de la casa y se disolvían en la azotea.
Lo que más marcó a Gaby y a Pablo, que usaban capas para viajar y así conocieron a la blanca hija del minotauro (mitad hombre, mitad toro), es el nazismo, cuyo régimen de terror causó la muerte de cerca de 2 millones 500 mil personas (la mayoría judíos), tan sólo en el campo de concentración de Auschwitz. Para dos niños como Gabriel y Pablo debió ser muy difícil saber que los hermanos de su padre habían sido exterminados en el Holocausto y seguramente influyó en su crecimiento, sobre todo porque en México había admiradores de los nazis, y a la hora de los noticieros muchos espectadores aplaudían el paso de ganso de los soldados alemanes. Ana Frank, Elie Weisel, Edith Stein (monja católica de origen judío), Primo Levi, Imre Kertesz, Victor Frankl vivieron en carne propia el racismo, la persecución, y pocos sobrevivieron a los hornos crematorios; esto, obviamente, influyó en los dos hermanos, hijos de un húngaro judío y de una aristócrata inglesa: Chiki Weisz y Leonora Carrington.
Fuente: La jornada
Difusión AMLOTV