Julio Boltvinik
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■ Mercancías ficticias, hombre de hierro y economía moral / III
■ El capitalismo como economía moral, según Armando Bartra
En la primera entrega de esta serie (19/12/08), asocié la concepción de las mercancías ficticias (trabajo, tierra y dinero) de Karl Polanyi, con la visión del capitalismo como economía moral de Armando Bartra (AB) que desarrolla en su excelente libro El hombre de hierro. Los límites sociales y naturales del capitalismo (Itaca, 2008, 213 pp.). El significado del título del libro puede transmitirse con dos frases, una del capítulo introductorio “Tiempo de carnaval”: “La subsunción (‘subordinación’ en lenguaje cotidiano) en el capital es universal y con ella la alienación a la máquina económica. Al autómata mercantil que envilece las relaciones entre nosotros y de nosotros con la naturaleza” (p. 25); y la otra frase del capítulo “Del luddismo1 utópico al luddismo científico”:
“Como las factorías inglesas, el laboratorio del Dr. Frankenstein es una obscena cámara de torturas tecnológicas de la que salen hombres rotos, tasajeados, envilecidos. Tal como salen obreros quebrantados y embrutecidos de las fábricas textiles. Para Mary Shelley [autora de Frankenstein], como para los ludditas, las máquinas engendran monstruos” (p.36).
El sentido del subtítulo del libro lo explica AB en el Preámbulo:
“El subtítulo del libro es mi cuota de optimismo: el hombre y la naturaleza serán el muro insalvable con que se tope el hombre de hierro, un límite que no puede trascender sin destruirnos a todos y a sí mismo, una cota que no le dejaremos cruzar simplemente porque en ello nos va la vida” (p.15).
El capítulo 3 (“El reino de la uniformidad”), empieza aclarando que la ciencia no es algo esotérico sino terrenal: “La ciencia tiene la huella de su tiempo: lleva la marca de las relaciones económicas y sociales donde se desarrolla, y la lleva no sólo en sus aplicaciones sino también en sus valores, estructura y objetivos” (p.73). Hacia el final del capítulo cita a Claudio Napoleoni para mostrar que la tecnología y la ciencia en que se apoya no es neutral, que sí hay una tecnología del capital, que las máquinas tal como las conocemos son el fruto de una tecnología y de una ciencia que ha sido pensada sobre la premisa del trabajo enajenado, persiguiendo la ganancia capitalista, habría que añadir. Concluye AB que “para cambiar el sistema no basta que la tecnología cambie de manos y propósitos; si otro mundo ha de ser posible, también han de serlo otra ciencia y otra tecnología” (p.88).
El capítulo 4 (“Perversiones rústicas”) aborda como “La diversidad de origen agrario resiste [a la uniformante industrialización]. Pero la heterogeneidad de los agrosistemas es perversa para la economía del gran dinero por lo que desde hace más de doscientos años el capitalismo está tratando de sustituirla por la llamada ‘agricultura industrial’”. (p. 94). El capítulo finaliza identificando el campo central de esta batalla:
La uniformidad productiva necesaria para que el mercado funcione bien choca con la terca diversidad de sus premisas: el hombre y la naturaleza. Contradicción que arrecia en la periferia del sistema, entendida ésta como el conjunto de actividades que por su propia índole son resistentes al modelo productivo de la gran industria pero también como los territorios ecológicamente más pródigos, complejos y frágiles que por lo mismo son el reducto de la diversidad biológica y cultural. Así el combate decisivo contra el hombre de hierro es el que se libra en los trópicos. (p.120)
El capítulo 5, “El capitalismo como economía moral” comienza citando a Rosa Luxemburgo, quien dice que el “capitalismo necesita, para su existencia y desarrollo, estar rodeado de formas de producción no capitalistas”. AB sugiere generalizar la sugerencia de Claude Faure –que “la agricultura puede ser el punto de partida para una reflexión sobre el funcionamiento de todo el orden social justamente porque está al margen”– extendiéndola a todo aquello que sucede en las orillas, que aparece como no esencial y que, sin embargo, oculta la clave de un “orden contrahecho” (p.121). Aclara que lo que está en los márgenes no es únicamente la agricultura y otras relaciones ‘precapitalistas’ sino la restauración de las condiciones de la producción (hombre y naturaleza) que no pueden ser producidas como mercancías. Dice AB que así como en el capítulo sobre la jornada de trabajo del libro primero de El Capital Marx muestra al sistema del gran dinero como una involuntaria pero obligada ‘economía moral’, también podemos entenderlo como una forzada pero insoslayable economía ecológica, y añade que ambas heterodoxias sólo existen gracias a la resistencia social (p.125). Marx añade que la jornada de trabajo “tropieza con ciertas fronteras de carácter moral. El obrero necesita una parte del tiempo para satisfacer necesidades espirituales y sociales cuyo número y extensión dependen del nivel general de la cultura” (citado por AB, p.126). Sin embargo, el propio Marx apunta que “en su impulso ciego y desmedido el capital no sólo derriba las barreras morales, sino que derriba también las barreras puramente físicas de la jornada de trabajo”. AB cita la espeluznante cifra de 500 mil tejedores manuales fallecidos en la primera mitad del siglo XIX en Inglaterra como consecuencia de las jornadas extenuantes, los salarios por debajo del límite fisiológico y el desempleo. Al final, la implantación de la jornada normal de trabajo, reglamentada en detalle en la ley, será el fruto de largas luchas de clases. Al capital, dice AB, “hay que imponerle, desde fuera, candados sociales; sin resistencia, el capital acaba con sus propias premisas, sin contrapesos sociales la locomotora capitalista descarrila”. Concluye:
La economía moral y ecológica cruza por el centro mismo del modo de producción mercantil por excelencia. El capitalismo realmente existente ha sido y es una economía política que restringe, controla o suple al mercado. Una producción y una distribución intervenidas por criterios extraeconómicos: valores que se imponen mediante la lucha, expresan correlaciones de fuerzas sociales, cristalizan en leyes y son aplicados por el Estado” (p.134)
1El luddismo fue un movimiento de resistencia (rompían máquinas y quemaban fábricas) al maquinismo de la revolución industrial que encabezó el general Edgard Ludd. Dice AB que las máquinas simbolizaban el fin de la economía moral.
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