sábado, 13 de diciembre de 2008

Sicología y política



Jesús González Schmal
13 de diciembre de 2008



Los grandes desastres políticos de la humanidad han ocurrido a causa de quienes, por una u otra causa, llegan al poder y su perfil sicológico denota una propensión franca a exacerbar el ego, cuando no hay ya francas patologías narcistas y sicópatas.

El ejemplo típico de un país de alto nivel educativo que encumbra a un sicópata fue Alemania con Hitler y, en el extremo contrario, de países con altos rezagos educativos, fue Haití, que idoliza a Duvalier y a toda su decendencia.

Del conocimiento que tuvimos acerca de la narcisicopatía diagnosticada recientemente a Vicente Fox nos podemos ahora explicar las manifestaciones de una conducta extraviada e irresponsable con el agravante de que, aunque no nos lo señala el estudio de personalidad que se le practicó, también el coeficiente intelectual (IQ) seguramente está por debajo del mínimo normal, por lo que se hizo imposible que por la vía de la inteligencia aplicada y cultura adquirida pudiera tener cierta conciencia de su padecimiento para poder superarlo.

Poca o ninguna importancia se le da en política a esta condición de salud mental, una cuestión que suele soslayarse para encubrírsele en las contiendas electorales y en las polémicas como hechos que no se deben explicitar, confiados en que en el escenario público se descubran aunque con frecuencia se disfrazan en los chistes o chascarrillos que el pueblo vierte sobre la locuacidad o disparates del candidato presidencial.

Otro grave e imperceptible efecto es que esa egolatría descontrolada se considera simple audacia, y poco se repara en lo que significa respecto de la degradación de los partidos políticos donde esto ocurre o del peso específico como causa del desplome de un ejercicio de gobierno por quien no tiene aptitud y condiciones de salud mental para desempeñar el cargo.

El desastre del sexenio foxista, de 2000 a 2006, no es sólo pasado con toda la secuela de daños que dejó; también es presente en tanto la sintomatología de Felipe Calderón apunta hacia el mismo o peor saldo al saberse inseguro y cuestionado en su origen y no tender, por sus inclinaciones personales egocéntricas y paranoicas, a la apertura democrática; por el contrario, el jefe del Ejecutivo se cubre en círculos de su absoluta confianza, en jóvenes de dudosa calificación.

Las recientes honras funerarias a dos de sus más cercanos amigos como Juan Camilo Mouriño y Carlos Abascal Carranza rebasaron un razonable duelo por una exaltación al extremo ridícula que sería digna de un análisis sicoproyectivo en el que pudieran aparecer las explicaciones de un comportamiento presidencial francamente extraño.

Si a esto agregamos la compulsiva aparición diaria de Felipe Calderón hasta para inaugurar un grifo de agua, con los mensajes autoalabatorios “para vivir mejor”, me temo que la escuela narcisista foxista ha dejado una huella en la que, ayer como hoy, es obvio que no hay capacidad para la mínima introspección y la autocrítica.

Profesor en la Facultad de Derecho de la UNAM

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