¿Votar? Yo, sí
MARTA LAMAS
Dos fantasmas recorren las elecciones: el abstencionismo y la anulación del voto. Un detonador de estas opciones es el desprecio por la ciudadanía que suele caracterizar a quienes ejercen el poder. El desinterés por votar expresa: “¿Para qué votar, si nada va a cambiar, si no conozco a los candidatos, si no toman en cuenta mis necesidades y deseos?”. La anulación como protesta por la conducta de los partidos pretende transmitirles la indignación y el hartazgo ciudadanos ante sus transas, su desinterés y, finalmente, su ineficacia.
Un destello de debate público empieza a circular en los medios. La semana pasada, en una entrevista en estas páginas, José Woldenberg explicó por qué abstenerse o anular el voto no es el mejor camino para cambiar muchas de las prácticas partidistas que la ciudadanía repudia (Proceso 1700, del 31 de mayo). En entrevista con Carmen Aristegui, Rosalbina Garavito explicó sus razones para anular el voto mientras Octavio Rodríguez Araujo discrepaba. En la prensa, varios editorialistas han manifestado sus posturas y escriben “por qué no voy a votar” o “por qué sí voy a votar”. Y en la web ya hay blogs que llaman a anular el voto, y otros a votar por determinado partido.
Algunas amistades me insisten en que votar no es obligatorio, y recuerdo que hace unos meses, Carlos Peña, el rector de la Universidad Diego Portal en Chile, reflexionó sobre si el voto debe de ser voluntario u obligatorio. Peña señaló que tal disyuntiva está ligada a lo que se entienda por democracia, y delineó dos visiones de democracia. En una de ellas, que llama agregativa, la democracia es un mecanismo para sumar las preferencias de los ciudadanos; por lo tanto, no hay razones poderosas para obligar a emitir un voto, que en resumidas cuentas significa formular una opinión. No votar sería, dentro de esta concepción, quedarse callado. En esta concepción, la democracia (como simple suma de preferencias) se iguala al mercado: Los candidatos y sus programas son bienes que se ofrecen, “mercancías” que se “venden”, y cada ciudadano decide si las compra o no. Pero la democracia no es un mercado, y el acto de votar no es un acto de consumo.
Peña insiste en que hay otra forma de concebir el voto: pensando la democracia no como un simple mecanismo para sumar lo que cada quien elige, sino como un mecanismo que fuerza a participar para definir qué rumbo seguir. Sí, como los ciudadanos somos distintos de los consumidores, el sentido de la democracia es construir un proyecto común mediante el diálogo y la participación de toda la ciudadanía. Utopía pura, pensarán muchos. Sin embargo, esa aspiración es una razón de peso para que los ciudadanos nos sintamos obligados a expresar nuestra postura mediante el voto. Peña argumenta que si se desea vivir en una comunidad que, pese a obvias deficiencias, intenta un autogobierno democrático, lo menos que puede hacer es contribuir a la formación de la voluntad común, mediante el diálogo y la participación. Y en esa lógica, el acto básico y más obvio de participación es el voto.
Al exhibir groseramente su escaso interés por satisfacer las necesidades políticas de la ciudadanía, los partidos irritan y decepcionan. Pero, ante esa situación, ¿de qué sirve no votar o anular el voto? No votar es callarse, y callarse es conceder y, en cierta forma, avalar. Pero, si en lugar de expresar nuestra preferencia ideológico-política se acude a las urnas a cancelarla como forma de castigo o de protesta, ¿se logra algo? La anulación del voto, ¿preocupará a los políticos, hará que recapaciten? No lo sé. Lo que temo es que incida en el rumbo ideológico-político de la realpolitik.
El acto de ir a la casilla y cruzar toda la boleta significa creer que todos los partidos son iguales, que lo que proponen todos es lo mismo. Y eso no es así. Aunque las prácticas de la mayoría de los políticos son aterradoras, todavía hay ciertos límites ideológicos y políticos, hay izquierda y hay derecha, hay conservadores y hay liberales, hay posturas distintas y compromisos diferentes. La reacción de “todos son iguales”, acompañada de una gran decepción y una inmensa rabia, impide ver las consecuencias, algunas probablemente peores, que implicarían ciertos triunfos.
He escuchado a amigas feministas anunciando que anularán su voto y a gente conservadora alentando a votar. ¡Vaya dilema! Si los izquierdistas anulan y los derechistas votan, ¿qué futuro nos espera? Sacarse el enojo y el desencanto que han producido los desastres del PRD con la abstención o la anulación del voto es como hacerse harakiri. No votar o anular el voto es regalar el triunfo a los ganadores, sean quienes sean. Por eso, si se reflexiona sobre las consecuencias de que triunfen los adversarios, tal vez se considere “votar en contra de” en lugar de “votar a favor de”.
Por mis prioridades políticas, hago memoria y recuerdo qué partido ha estado poniendo trabas a las cuestiones que me parecen fundamentales y cuál ha impulsado las que me resultan indispensables. Tengo muy presentes avances cruciales ubicados en el campo de los derechos humanos de las mujeres, y sé muy bien qué partidos están obstaculizándolos a nivel nacional. Por eso, pese a todo, yo sí voy a ir a votar.
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