Símbolos del 24 de septiembre
MIGUEL áNGEL GRANADOS CHAPA
Las sesiones de las cámaras del Congreso de la Unión el jueves 24 de septiembre fueron insólitas hasta convertirse en simbólicas, emblemáticas. Como si se tratara de una pieza dramática –o una tragedia, sería mejor decir–, en Xicoténcatl y en San Lázaro se desplegaron protagonistas y modos de ejercer el poder en México que lo mostraron al desnudo, en su cruda fealdad carente de afeites.
En el Senado fue ratificado el nombramiento de Arturo Chávez Chávez como procurador general de la República. Por la insolencia con que fue designado el nuevo funcionario, por la fuente real del nombramiento, por el desdén a la ciudadanía chihuahuense y mexicana, así como a la opinión pública internacional, por la forma en que se fraguó la aquiescencia senatorial y por sus imaginables y perniciosos efectos, la designación de Chávez Chávez es autocrática. El poder se sirvió a sí mismo, en vez de ser ejercido en beneficio de la sociedad.
El origen de ese nombramiento está en la fragilidad del gobierno encabezado por Felipe Calderón. Tiene que compartir el mando político y administrativo del país con Elba Esther Gordillo y con Diego Fernández de Cevallos. El ISSSTE, la Lotería Nacional, la Subsecretaría de Educación Básica de la SEP y ahora un cargo en el IFAI son las posiciones más visibles del gordillismo, constituyen la parcela gubernamental que fue escriturada a la presidenta del SNTE para que la explote como cosa propia. Es el pago por los servicios prestados a la causa calderonista. De no ser por ella, por el Consejo Coordinador Empresarial, por Vicente Fox y por las autoridades electorales, Calderón no sería presidente.
Fernández de Cevallos, pese a su aparente retiro de la política activa, es un factor poderoso dentro del PAN. Constituye, además, el vínculo entre ese partido y Carlos Salinas de Gortari –que actúa en diversos espacios–, así como con un sector importante de los empresarios. Eso lo puso en posición de reclamar un coto de poder, que comenzó a ser habitado por Fernando Gómez Mont, secretario de Gobernación tras la muerte de Juan Camilo Mouriño. A partir de allí, muy poco tiempo después de su arribo al gabinete, el dieguismo pretendió ocupar otro ámbito, singularmente suculento para litigantes de relevantes casos penales: la Procuraduría General de la República.
La decisión de echar a Eduardo Medina Mora y sustituirlo por el chihuahuense Chávez fue asumida por lo menos en enero de este año. Cuando supuse que era inminente, anuncié el relevo en la Plaza pública de Reforma. El aviso falló sólo en cuanto al momento, pues se demoró considerablemente. Pero al fin septiembre trajo lo que se atoró en los meses anteriores. Designar a Chávez fue una decisión admitida por Calderón, no concebida por él. Chávez será procurador a despecho de su fama pública, especialmente opaca y hasta turbia en los dos años en que fue procurador de Chihuahua. No es asunto de maledicencia pueblerina, de enconos entre grupos aldeanos. Los hechos que configuraron esa mala reputación constan en documentos elaborados al cabo de investigaciones escrupulosas. Entre ellos sobresalen una recomendación de la CNDH cuando la encabezó la doctora Mireille Roccatti y un rotundo informe de la Comisión de Expertos Internacionales de la Oficina de la ONU Contra la Droga y el Delito, que realizó una investigación sobre los feminicidios en Ciudad Juárez. En este documento no se menciona a Chávez Chávez por su nombre pero se citan dos casos de averiguaciones iniciadas en 1996, siendo él titular de la procuraduría estatal. Cuando dejó ese cargo, más de dos años después, continuaban abiertos los procesos respectivos, lo que denota la flojedad del impulso ministerial. En uno de ellos, por si fuera poco, a sabiendas de que cinco detenidos por la comisión de varios crímenes formaban parte de una pandilla enorme, de casi cien miembros, no se les inició proceso por asociación delictuosa ni continuaron las investigaciones hasta detener al resto de la banda.
Como símbolo señero del desdén del poder a los gobernados, el Senado no recibió a las agrupaciones, algunas de ellas formadas por familiares de las víctimas de Ciudad Juárez, opuestas a que su antiguo procurador local lo fuera de la República. Escuchó al funcionario, que contaba además con valedores en el PRI y el PAN, pero rehusó oír los motivos por los cuales se consideraba que Chávez incumplía el requisito constitucional de contar con buena reputación. Los senadores priistas, que inicialmente parecían tocados por la mala fama de que llegaba precedido el funcionario a ratificar, lo avalaron acríticamente, acaso por un eventual o ya pactado canje de apoyos con el PAN en vista de las varias designaciones en que participará su cámara en las semanas y meses siguientes. Al confirmar así al procurador, los legisladores del PRI hicieron que el Senado retrocediera y perdiera en los hechos un atributo que, por aminorar el peso de la institución presidencial, había sido bien calificado por la sociedad. Cuando se convierte en mero trámite para el que bastara un acuse de recibo, la designación de procurador nos vuelve al presidencialismo arbitrario del pasado.
Una evidencia de esa misma índole corrió a lo largo de la comparecencia del secretario Genaro García Luna en la Cámara de diputados. La obligación del presidente de presentar un informe ante el Congreso, puesto que carece de consecuencias, se ha vuelto una práctica engañosa. La porción correspondiente a las competencias del compareciente en el tercer informe, presentado por escrito, es notoriamente insuficiente. Es parcial, pues no se ocupa de varios meses de 2008 y otros más de 2009. Y su contenido no se corresponde con la justificación para el gasto solicitado para 2010, del que es antecedente obligado.
Ya en vivo, García Luna se abstuvo, casi sin excepción, de contestar las preguntas de los legisladores. No fue extraño, por eso, que nunca agotara su tiempo en los 17 tramos, de cinco minutos cada uno, que tuvo para ese propósito. Como tenía poco que decir, como quería decir nada, le bastaban dos o tres minutos para ese insulso propósito. El resultado fue que no rindió cuentas, no completó la información deficiente del informe escrito. Y a pesar de ello no queda sujeto a ninguna responsabilidad.
Voces hipócritamente pudibundas se escandalizan por la severidad de los juicios que no pocos diputados profirieron sobre García Luna, sobre la insistencia en su renuncia, sobre la grave calificación de asesino que le asestó Gerardo Fernández Noroña. Debe ser un trance difícil ser el blanco de tal enjuiciamiento. Pero es un costo ligero por ejercer el poder sin ningún otro gravamen democrático, como sería estar sujeto a un escrutinio riguroso del que dependiera mantenerse en el cargo.
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