sábado, 3 de julio de 2010

Los campos de Costa Alegre, zona de pobreza extrema y explotación laboral

La vida transcurre entre el hacinamiento, las carencias, la indiferencia y la discriminación

ANALY S. NUÑO

“No tengo ganas de jugar. Yo nunca he jugado, tengo que trabajar para ayudarle a mis papás”, dijo Victoriano Martínez, menor de 12 años que trabaja poco más de 8 horas diarias en la pizca de chile en el municipio de Cihuatlán, faena por la que le pagan menos de un salario mínimo, 40 pesos diarios.

Victoriano -quien vive en una casa de campaña con sus padres y un hermano que ya tiene esposa y tres hijos-, nunca ha ido a la escuela y no sueña con ello.

“No, yo no quiero ir, nunca he ido, y no tengo ganas, ni de la escuela ni de jugar, ya no tengo ganas. Aquí trabajo”.

-¿Cuánto dices que ganas?

-¿Quién te los paga?

-Ahí los recibe mi papá.

-¿Qué haces tú?

-Yo nada más limpio el chile, ella los cosecha y yo los limpio.

-¿Desde las ocho?

-Mmmm sí.

-¿Y a qué hora terminas?

-Pos como a las 6 o después”.

La vida de Victoriano es como la de poco más de 2 mil niños, que con sus familias, año con año recorren cientos de kilómetros desde el sur del país en busca de trabajo en los campos agrícolas de Costa Alegre, zona en la que se asientan por varios meses, principalmente entre noviembre y abril, cuando se dan los cultivos bajos, como la sandía, el pepino, el chile y el jitomate.

Los más de 3 mil migrantes índigenas -hombres, mujeres y niños- provenientes de Guerrero y Michoacán que este año llegaron a los campos agrícolas de Cihuatlán, habitan barracas construidas con troncos de palmera, cartón y plásticos de los empaques de agroquímicos que son utilizados en los cultivos.

Ninguno tiene una cama, muebles o baño, no tienen luz ni agua. Todos viven en condiciones infrahumanas.

“Nada. Aquí no hay nada. Seguro al chingadazo. Aquí no hay seguro, no hay nada. A mí el centro de salud no me gusta, porque cuando yo andaba malo, traía calentura y dijo la doctora ‘no, no, no, venga después, usted no es de aquí’, pos tons (sic) dónde, pues voy y pago”, dijo Martín Martínez, padre de Victoriano.

Martín, índigena mixteco proveniente de Guerrero, se asienta cada seis meses en el predio El Mojote, también trabaja en la pizca de chile y cuando ésta se termina empieza con la cosecha de papaya. Con él se trasladan 11 adultos más, hombres y mujeres, además de los hijos de cada uno, suman un total de 8 menores, de entre los tres y 12 años, no todos trabajan, algunos apenas se están enseñando pues son muy pequeños.

Martín se reconoce como “ciudadano fantasma”, no tiene acta de nacimiento, ni cartilla militar, mucho menos credencial de elector -como la mayoría de los jornaleros que lo acuden a trabajar en temporadas de cosecha-. A pesar de que pasa largas temporadas en las faenas agrícolas no cuenta con Seguro Social ni préstamos, no tiene ningún beneficio, sólo su salario diario equivalente a 150 pesos que se gana tras 8 horas bajo el sol.

Junto a Martín, camina Alfonso, un pequeño de escasos cuatro años, que tan sólo estudió el primer grado de preescolar, sin embargo dejó de ir a la escuela porque la cosecha iba a empezar y luego no iban a encontrar trabajo. Alfonso, quien camina descalzo por las parcelas, carga entre sus brazos una decena de guamuchiles, habla una lengua índigena y español, sus brazos están llenos de llagas provocadas por las espinas de las plantas y los moscos que acechan su piel.

Son las siete de la noche, Sebastiana de la Cruz, con 26 años de edad y ocho meses de gestación, camina agobiada entre las parcelas con un bulto de leña que usará para cocinar el kilo de frijoles que alimentará por una semana a su familia.

Ella junto con Juan -su esposo- y sus tres hijos de ocho, seis y cuatro años de edad, viven en una choza de cuatro metros cuadrados, afuera -junto a un árbol y los contenedores de químicos utilizados en la siembra- tiene una mesa de madera y tres sillas de plástico sin recargadera, adentro tan sólo tiene un par de petates montados sobre tres tarimas de carga que simulan una cama, además de un sobre que con gusto presume, se trata del único estudio que se ha hecho desde el inicio de su embarazo, donde se advierte que el niño tiene 36.5 semanas de gestación, está a punto de nacer y ella apenas se entera.

“Ellos (sus hijos) me ayudan a arrancar el zacate, yo ya no puedo, estoy cansada, con el embarazo me duele mucho mi espalda, aquí atrás, y no tenemos seguro médico, pagamos, no sé cuánto me falta para que nazca ¿Le enseño la foto pa’ que (sic) me diga?”.

Durante la única consulta que tuvo para revisar su estado de salud y el del bebé, el doctor le recomendó tomar vitaminas y alimentarse mejor, sin embargo, su salario y el de Juan apenas les alcanza para mantener una alimentación basada en frijoles, arroz, tortillas y, cada 15 días, carne.

Cerca de las ochoo de la noche, Sebastiana prende una fogata para cocer un kilo de frijoles, pero unas gotas de agua que comienzan a caer le avisan que esa noche tal vez no cenarán, pues la tormenta prontó apagará el fuego de la leña que se encuentra a un metro de la puerta de su choza.

“Aquí andamos desde hace 10 años, cambiamos a veces a otros campos donde hay mucho fruto, pero ahí hay mucha gente, ellos viven para allá, hay muchos pero yo no los cuento. Me quedo aquí porque no tengo para pagar la renta, aunque me da miedo cuando llueve y hace viento se vuele eso (lámina que utilizan como techo), y qué le vamos a hacer... a ver si alcanzan a estar los frijoles”.

Al igual que Victoriano, los tres hijos de Venustiana como los más de 2 mil niños que se enrolan como jornaleros agrícolas en los campos, no asisten a la escuela, no tienen derecho a la salud, no juegan porque tienen que enseñarse a cosechar, sufren la indiferencia y discriminación y tienen todos sus derechos a la infancia violados.

Al igual que Victoriano, los tres hijos de Venustiana y los más de 3 mil jornaleros que cada año acuden a los campos de Costa Alegre viven en pobreza extrema, lo que los hace enfrentar problemas de salud por la precariedad de agua y las condiciones de insalubridad que viven día a día. Problemas que van desde el inadecuado consumo de alimentos, la desnutrición o enfermedades epidemiológicas, respiratorias, gastrointestinales y las producidas por la exposición a plaguicidas y otros tóxicos.

Fuente: La Jornada de Jalisco
Difusión: soberanía popular

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