Culiacán, Sin., 14 de agosto.
Angelina mira hacia las montañas. Allá quedaron su tierra, su casa, su vida. Ella es una de las casi 600 personas expulsadas de 40 comunidades en la sierra del municipio de Sinaloa. Para algunos esto es sólo el saldo estadístico de las pugnas entre cárteles desde 2011.
A principios de ese año, un comando del cártel de los Beltrán Leyva atacó la comunidad San José de los Hornos, municipio de Sinaloa, y mató a una persona. Otros atentados provinieron de células del cártel de Sinaloa, que disputa varios municipios a los Beltrán Leyva.
Los pobladores de la zona montañosa quedaron en medio de esta guerra entre organizaciones criminales, que los obligan a sembrar mariguana o a escapar.
Angelina huyó, al igual que 118 familias que viven en Guamúchil, cabecera municipal de Salvador Alvarado, unos 100 kilómetros al norte de Culiacán. Ahí comparte una casa rentada con dos familias. Relata que huyó después de que 30 personas fueron asesinadas en San José del Llano, Ocurahui y otros poblados del municipio de Sinaloa. Para nosotros, Ocurahui era la capital de los ranchos que había alrededor. Ahora no es nada, dice con voz arrugada por la nostalgia.
Recuento de sangre
El 20 de enero de 2012, un comando sacó a tres integrantes de una familia de sus casas en Ocurahui y los mató a balazos. Las víctimas eran madre, padre e hijo. Tres días después volvieron los agresores, al parecer del bando de los Beltrán Leyva. Saquearon, balearon y quemaron casas.
Una pobladora llamó al entonces alcalde, Saúl Rubio Valenzuela, quien ofreció actuar de inmediato. La denunciante lo escuchó decidido y eso la animó. Nada pasó. En abril de ese año se dio muerte a dos varones.
El 27 de marzo de ese año, tres integrantes de una familia volvieron a una zona cercana a Metatitos para recuperar algunas pertenencias. Un comando los asesinó. Otros tres que fueron con una carroza fúnebre por los cadáveres corrieron la misma suerte. Y encima nos insistían que dijéramos que todo lo que sucedía era culpa de los Beltrán Leyva. Pero nosotros sabemos que no, dijo un vecino.
El 25 de mayo, después de que numerosas familias huyeron a comunidades cercanas, entre ellas Surutato, un grupo armado encontró a varios habitantes de Ocurahui que habían dejado sus casas. Los invitaron a una reunión a la que acudirían militares, para resolver los problemas de violencia.
Sólo fueron algunos integrantes de una familia. No había soldados, únicamente hombres encapuchados, armados con fusiles automáticos y uniformes de camuflaje. Querían que regresaran la enfermera, la maestra de la primaria, un comerciante y un médico, para que eso animara a otros. A cambio, los criminales ofrecieron respetar sus vidas, pero tendrían que cultivar drogas y armarse para repeler ataques de algún grupo rival.
No aceptaron y se marcharon. Los encapuchados saquearon y destruyeron muchas de las 97 viviendas que había en Ocurahui.
Algunas versiones indican que en esos actos, atribuidos al cártel de Sinaloa participaron soldados, con el argumento de que los vecinos daban información a habitantes de la comunidad La Sierrita, donde presuntamente tienen fuerte presencia los Beltrán Leyva.
Tres personas fueron asesinadas el 27 de junio de 2012: padre, madre y su hijo, de 17 años, por tratar de volver a sus tierras.
No tengo tiempo
Angelina recuerda cómo sus esperanzas, alguna vez renovadas, se quedaron atoradas en la garganta como piedras filosas.
Llamó al gobierno del estado y logró que le comunicaran al secretario particular del gobernador Mario López Valdez, Malova. El funcionario le prometió enterar al mandatario, quien programó una visita a la sierra para hablar con los desplazados, a mediados de abril.
Un centenar esperaron a Malova en Surutato, uno de los poblados de Badiraguato que en la primera etapa del desplazamiento de familias recibió unas 250 personas procedentes del municipio de Sinaloa. Entre los asistentes había infiltrados sicarios del cártel de Sinaloa, para saber qué decían y quiénes. Eso alimentó la rabia y el terror.
El gobernador fue muy insensible. Esperamos cerca de cuatro horas, para que estuviera sólo cinco minutos. ¿Sabe qué dijo? Que nosotros siempre nos hemos dedicado al narcotráfico, que los hemos solapado y que por eso nos pasa esto, pero que ahora brincamos porque nos llegó la sangre al río. Eso dijo, recordó Angelina.
Esperaban que dijera que los apoyaría, que garantizaría su seguridad. Nada de eso. Una de las afectadas, cuenta, alcanzó al mandatario, le jaló la camisa y éste respondió: No tengo tiempo. Pida una cita en Culiacán. Subió al helicóptero y se fue.
Amargo regreso
El 3 de agosto, cuatro familias desplazadas de Guamúchil pidieron apoyo al destacamento militar ubicado en Surutato, para regresar a Ocurahui y San José de los Hornos. El viento fresco, los pinares y los animales nutren la añoranza. Por eso Guadalupe, Felicia y otros decidieron intentarlo.
Acordaron con los militares que éstos recorrerían la zona y luego pasaría la caravana de desplazados, compuesta de unas 10 personas, entre ellas una mujer de 80 años. Iniciaron la travesía a las 5 horas. Cerca de las 10, cuando estaban a punto de llegar a Ocurahui, los pararon tres jóvenes armados y los hicieron regresar a San José de los Hornos.
Ahí los aguardaban hombres armados. Uno que dijo ser el jefe les reclamó porque avisaron a los militares, y aseguró que la base del 42 Batallón de Infantería le informó que cuatro familias irían ese sábado. Eran unos 20. Los rodearon. El líder accedió a que recogieran sus pertenencias y se fueran.
Cuando llegaron a Ocurahui bajó un banco de niebla. El terror hizo presa de ellos. Desesperados y temblorosos, recorrieron la escuela, sus casas y las de sus parientes. Apenas dieron cinco pasos y regresaron a los vehículos, desde donde tomaron algunas fotos que muestran un páramo entre pinos, una clínica saqueada, una escuela primaria fantasmal y destruida, casas quemadas, con orificios de bala, monte crecido y ausencias. Con un fardo de desesperanza a cuestas, regresaron a Guamúchil.
Estuvimos unas tres horas y nos dimos cuenta de algo: no hallamos de quién cuidarnos y ya no hay nada qué rescatar. Mejor nos regresamos. Condujeron cerca de cuatro horas, hasta Surutato, donde cargaron gasolina. Llovía fuera y les llovía la tristeza por dentro.
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