Por fin, después de no escasos titubeos y anuncios en falso, se remitió al Senado la iniciativa gubernativa de reformas constitucionales en materia de petróleo y electricidad. Se decidió rodearla de una intensa turbonada publicitaria que quizá tendría algún sentido si se previese someterla a referendo, lo que, desde luego, no corresponde a la intención oficial. La publicidad tiene por objetivo implantar en la opinión pública una serie de lemas simplistas y engañosos, que ayuden a tragar la rueda de molino. Un buen ejemplo de esta estrategia de medios se halla en el mensaje presidencial del propio lunes 12, cuyas frases prefiguran el alud de comerciales de radio, televisión y desplegados de prensa que desde la mañana siguiente abruma a escuchas y lectores. Los dos discursos matinales, el mensaje nocturno y el texto de la iniciativa de reforma constitucional son el material que debe ser analizado para formular un juicio sobre la propuesta. Mínimamente, corresponde considerarla trunca, incoherente, errada y falaz.
Trunca, en primer término, porque se limita a proponer la reforma de dos artículos constitucionales pero no contiene las iniciativas de las otras leyes que es indispensable establecer o enmendar para construir el edificio de una reforma energética digna de tal nombre. Es cierto que los discursos y la exposición de motivos de la iniciativa aluden a algunos de los elementos que informarán las propuestas ahora faltantes, pero lo hacen de manera selectiva, insuficiente e incompleta. De hecho, se solicita al Congreso expedir la carta blanca de una reforma constitucional sin dar a conocer el andamiaje legal completo del que dependerá su verdadera dimensión y alcance. Sería una acción irresponsable del Legislativo aprobar reformas constitucionales sin saber cómo y cuándo va a integrarse el conjunto de disposiciones legales necesario para ponerlas en práctica. La iniciativa no contiene los usuales artículos transitorios que definen qué disposiciones secundarias y complementarias deberán expedirse y dentro de qué plazos tendrá que hacerse. En otras palabras, se pide aprobar un salto al vacío.
De acuerdo con la iniciativa, en materia de petróleo y otros carburos de hidrógeno, el texto constitucional, además de establecer que no se expedirán concesiones, sólo indica que la ley reglamentaria respectiva determinará la forma en que la nación llevará a cabo las explotaciones de esos productos. En la Constitución no quedaría establecida limitación alguna, todo dependería de la ley reglamentaria y de disposiciones de menor jerarquía. En su curioso discurso de anuncio de la iniciativa, Peña Nieto identificó a los contratos de utilidad compartida como primer elemento fundamental de la propuesta. Entonces, ¿por qué la iniciativa no hace referencia a esta figura? Señalar en el discurso que se preferirán los contratos de utilidad compartida sobre, por ejemplo, los contratos de producción compartida, no garantiza que no termine por acudirse a éstos. Si se decidió establecer en el texto constitucional que no se expedirán concesiones, ¿por qué no estatuir que no se celebrarán contratos de producción compartida? En realidad se desea dejar abierta esta forma de compartir con particulares la renta petrolera, pero se prefiere hacerlo en forma tácita.
La iniciativa también queda trunca en cuanto al régimen fiscal de Pemex. La exposición de motivos se limita a señalar que un nuevo régimen se propondrá como parte de la Reforma Hacendaria y adoptará una perspectiva amplia y de largo plazo. Se requería precisión, era indispensable abordar a fondo este tema, pues se parte de un historial lamentable de expoliación fiscal del organismo, que no puede paliarse con una vaga promesa de superar la visión estrecha de Pemex como generador de ingresos públicos en el corto plazo. Es claro que la alteración del régimen impositivo de Pemex debe conectarse con una reforma hacendaria (sin mayúsculas) amplia y progresiva. Nada garantiza, por desgracia, que así vaya a ser la reforma ni que incluya un trato fiscal adecuado para el petróleo.
Incoherente, al plantear el fortalecimiento y la modernización de Pemex y, al mismo tiempo, abrir la posibilidad de que empresas privadas extranjeras –a las que se reconoce la posesión de recursos técnicos, organizativos y financieros de los que la entidad mexicana carece– contraten con el gobierno la explotación de los recursos petrolíferos de la nación. No es difícil prever un desplazamiento progresivo de Pemex por los contratistas privados, pues los contratos se establecerán de preferencia en las zonas más promisorias, aún no explotadas (aguas profundas y ultraprofundas), o explotables si se desprecian las consideraciones ambientales (aceite y gas de lutitas). ¿Qué corporación petrolera o qué empresa de servicios querrá contratar con Pemex si se le abre la opción de ir sola (o con sus partners habituales), mediante un contrato otorgado por el gobierno o por la espectral Comisión Nacional de Hidrocarburos?
Errada, en tercer lugar, porque persiste en el rumbo equivocado que se impuso al sector desde la segunda parte de los años 70 del siglo pasado. Desde entonces se le apartó de su misión prístina de actuar como palanca del desarrollo nacional, por la vía de la industrialización, para sujetarla a diversos objetivos cortoplacistas que han ido desde enjugar los desequilibrios de las balanzas comercial y de pagos hasta actuar como caja chica del gobierno federal, proveyéndole recursos para el financiamiento de sus urgencias cotidianas. Se propone que México produzca más petróleo y gas, sin precisar para qué. ¿Para sustituir importaciones de gasolinas y gas? No se anuncian proyectos de nuevas refinerías o plantas de procesamiento ni, mínimamente, métodos de recuperación que reduzcan la quema en la atmósfera. Prever la reducción progresiva de las exportaciones de crudo, para participar como exportadores en los mercados emergentes de petrolíferos y los bien establecidos de petroquímicos, es algo que no imaginan los autores de la iniciativa.
Falaz, finalmente, por su proclamada fijación cardenista. Ésta se presta más al examen siquiátrico que al análisis económico. Reproducir palabra por palabra un texto legal de 1940 y pasar por alto lo que ocurrió después conforma un sofisma monumental. Ya quedó aclarado –por la fuente más autorizada– que el general Lázaro Cárdenas expresó por escrito su convicción de que el espíritu nacionalista de la reforma constitucional del 9 de noviembre de 1940 fue violado en la ley reglamentaria de 1941 que permitió contratos lesivos a la nación. Ese es precisamente el riesgo que ahora se corre.
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