El neovirreinato
Pedro Miguel
Procter & Gamble, Coca-Cola y Repsol, por ejemplo, han dejado algunos indicios, pero se requiere de una investigación minuciosa, con la perspectiva amplia que da la historia, para esclarecer los entramados que, en los hechos, han colocado a los grandes capitales del mundo como superiores jerárquicos de los más recientes habitantes de Los Pinos, y cabe dudar que los historiadores de la Corte se animen a emprenderla. Tal vez algún día conozcamos a detalle la función que desempeñaron los grandes corporativos del extranjero en la selección –e imposición, en su caso– de los gobernantes mexicanos de las últimas décadas del siglo XX y la primera del XXI: los virreyes contemporáneos que han propiciado la transferencia a las transnacionales de la propiedad de los bancos, las minas, los ingenios, buena parte de las telecomunicaciones, lo que queda de los ferrocarriles, la industria alimentaria, la generación de electricidad, los derechos de autor sobre obras de arte y especies vivas de origen nacional, entre otras cosas.
Ahora bien: por exasperante que sea el saqueo de los bienes nacionales, lo más intolerable de este virreinato neoliberal es la sistemática y deliberada devaluación de la gente. En la lógica en la que se nos ha situado, cualquier agente de seguros desarma con facilidad el lugar común de la ética según el cual la vida humana no tiene precio; cualquier empleador es capaz de tasar en una entrevista de cinco minutos el tiempo de una persona –nadie es nada sin tiempo y el tiempo es oro– y las eminencias de la Comisión Nacional de Salarios Mínimos se saben al dedillo el tabulador de precios de los mexicanos según su lugar de residencia. En la medida en que la apuesta del modelo neoliberal criollo ha sido competir en el mercado internacional de carne humana (exportada a través del Río Bravo o comprada in situ por la inversión maquiladora), lo procedente es reducir al mínimo posible el precio de esa mercancía para ampliar al máximo deseable el margen de utilidad de los mayoristas, subcontratistas e intermediarios locales.
Se ha venido restando valor a la población lanzándola al sector informal y a una situación de mera supervivencia, por medio del deterioro planificado de los servicios de educación, salud y transporte, y mediante la reducción regular de sus condiciones de alimentación y vivienda; en aplicación estricta de las leyes de la oferta y la demanda, se le ha abaratado con el mantenimiento de un desempleo enorme (aunque minimizado y disfrazado en las cifras oficiales), y con políticas inamovibles de contención salarial, de supuestos propósitos antiinflacionarios, por más que el mismo poder que las impone con una mano propicie, con la otra (impuestos, tarifas de servicios públicos) abrumadores y masivos incrementos de precios.
Resultados, a la vista: en cifras correspondientes a ingreso, prestaciones, seguridad social y poder adquisitivo, en las dos últimas décadas se ha ensanchado de manera pavorosa la brecha entre un mexicano promedio y un noruego, estadunidense o japonés promedio. Si a principios de los años 80 del siglo pasado valíamos un tercio de lo que valen ellos, hoy la proporción es de un décimo, de un vigésimo, o menos.
El neovirreinato es distinto de lo que había hace un par de siglos: en vez de la Flota de Indias hay movimientos electrónicos bancarios y bursátiles y ya no es necesario el azaroso transporte en galeón para llevarse el oro literal o figurado de estas tierras. El marketing político, el terror sicológico y la hegemonía oligárquica sobre el conjunto de los medios informativos constituyen, en conjunto, un mecanismo de legitimación ideológica más eficiente (es decir, más aplastante) que la religión de Estado, y los criollos económicos de hoy en día no se andan con veleidades independentistas porque los nuevos peninsulares han aprendido a incluirlos, con la generosidad debida, en el reparto del pastel: hay cuarenta o cincuenta mexicanos que valen, cada uno, un dineral.
El desafío de la gesta contemporánea de independencia consiste en invertir esta tendencia, coagulada en estructura de dominación, y reorientar el impulso nacional hacia la restitución y el incremento del valor de la gente en general, no de medio centenar de potentados y de accionistas extranjeros sin rostro; en erradicar la estupidez inconmensurable de minimizar la riqueza central y básica del país, que es su población; en armonizar medios y fines, y en concretar ese proyecto civilizatorio en forma civilizada, es decir, pacífica: los ciudadanos deben ser los beneficiarios de esta transformación, no sus mártires; porque, a pesar de los cálculos de los amanuenses de la Corte y de la inmoralidad mercantil dominante, la vida no tiene precio.
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