viernes, 18 de marzo de 2011

Al borde del precipicio


Al parecer los sufrimientos inhumanos que la guerra contra el narco ha impuesto a quienes habitan las zonas del país, más severamente castigadas por ese fenómeno, no terminarán en un futuro cercano. No se conoce a la fecha un plan concreto y serio que proponga los objetivos y tácticas que habrán de resolver ese problema, y ninguna autoridad se atrevería a aventurar siquiera una fecha probable para la terminación del conflicto. Por el contrario, se advierte en estos días una nueva escalada de violencia: Crímenes cada vez más horrendos y mayor número de bloqueos, batallas urbanas, retenes carreteros, ataques a escuelas, fraccionamientos, lugares públicos, etc. Peor aún, el crimen organizado parece haber retomado la iniciativa y las acciones ahora se dirigen también contra la vida de funcionarios públicos, el transporte de tropas o la misma estabilidad del Estado. La crueldad desplegada en los últimos días tiene traumada, anonadada, paralizada, a la población que la padece desde hace años, e igualmente paralizado al resto del pueblo mexicano, que no alcanza a comprender cómo pudo llegar este país a tal punto.

En las guerras hay, sin embargo, frentes menos espectaculares e igualmente peligrosos que no deben descuidarse. Se trata de esa otra guerra silenciosa, que avanza inexorable en todas las ciudades del país, provocando el cierre constante de toda clase de industrias y comercios y otras consecuencias económicas semejantes, igualmente destructivas. Las Juntas de Conciliación y Arbitraje, distribuidas en todo el territorio nacional, trabajan sin descanso documentando: despidos, “retiros voluntarios” y planteamientos de “conflictos económicos”, equivalentes a actas de defunción de las empresas. El sostén de nuestra sociedad, la economía, se desmorona.

De manera igualmente silenciosa los precios continúan su carrera inflacionaria, mientras el poder adquisitivo de los salarios se derrumba dramáticamente. Los alimentos y las medicinas encarecen desproporcionadamente ante la indiferencia de las autoridades sanitarias, agrarias y económicas, igual que el transporte. Los alimentos de la canasta básica incrementan especialmente sus precios, dañando a los más pobres, sin que esto beneficie siquiera a los campesinos nacionales, sino a monopolistas y acaparadores.

Ante esta situación, el gobierno, lejos de detener la carestía, se ha concretado a aumentar los impuestos, las tarifas de los servicios públicos (agua, energía eléctrica, limpia pública), de gasolinas, gas, aceites, etc., echando con esto fuego al fuego y provocando un mayor empobrecimiento de la población. No aparecen en cambio, por ningún lado, las medidas que intenten evitar o paliar la crisis económica, o corregir la injusticia social que se está generando con la nueva concentración de la riqueza que se suma a la que ya padecía el país desde hace mucho tiempo. Una de las consecuencias innegables de la presente crisis ha sido que el perjuicio económico, o sea, las pérdidas que todos padecemos durante ella son capitalizadas por unos cuantos privilegiados que, contradictoriamente, enriquecen a costa de nuestros empobrecimientos. (Véanse las formidables utilidades que reportan en estos tiempos difíciles, los Bancos “nacionales”, las empresas cementeras, Telmex y muchas transnacionales más.

Tampoco existe política alguna anticrisis: Medidas que moderen la especulación; contengan el aumento de los precios y estimulen la producción (por lo menos en el campo) o mejoren los servicios. El país está así abandonado a su propia suerte.

Como es sabido, desde el principio de la crisis el gobierno recurrió a negar los hechos: “En México no hay crisis”, no nos afectará; “El peso está blindado”; nuestra agricultura es fuerte, la industria pujante, tenemos petróleo, etc. A los primero embates, el discurso no cambió: “Sólo es un catarrito”; “La economía está creciendo, preparada y bajo control”; “Tenemos una reserva histórica en dólares”; “La inversión extranjera prefiere a México”; “El turismo fluye incontenible a nuestras playas”; “Con decisión, pronto derrotaremos a la delincuencia organizada”. Hoy todo eso quedó en el pasado, como simples declaraciones irresponsables de una burocracia ignorante e inepta. ¡Todo salió al revés!

En este cuadro desolador, sólo queda pendiente de mencionar: la corrupción que hoy día abarca todos los espacios y rincones de la estructura del Estado. Hace 65 años ya se hablaba de la falta de probidad de los altos círculos del gobierno federal (Alí Baba y sus 40 ladrones), pero el mal se extendió después a los gobernadores y presidentes municipales que hoy enriquecen sin excepción de la noche a la mañana y con números multimillonarios. ¿Y qué decir de secretarios de Estado, directores de departamento y funcionarios públicos de alto nivel o de empresas descentralizadas, etc. El país, en su peor momento está siendo objeto de un saqueo inclemente y criminal: Los que no manejan dinero “venden concesiones”, “autorizan desmontes, cambios de uso de suelo o talas forestales “sanitarias”, o alquilan las playas nacionales por 100 años, o permiten la destrucción de manglares para construir hoteles, o desarrollos turísticos, siempre a cambio de la consabida “tajada” que los libere para siempre de la esclavitud del trabajo. ¿Cómo lograr así que el país sobreviva? ¿Quiénes lo van a salvar? ¿Los mismos que lo están hundiendo? Surge a la vista la oportunidad de cambiar las cosas en el 2012, pero el Estado ha caído en manos de una clase política que desea perpetuarse en el poder y no le importan los medios para lograrlo. La ciudadanía en cambio, no está organizada. Urge que el pueblo forme partidos auténticos donde no decida una burocracia, sino la auténtica voluntad popular.

Fuente: La Jornada de Veracruz

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