MARTÍN FAZ MORA
Para dar inicio a un proceso de beatificación es necesario, de acuerdo a la normativa correspondiente, como mínimo que haya transcurrido un plazo de cinco años desde la muerte del fiel, aunque el Papa tiene la prerrogativa de saltarse esa norma, como en el caso de Juan Pablo II. La prensa internacional destacó que el proceso del Papa nacido en Polonia es uno de los más rápidos en la reciente historia de la milenaria Iglesia Católica. La prensa hasta acuño el concepto de “turbobeato”.
La beatificación del Papa Juan Pablo II, su rapidez y la sobre exposición mediática, contrastan con otras beatificaciones que aún duermen el sueño de los justos, y cuyos procesos resultan largos y sinuosos. Mucho depende, como lo muestra el caso, de la figura que la propia Iglesia quiera enaltecer como modelo de vida para los católicos.
Hay, en cambio, otros modelos de vida que la jerarquía eclesial no parece tener prisa por colocar como ejemplo de vida para los católicos contemporáneos, aunque también hayan participado del orden episcopal. Es el caso de Monseñor Arnulfo Romero, Arzobispo mártir de El Salvador. Una beatificación que parece incómoda al Vaticano.
Hace menos de dos meses, se cumplieron treinta y un años del asesinato de Monseñor Romero a manos de un escuadrón de la muerte dirigido por los oligarcas salvadoreños -católicos, desde luego-, que intentaban sofocar las luchas populares en ascenso hacia finales de los año setentas e inicio de los ochentas, justo cuando Juan Palo II inició su extenso pontificado.
Monseñor Romero, un tradicional sacerdote conservador de la época, al entrar en contacto con la pobreza, la represión y el sufrimiento del pueblo salvadoreño, modifica su forma de vida y su trabajo pastoral para asumir un papel profético de defensa de su pueblo y de lucha contra la opresión. De a poco, la oligarquía salvadoreña y hasta sus propios hermanos obispos de El Salvador, le abandonan. No irían siquiera a su entierro con una sola excepción.
Inevitablemente, Monseñor Romero y Juan Pablo II, cruzaron sus vidas. Cuando el polaco asumió la jefatura de la Iglesia Católica, el pulgarcito de América -como solía llamarse a El Salvador- sufría una cruel guerra civil y la Iglesia salvadoreña era objeto de una abierta persecución que había costado la vida a varios sacerdotes, seminaristas y agentes de pastoral comprometidos en un trabajo en la línea de la entonces llamada “opción preferencial por los pobres”, impulsada por una perspectiva teológica nacida en el continente, la teología de la liberación. Línea a la que Juan Pablo II y el entonces cardenal Ratzinger, el actual Pontífice Romano, se encargarían de perseguir, acosar y sofocar.
Mientras Juan Pablo II fue un abierto impulsor de los cambios en la Europa del Este, cuya opresión totalitaria vivió en carne propia en su natal Polinia combatió, en cambio, la perspectiva teológica latinoamericana por considerarla influenciada por el “comunismo”. No pudo, Karol Wojtyla, desde su óptica de obispo polaco, distinguir las realidades y necesidades de su patria natal y la de los pueblos latinoamericanos.
Cuando en mayo de 1979, a poco más de medio año que el polaco llegara al llamado Trono de San Pedro, y luego de superar los obstáculos burocráticos de la curia romana para tener una audiencia con el Pontífice, Romero le expuso la situación que prevalecía en su pequeño país, Juan Pablo II minimizó la persecución de la que era objeto la Diócesis de Romero, y sólo atinó a aconsejarle que: Usted, señor arzobispo, debe de esforzarse por lograr una mejor relación con el gobierno de su país… Una armonía entre usted y el gobierno salvadoreño es lo más cristiano en estos momentos de crisis. Ante la fotografía del cuerpo sin vida del sacerdote Octavio García, asesinado meses antes a manos de la Guardia Nacional salvadoreña, y que le mostrara Monseñor Romero con la intención de generar compasión en el Pontífice, sólo atina Wojtyla a preguntar si no era guerrillero, como lo había difundido el gobierno salvadoreño. Romero abandona el Vaticano triste y lloroso, según testimonios de la época.
A Monseñor Romero se le abrió causa para canonización hasta 1994. En la secular práctica de la Iglesia Católica, en caso de martirio, no se requiere milagro para ser beatificado. En el panorama no se vislumbra fecha para su beatificación.
En contraste, como también se ha destacado, en los últimos diez siglos de la Iglesia Católica ningún Papa proclamó beato a su predecesor.
Otro ejemplo, de que ciertas beatificaciones no le resultan incómodas a la jerarquía romana es el de José María Escrivá de Balaguer y Albás, fundador del Opus Dei. Muerto en junio del 1975, fue beatificado por Juan Pablo II el 17 de mayo de 1992 y canonizado el 6 de octubre de 2002. Escrivá y Balaguer murió sólo cinco años antes que Monseñor Romero.
Buena parte del pueblo pobre salvadoreño y muchos católicos latinoamericanos y de todo el orbe, llamamos cariñosamente a Oscar Arnulfo Romero como “San Romero de América”. Le hemos canonizado sin proceso vaticano. No nos incomoda.
Mi hijo menor lleva, en su honor, el nombre de Oscar.
Fuente: La Jornada de San Luis
No hay comentarios:
Publicar un comentario