El Concilio Vaticano II fue ocasión para mostrar los grandes diferendos dentro de la Curia en cuanto al rumbo que debía seguir la Iglesia. La Segunda Guerra Mundial había dejado un mundo bipolar, una Europa devastada, un nuevo Estado judío en lo que fue el protectorado inglés de Palestina y dos guerras en curso enmarcadas ya no en procesos de descolonización, que lo eran, sino en los parámetros del enfrentamiento geopolítico bipolar: (Corea y la primera guerra de Indochina, Vietnam). El bivalente papel de la Santa Sede durante la Segunda Guerra había heredado desajustes mayores y una opinión polarizada sobre el qué hacer frente a la nueva circunstancia.
Con la idea de no evidenciar los discursos contradictorios existentes entre las diversas regiones de la Iglesia, Juan XXIII procuró mantener contacto más directo posible con obispos y cardenales. El gobierno de la Iglesia, la Curia Romana, perdía el sentido del momento. Su sucesor, Pablo VI compartía las preocupaciones de Juan XXIII. Terminado el Concilio en 1965 –dos años después de la muerte de Juan XXIII– Pablo VI creó el Sínodo de Obispos con el propósito de ayudarse en las tareas de gobierno. Tal órgano se forma por obispos elegidos; unos directamente por el Papa sin que rija para ello alguna regla, otros elegidos por las Conferencias Episcopales y por representantes de los institutos religiosos acotados a un carácter de órgano consultivo no deliberante. Entre otras muchas funciones que realizaba para Juan Pablo II, Marcial Maciel formaba parte de la Asamblea Ordinaria del Sínodo de Obispos y de la Asamblea Especial para América del Sínodo de los Obispos. Sin ser obispo, Marcial Maciel era un operador sustantivo de Juan Pablo II. Su antecesor, el cardenal Luciani, había sido elegido Papa contra todo pronóstico. Se dice que el propio Juan Pablo I se sorprendió porque él mismo era de los que consideraba que los momios apuntaban al cardenal Karol Wojtyla.
Juan Pablo I murió a los 33 días de haber ascendido al trono papal. Las circunstancias siempre han sido objeto de suspicacias que se exacerbaron cuando el Vaticano disculpó la autopsia. Durante los 33 días de su pontificado se hablaba ya de que se encontraba aislado. Tres de sus secretarios se vieron pocos años después involucrados en el escándalo del Banco Ambrosiano y en la difusa secta masónica P2. Por ejemplo, su secretario de Estado el cardenal francés Jean Villot estuvo a cargo de disculpar la autopsia. A quien Marcel Lefevre acusó de haberlo obligado a firmar un documento contra el papa Pablo VI.
El hoy beato llegó al pontificado en tiempos de la exacerbación de la Guerra Fría, justo antes de dar inicio la bivalente política de Détente. Juan Pablo I, Pedro de Albino Luciani, sostenía posiciones que continuaban en el espíritu del Concilio Vaticano II. Varios vaticanistas lo califican incluso como revolucionario. Parecía claro habría continuidad con Juan XXIII y Paulo VI. El repetido vínculo de seguidores de la teología de la liberación con movimientos de reivindicación nacional y social en Latinoamérica tenía necesariamente que resultar incómodo al establishment estadounidense y a la así llamada comunidad de inteligencia. Hacía apenas cinco años de los golpes militares de Chile y Uruguay, y dos del de Argentina. A tres años de la derrota estadounidense en Vietnam, Argentina, Uruguay y Chile se sumergían en el oscurantismo del terror de Estado y en el éxodo de sus inteligencias.
La Teología de la Liberación era una incomodidad equivocada que debía ser revertida. Para acuerpar la acción política puesta ya en marcha desde el inicio de su reinado, Juan Pablo II encargó en 1984 y 1986 dos estudios sobre la Teología de la Liberación a la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, para entonces ya a cargo de Joseph Ratzinger. En 1987 el Papa realizó su trigésimo tercer viaje pastoral. Lo dedicó a Argentina, Chile y Uruguay.
Con Juan Pablo II el poder se concentraba en cinco personajes. El arzobispo Stanislaw Dziwisz, a quien se señala como la cabeza del grupo de polacos que rodeaba entonces al Papa. El cardenal Joseph Ratzinger, durante más de dos décadas al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe. El secretario de Estado, cardenal Angelo Sodano; el cardenal Julián Herranz, español, presidente del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos; y el cardenal Giovanni Battista Ré, presidente emérito de la Pontificia Comisión para América Latina. Al ser Latinoamérica el último bastión verdaderamente significativo del catolicismo romano, el papel de Ré difícilmente podía ser más significativo.
Algunos observadores habían señalado incluso antes de la enfermedad de Juan Pablo II que el poder se residía entre esos cinco cardenales, no en Juan Pablo II.
Otra distinción del pasado pontificado es el vínculo con el Opus Dei. Éste financió al sindicato Solidaridad, como muy probablemente haya hecho también la Legión de Cristo. El vínculo papado Opus Dei es mucho menos notorio que con la Legión de Cristo pero ha sido expuesto en el libro de Giancarlo Rocca El Opus Dei. Apuntes y documentos para una historia donde publica 53 documentos fechados entre 1934 y 1983 que ofrecen pruebas de su control de la jerarquía y sobre actividades económicas de la Santa Sede. En 1992 el Vaticano beatificó a Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei.
En Latinoamérica destacan nombramientos como el cardenal Pío Laghi. Nuncio apostólico en Argentina durante los años de la dictadura. Reiteradamente ha sido señalado como cómplice en el silencio eclesiástico frente la desaparición de miles de personas. En Chile, el nuncio apostólico era nada menos que el después muy poderoso cardenal Angelo Sodano, quien mantuvo con Augusto Pinochet una amistad duradera, incluso después de que fuera llamado de vuelta a Roma. Sucedió a Ratzinger en el Colegio Cardenalicio cuando éste fue nombrado decano. Después de la nunciatura en Chile que duró hasta 1988, Sodano fue nombrado secretario de Estado Vaticano en 1991. Lo fue hasta la muerte del Papa. Incluso ocupó al mismo tiempo los cargos de secretario de estado y decano. Su estancia en Chile se caracterizó por la gestión y presión frente a la Iglesia chilena para contener o por lo menos matizar sus críticas al régimen por la violación sistemática a los derechos humanos además de impedir que los miembros de la iglesia chilena participaran en la defensa de derechos humanos. Opuesto desde luego a la teología de la liberación era claro favorecedor del Opus Dei y de los Legionarios de Cristo.
Hacia fines de enero de este año, el cardenal Rivera Carrera fustigó como hipócritas a quienes criticaban la eventual beatificación de Juan Pablo II. Con cierta dosis de candor dijo de los críticos “seguramente son perfectos quienes no reconocen ni sus pecados ni menos necesitan de la misericordia de Dios”. No era ese el problema, sino la vinculación entre el papado y la cobertura por décadas al sociópata Marcial Maciel, a quien el Vaticano al final terminó por reconocer como criminal. Lo demás, el vínculo con los regímenes criminales del continente pesa bastante menos que la protección a la pederastia clerical.
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Fuente: La Jornada de Veracruz
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