Vivimos tiempos anticivilizatorios. Asistimos al retorno del capitalismo depredador y salvaje. El llamado a la violencia, como ideología del darwinismo social de libre mercado, ha barrido con toda cohesión social. Inmersa en un proceso de autodestrucción, la sociedad está atomizada. En la selva social domina el derecho del más fuerte y el más apto. En México, la lucha de todos contra todos que se desploma sobre la sociedad ha derivado en una catástrofe humanitaria. La sociedad se ha convertido en un compuesto amorfo de etnias, tribus, mafias, pandillas y organizaciones criminales de todo tipo, incluidas las empresas, los poderes fácticos y sus facciones políticas subordinadas –verbigracia el pacto por México–, que han venido agitando la lucha de clases de manera implacable contra los trabajadores.
Elevada a religión, la fe neoliberal –que no es ni neo, ni liberal– ha activado tendencias antilustracionistas, sumiendo al país en una profunda crisis. La crisis fuerza la comprensión y obliga a tomar una posición crítica frente a la devastación global. El análisis y la deconstrucción radical de la fe equivocada son la condición sine que non para el conocimiento y la eventual reorganización de la vida social. Sólo la crítica radical puede poner límites y detener a un poder que ha sido secuestrado en México por un puñado de plutócratas (los megamillonarios de la revista Forbes), en el marco de un Estado de tipo delincuencial y mafioso. Un Estado cleptocrático –es decir, gobernado por una banda de ladrones–, producto histórico de un capitalismo familiarista, amoral y colusivo, generador de la balcanización de la administración pública.
De allí la necesidad de ejercer el pensamiento crítico disruptivo –y la movilización patriótica, como hacen hoy quienes se oponen a las contrarreformas educativa y energética–, como forma de enfrentar el discurso ahistórico, dogmático y cínico de una clase política facciosa, parasitaria y autorreferencial (que hace a un lado la voluntad popular en violación del 39 constitucional), que junto a una tecnoburocracia igualmente servil y funcional a los amos de México, ejercen de facto un poder fetichizado, con apoyo de intelectuales orgánicos y comunicadores abyectos cuya misión es imponer una cultura de la obediencia, generar sumisión al orden establecido, bloquear la rebeldía.
El ejercicio del poder como dominación, con la consiguiente corrupción de la política y los políticos, bajo la fachada de una democracia cleptocrática-oligopólica (como cascarón de un sistema autoritario y violento al servicio del capital trasnacional), fue acompañado por el secuestro de las instituciones por una colusión neopatrimonialista de empresas y partidos, cuyo resultado es una representación política al servicio de lo privado, previa eliminación de lo público convertido en mercado.
Todo poder tiene como prerrequisito la violencia e implica dominación, fuerza, explotación. En la historia se manifiesta como la lucha entre el amo y el esclavo. El amo manda, el subordinado obedece. El poder real –ergo, los señores del dinero– hizo a un lado a la comunidad, al pueblo, y se apropió del Estado-nación. Ese poder se fetichizó y todo lo corrompió. En ocasiones, ese poder domina con la fuerza bruta; con el ejército y la policía e incluso con grupos paramilitares y mercenarios. En otros períodos usa las elecciones como mecanismo administrativo de control, domesticación y aturdimiento de las mayorías, en el marco de un conflicto de clases que pretende ser ocultado mediante significantes que construyen creencias, saberes, valores, mitos, doctrinas, paradigmas y fantasías al servicio de la dominación.
Ese poder manufactura estrategias y prácticas colusivas entre banqueros, empresarios y políticos; prácticas extorsivas y feudales en el corazón de la modernidad, y discursos enajenantes, encubridores de la realidad, perpetuadores del statu quo. Es lo que intenta hacer la propaganda mentirosa y de saturación del régimen de Enrique Peña, en su primer informe de (des)gobierno ahora.
Como sostiene el michoacano Rafael Mendoza Castillo, ningún concepto es inocuo. Ninguna palabra es inocente o neutral. Todo concepto, palabra o lenguaje conllevan una intencionalidad y significados dirigidos a fabricar ilusiones necesarias, realidades distorsionadas. También el adoctrinamiento de las masas como simples espectadoras de la acción, eso que Noam Chomsky describe como la ingeniería del consenso para el control elitista de una sociedad de consumidores, que ha cedido el acto de pensar y de actuar a un sistema que genera imaginarios colonizadores del yo; que ajusta la conciencia para que funcione un orden social-conformista.
En ese contexto se libra la disputa por la educación, como expresión de una puja antagónica entre el modelo neoliberal de mercado, con sus parámetros de eficiencia, calidad y evaluación (de importación made in OCDE y Banco Mundial), y una educación humanista, autonómica, emancipadora. La opción debe ser a favor de una pedagogía crítica, impulsada y defendida por educadores libres, por maestras y maestros erguidos, dignos y contestatarios, como los que se movilizan en las calles del Distrito Federal bajo la sombra de un cuasi inminente golpe de mano neodiazordacista.
Sometidos a una campaña de linchamiento mediático por los policías del pensamiento único, quienes protestan en las calles buscan transformar las actuales relaciones de la dominación plutocrática. Ante el juego perverso del poder, y dado que la neutralidad en lo social es una ilusión, es hoy necesario comprender, entender e interpretar la realidad, para transformarla; hay que romper con el domesticado consenso pactista y crear un contrapoder de los de abajo, de los explotados y excluidos. Un doble poder contrahegemónico, con base en el pensamiento crítico y una acción política constituyente, liberadora. Y como dice la CNTE, retomando a Brecht, informémonos, eduquémonos, humanicémonos.
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