MÉXICO, D.F. (apro).- La injerencia de Estados Unidos en las decisiones fundamentales del país nunca fue un problema de Estado para Felipe Calderón. El mandatario panista les abrió a los estadunidenses las compuertas, los archivos, la inteligencia en materia energética, de seguridad nacional y de grandes negocios en México.
Su problema fue que los demás se enteraran del poco aprecio que Washington tenía frente a su osada y fallida “guerra contra el narco”. O que, efectivamente, lo vieran como un mandatario débil y espurio y, por tanto, más vulnerable a las presiones del imperio.
Calderón se indignó con el embajador Carlos Pascual cuando Wikileaks reveló cables del Departamento de Estado, donde el procónsul, quizá el más astuto de los últimos años, mandó un duro archivo en el que consideraba un fracaso la guerra calderonista, mientras le sonreía en Los Pinos al primer mandatario.
El berrinche calderonista le costó a Pascual su estancia en México, pero no sus relaciones. Pascual es pareja sentimental de la hija de Francisco Rojas, exdirector de Pemex (durante ocho años) y actual director general de CFE. Con información privilegiada, Pascual se dedica ahora a promover entre inversionistas de Estados Unidos el sector eléctrico y energético mexicanos.
Ahora, Calderón vuelve a rasgarse las vestiduras desde su cuenta de Twitter. Incapaz de la más mínima autocrítica, Calderón, el mismo que le cedió el poder al Grupo Atlacomulco, a Televisa y al PRI, critica lo mismo la reforma fiscal que el mal desempeño de la selección mexicana de futbol. Y, desde el lunes 21 de octubre, reclama una “enérgica protesta” ante Estados Unidos por las recientes revelaciones de Der Spiegel.
La revista alemana publicó parte de la mina de oro que poseen el periodista Greenwald y el exagente Edward Snowden sobre las estrategias de ciberespionaje del gobierno de Barak Obama y de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA).
El “goteo” informativo ha dejado muy mal parados a los estadunidenses, pero también a Calderón y a su sucesor Enrique Peña Nieto.
Ambos aparecen como piezas débiles frente al continuo espionaje de Estados Unidos en los círculos más íntimos del panista y del priista. Cuando la cadena televisiva brasileña O’Globo difundió que la NSA investigó al equipo de campaña de Peña Nieto, el gobierno federal fue tan tibio que más parecía una queja de trámite. El canciller pidió que el gobierno de Obama investigara. ¡El mismo que espió será juez y parte!
A Peña Nieto y a su equipo no les preocupa que los espiaran, mucho menos que Estados Unidos conozca hasta el último pozo petrolero mexicano. Su temor es que se sepa qué información privilegiada obtuvo la NSA a través de la intercepción. ¿Negocios? ¿Problemas de salud? ¿Vínculos de corrupción con algunos poderes fácticos?
La reacción de la cancillería ha sido tan inocua como hipócrita. Frente a la reiterada intercepción ilegal de Estados Unidos hacia las comunicaciones mexicanas, el gobierno de Peña Nieto persiste en entregarle a consorcios informáticos de Estados Unidos todo el control de la Big Data mexicana, de todos los archivos digitales, correos y cuentas de la administración pública a Google (empresa donde fue reclutada Alejandra Lagunes, el nuevo “cerebro” del poder digital en el gobierno peñista). Google fue señalada por Snowden como parte de la gigantesca y poderosa red de espionaje estadunidense, al igual que Facebook, Microsoft o Apple.
Lo mismo hizo Calderón. Abrió los archivos de Plataforma México, del SAT, de Pemex, de la SEP y de muchas dependencias al fisgoneo de empresas claramente vinculadas a redes de espionaje y quizá del crimen organizado.
Seguramente creyó Calderón que no volvería a ser exhibido. Pero no fue así. Der Spiegel reveló que la operación Flatliquid le permitió a la NSA tener acceso a la información “encriptada” de la presidencia de la República y de buena parte del gobierno federal.
En Twitter, Calderón dice que habló con el canciller José Antonio Meade (su exsecretario de Hacienda) para que “transmita mi más enérgica protesta por el espionaje del que fui objeto”.
¿Por qué no renuncia a su beca en la Universidad de Harvard si el expresidente está tan indignado? ¿Por qué si considera que se trata de un “agravio a las instituciones del país” no nos comparte hasta dónde llegaron los acuerdos con el gobierno de Barack Obama? ¿Por qué demanda de la administración sucesora una actitud enérgica cuando la suya fue de berrinches y sin acciones contundentes frente a la creciente injerencia de Estados Unidos? ¿Acaso no fue durante su gobierno cuando se permitió que, al menos 11 agencias estadunidenses operaran con manga ancha en el país, desde la DEA, la CIA, el FBI, la Agencia de Aduanas, el Pentágono y la misma NSA?
¿Qué fue lo que negoció Calderón con Washington a cambio de su silencio? ¿Qué negoció también el gobierno de Peña Nieto? Si no responden a estas preguntas, sus “enérgicas protestas” son sólo llamaradas diplomáticas o actos de hipocresía.
No es el espionaje lo que les preocupa sino el contenido de lo espiado. Y eso es lo que convierte a Snowden y a Greenwald en enemigos públicos muy peligrosos no sólo para Washington sino para los dos últimos gobiernos federales.
Si algo positivo puede traer esta serie de revelaciones y escándalos por venir es que, al fin, conoceremos parte de la entraña de la hipocresía de las relaciones entre los dos últimos gobiernos mexicanos y la administración de Barak Obama.
Ambos van por el control del ciberespacio y de las redes sociales. Ambos son Big Brothers nerviosos que han sido descubiertos con la peligrosa rendija que abrió Snowden con sus revelaciones.
Twitter: @JenaroVillamil
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