miércoles, 14 de enero de 2009

La violenta paz de Benedicto XVI



JAVIER SICILIA

El mensaje de principio de año que Benedicto XVI dirigió con motivo de la Jornada por la Paz ("combatir la pobreza es construir la paz"), mensaje que como una cámara de resonancias se escuchó en todas las iglesias del mundo, asombra. No sólo contradice una de las fuentes fundamentales del cristianismo, la propia pobreza -tan relevante como el amor-, sino también un mensaje de profunda sabiduría evangélica que surgió de la vida y los labios de un hindú que escuchó a Cristo con el corazón, Gandhi: "Si quieres erradicar la miseria, cultiva la pobreza".

Desde la encarnación -esa fiesta que acaba de celebrar el mundo cristiano-: el empobrecimiento, la kenosis de Dios en la carne de un niño, hasta la crucifixión -que es ese mismo empobrecimiento de Dios en la condenación y la muerte-, pasando por las Bienaventuranzas, la parábola de los lirios del campo, las invectivas contra los ricos que nunca podrán pasar -como lo haría un camello- por el ojo de una aguja, el amor, en el mundo de Cristo, está cosido a la pobreza como el anverso al reverso.

Por ello, cuando la Iglesia católica, por voz del Papa -uno de sus más altos teólogos-, hace un llamado para "combatir la pobreza", alarma. Su lenguaje bélico para la construcción de la paz ya ni siquiera tiene el talante bélico de la época en que, reconocida por Constantino, se volvió imperial y al cristianizar la pax romana permitió al propio Constantino transformar la Cruz en ideología, a Carlomagno justificar el genocidio de los sajones y a Inocencio III imponer por la espada la supremacía de la catolicidad. Se ha vuelto peor. Su lenguaje bélico es el mismo de los planificadores modernos que al proponer la paz hablan de "estrategias" para el desarrollo, de "guerra" y "lucha" contra la pobreza, y de "campañas" contra el subdesarrollo.

Si al volverse imperial la Iglesia se contaminó de la fuerza bélica del Imperio y perdió de vista la paz de Cristo, hecha de la debilidad de la pobreza que es don de sí, desde el nacimiento de la era industrial, que tiende a reducir todo a un patrón de producción de mercancías, servicios y consumo, la Iglesia se ha contaminado de la paz económica, una paz que, rompiendo las formas culturales en las que ella se expresa entre los pobres, se exporta y, como la antigua pax romana o la paz de las élites dirigentes desde Constantino, se impone a todos. Exportar e imponer la paz económica para "combatir la pobreza" es destruir las atmósferas culturales en las que la verdadera paz aún florece y transformarla en monopolio del poder. De ahí el lenguaje bélico con el que se expresa la paz del desarrollo globalizador, lenguaje que el Papa, contradiciendo no sólo su gran saber teológico, sino la base fundamental del cristianismo y de su fe, hace suyo y de la Iglesia. Sus buenas intenciones sólo encubren la guerra de la paz económica, cuyos costos en miseria humana y ambiental vemos emerger día con día.

Los arados de los ricos, esos arados que el Papa elogia al querer domesticar la inmoralidad de la globalización para construir la paz mediante la guerra a la pobreza -"testigo de Dios en la tierra", según Bernanos-, son tan devastadores como sus espadas. En la evidencia de lo inmediato los camiones y aviones de la paz globalizada han resultado tan dañinos como los tanques y los aviones de guerra estadunidenses. El mundo, bajo esa paz, se ha convertido en un mercado masivo para los bienes, los productos y las formas de procesamiento diseñadas por y para los ricos, en donde los pobres, destruidos en sus formas ancestrales de vivir y despojados de sus tierras, dejan de ser pobres para volverse hordas de miserables que engruesan las filas del infierno del desempleo, de la explotación o de la delincuencia.

Al hablar como lo ha hecho, el Papa, lejos de mostrarnos ese modelo cristiano -cuyo rostro más acabado está en el Cristo siempre pobre, en las comunidades cristianas de la primera época, en la vida monástica, en las Reducciones del Paraguay, en las maneras pobres de los pueblos agrarios, en los límites del mundo creado por Dios-, elogia las fábricas, los medios de comunicación, los bienes y servicios enlatados por los ricos, el perfeccionamiento de la producción y el consumo indoctrinado por las virtudes liberales y marxistas. Con ello, y contra lo que sabe, empieza a creer y a hacernos creer que el mundo económico de la globalización, que ha modelado soluciones patentadas para satisfacer necesidades creadas por él, ha sido configurado por el Creador y que esa economía, esa forma de la guerra moderna, si se ejerce correctamente, puede destruir la pobreza y traernos el paraíso.

La Iglesia -y las palabras con las que el Papa abrió el año lo dejan entrever con horror- se ha contaminado de mundo, del mysterium iniquitatis del que habla la segunda epístola a los Tesalonisenses. Si el Papa, y la Iglesia con él, no vuelven su mirada al Cristo desnudo y, a partir de allí, a defender la pobreza y sus maneras diversas de encarnarse en el mundo; si a partir de allí no cultivan la pobreza y con ella hacen una crítica profunda del mundo económico y su guerra, la paz de Cristo, la paz del pobre, habrá desaparecido para siempre del mundo y, con ella, la posibilidad de lo humano, el sentido de la Iglesia y el rostro de Cristo entre los hombres.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.

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