Viernes, 24 de Diciembre de 2010 00:00
Escrito por Guillermo Knochenhauer
La guerra que le declaró Felipe Calderón a la delincuencia organizada ha puesto al descubierto –y ha profundizado– la ineficacia por corrupción del sistema de procuración de justicia, incluidas casi todas las policías, ministerios públicos, jueces y cárceles.
La guerra al narco ha aportado demasiados hechos que comprueban la inoperancia de la justicia, lo cual no deja a nadie indiferente: el primer efecto perverso que provoca es que la ciudadanía se convence cada vez más de que lo que impera en México es la impunidad.
El segundo efecto es el deterioro de las instituciones y el tercero, es la difusión y arraigo en muchas personas de la idea de que se puede delinquir sin sufrir mayores consecuencias.
Al hacerse evidente la ineficacia de todo el sistema para aplicar la justicia, se va profundizando la desconfianza social en la ley y lo que es peor, va cundiendo la percepción de impunidad y la inclinación de muchos, sobre todo de aquellos en quienes la violencia ha estado presente en su vida familiar y entorno social, a desenfrenar su propia capacidad violenta.
Más de treinta mil muertes entre narcotraficantes, comprendido un diez por ciento de civiles inocentes, según estimó el presidente, sin que ninguna haya sido objeto de averiguación como manda la ley que debe hacerse por oficio, deja la percepción de que en México se puede matar sin ser perseguido por la ley y si eso es posible, también se puede extorsionar, secuestrar, robar o mentir con la misma impunidad.
Calderón le declaró la guerra a los delincuentes mejor organizados sin medir las consecuencias que el deterioro institucional resultante tendría en la predisposición conductual de mexicanos que han sufrido abusos, marginación, violencia física y sicológica, a ejercer ellos mismos una conducta antisocial.
Son millones de mexicanos quienes han padecido tales condiciones. Muchos de ellos tienen predisposición a comportamientos antisociales que ahora, en ausencia del respeto a la ley por la percepción de que las autoridades están perdiendo la guerra y en muchas situaciones se les ve francamente rebasadas, se inclinan a cometer actos delictivos.
La condición (ausente por completo) que evitaría este nocivo efecto es que el enfrentamiento por la fuerza a los delincuentes estuviera acompañado por acciones punitivas en las más altas esferas del poder político y económico: gobernadores, secretarios de gobierno, legisladores, algunos empresarios.
Ningún gobierno de los países penetrados por el narcotráfico –Estados Unidos, muchos europeos y asiáticos– le han declarado la guerra porque no están dispuestos a combatirlo en sus verdaderas fuentes de poder, pero tampoco se les ocurre convertir sus calles y ciudades en campos de batalla con el único resultado posible, que es el agotamiento de las instituciones.
Otro efecto perverso del avance de la delincuencia, es la inclinación de mucha gente a armarse para defenderse de eventuales fechorías. Quienes están pensando en eso o ya lo han hecho, han asumido que el Estado es incapaz de cumplir su función esencial de procuración de justicia.
Esa perspectiva se olvida de que el Estado es la sociedad organizada precisamente para establecer y hacer cumplir las normas de convivencia y de solución de conflictos en cualquier causa particular.
Asumir la incapacidad de las autoridades en esa materia, le abre la puerta a la ley de la selva en la que cada quien se puede convertir en víctima o victimario al cumplir tareas que implican uso de la fuerza y violencia que debían ser monopolio exclusivo del Estado.
Al elogiar a la señora Isabel Miranda de Wallace por su determinación y valor para aprehender a los asesinos de su hijo, el presidente Calderón elogió, por extensión, la intervención de particulares en tareas que son responsabilidad exclusiva del Estado.
El caso de la señora Wallace es afortunadamente extraordinario: no sólo demostró que es posible localizar a los criminales cuando se hace una verdadera investigación, sino que no optó por hacerse justicia por propia mano. Su cometido es que la policía sirva y que los jueces juzguen y ese debería ser el propósito central del gobierno, de los legisladores y del poder judicial en el combate a la delincuencia organizada.
Fuente: La Jornada de Morelos
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