lunes, 28 de febrero de 2011

La melancolía de la chaviza


En México abundan los chavos tristes. Y las razones de su tristeza también son abundantes: van desde la falta de oportunidades para ocupar un lugar en el engranaje productivo del país, hasta el desencanto por pertenecer a una familia disfuncional. Millones no estudian ni trabajan; millones van a la escuela pero ni siquiera aprenden a leer y escribir; millones no encuentran nada qué decir de la abstracción matemática, de la imaginación literaria, del dulce paladeo del arte, del embeleso que provoca la naturaleza, del goce de las cosas bellas que nutren la mente. Pocos, muy pocos, llegan a comprender los mecanismos del entendimiento, la sustancia de la que estamos hechos; pero aún así no consiguen trabajo o engrosan la masa de veintitantos millones que perciben sueldos miserables, con jornadas de 60 o 70 horas a la semana. Ni unos ni otros vislumbran en el horizonte un mejor futuro.

Pareciera que los jóvenes están de sobra, que no hay lugar para ellos, que no sirven para nada bueno. Muy lejos ya de ser un tesoro, terrenal o divino, la juventud ha perdido la ilusión de cambiar el mundo. Vacíos de ideales y de esperanzas, ninguneados en la escuela, en el barrio, en sus casas, se llenan de melancolía, se aficionan a las drogas, se deprimen, lloran y reniegan de la vida.

El año pasado, en el Distrito Federal, se suicidaron 190 jóvenes, cansados de sufrir el acoso estudiantil conocido como “bullying”. De acuerdo con estudios realizados por la Asamblea Legislativa del DF, el mayor número de muertes se da entre jóvenes de secundaria, por problemas de “bullying” que arrastran desde la primaria. Se suicidan ahorcándose o cortándose las venas. El “bullying” es la antesala de la muerte o de la delincuencia.

Según la última Encuesta de Consumo de Alcohol, Tabaco y otras Drogas, elaborada en el 2009 por la Secretaría de Educación Pública y el Instituto Nacional de Psiquiatría entre 22 mil estudiantes de la Ciudad de México, las mujeres y los hombres se drogan al parejo.

El uso de la mariguana creció de 4.1 por ciento a 6.2 entre 2006 y 2009 en las estudiantes; mientras que entre los hombres se incrementó de 7.5 a 10.1 por ciento en ese mismo lapso. El consumo de inhalables entre mujeres pasó de cuatro a 7.2 por ciento, frente al ascenso de 4.6 a 7.7 por ciento en los hombres. Y la ingesta de bebidas alcohólicas afecta a siete de cada 10 jóvenes de ambos sexos.

De la mano con el uso creciente de drogas, la chaviza se deprime, deja de comer, vomita cuando come, o engorda hasta reventar y busca ponerle fin a su triste existencia. El 5.9 por ciento de los adolescentes varones y 16.5 por ciento de las mujeres reconocen haber intentado suicidarse una o más veces. Además, 6.2 por ciento del promedio general de los estudiantes revela tener conductas alimentarias de riesgo, pero éste es mayor en las mujeres (7.5 por ciento), principalmente en las adolescentes de secundaria. Asimismo, siete de cada 100 muchachos y 21.6 por ciento de las alumnas señalaron sentirse deprimidos.

Aún con todas sus deficiencias, la escuela es un agente protector, ya que mientras el consumo de sustancias se presenta entre 19 por ciento de quienes acuden regularmente al colegio, entre quienes no asistieron en el año previo aumentó a 30 por ciento.

Si a todos estos problemas gravísimos, le agregamos el desbarajuste de la cosa pública, la inseguridad, el brote y proliferación de enfermedades letales, el consumismo insatisfecho, las dificultades para adiestrarse e insertarse en el mercado laboral, entre tantas calamidades de nuestro tiempo, no resulta difícil entender la tristeza de los jóvenes. Quizás la entendamos, pero no hacemos nada para resolverla.

En uno mis paseos cotidianos por el Parque México, en mi segunda vuelta al circuito, llamaron mi atención dos jovencitas sentadas en una banca, una flaquísima y otra gorda, enfundadas en sus vestidos a cuadros y en sus calcetas blancas del uniforme escolar. Lloraban sin recato, a moco tendido. “Estoy harta de no hacer nada con mi vida. Ya no soporto la melancolía. Me quiero morir”, dijo la jovencita esquelética. “Yo también me quiero morir. Mi mamá está loca. Por todo grita. Por eso nos abandonó mi papá y se fue a vivir con una bruja que le da baje con todo el dinero. Estamos en la miseria”, respondió su compañerita gorda, desaliñada. Hablaban a gritos, con la voz entrecortada. Las dos hacían mucho ruido al sonarse la nariz. Llevaban una reserva inagotable de kleenex en sus mochilas, había un montón al pie de la banca.

En mi tercera vuelta seguían llorando, pero en silencio, con las mejillas bañadas de lágrimas y las miradas rojizas extraviadas en las ramas de los árboles. Lo mismo sucedió en la cuarta y en la quinta vuelta. Las miré con el rabillo del ojo. Lloraban, se sonaban la nariz y fumaban. Una espesa nube de humo flotaba sobre sus cabezas.

saul-1950@hotmail.com

Fuente: La Jornada de Veracruz

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