lunes, 7 de marzo de 2011

Vivir para sicarear


El Patojo, El Huacalero, El Cositía, El Turulo, El Pichito y El Conejo rondan entre los dieciocho y los veintiún años de nacidos. Crecieron en el mismo barrio y son amigos desde mucho antes de que treparan al tren con la ilusión de cruzar el país de frontera a frontera, para luego brincar hacia los Estados Unidos, por cuyo territorio viajarían hasta asentarse en Chicago o en Nueva York. Habían oído que los libros y los caminos hacen al hombre ladino, entendiendo como tal a las personas ilustradas y comedidas. Los libros no les atraían en lo más mínimo, ni siquiera las novelitas de vaqueros; pero sí viajar por tierras lejanas, a cualquier costo. Llegaron a Tijuana, después de un año de recorrer el territorio nacional en tren y en autobuses de segunda clase, y de varias estadías en las ciudades grandes que sólo habían visto en las películas. Sobrevivían asaltando borrachos trasnochadores en los linderos de los antros.

Han transcurrido cinco años desde que treparon al techo del tren, con unos cuantos pesos en el bolsillo, quesos y pescados secos en la mochila y sendos cuchillos filosos atados a los muslos. Bastaron cuatro intentos fallidos para que se convencieran de que es una locura peligrosa y estéril saltar de México a los Estados Unidos. Morir de sed, de hambre, de frío, de mordedura de víbora o cazados a balazos como cualquier animal de monte, no es el destino de los hombres con los nervios bien templados. Y menos agarrar chambitas de lavaplatos o de barrenderos para malvivir peor que en el pueblo, en pestilentes pocilgas llenas de chinches.

¿Para qué buscar la dichosa fortuna allá donde nos desprecian? En Tijuana, y en toda la frontera norte, para los hombres decididos sobra en qué ocuparse, dinero, mujeres, drogas, emociones fuertes. Nomás es cosa de aprender a sicarear.

Ingresaron a las filas de la delincuencia organizada haciéndola de halcones, que es como se les conoce a los que se anclan en las gasolineras y en los accesos a los barrios elegantes para reportar los movimientos de los soldados, de los competidores y de los ricos. Pronto aprendieron a secuestrar, a extorsionar, a matar por encargo. Además de la prestación de los servicios médicos, extensivo a un familiar, ganan 10 mil pesos mensuales: cinco en efectivo; cinco en drogas, para el autoconsumo o para vender por su cuenta.

Aunque son muy unidos, no siempre están juntos. Y cada vez que se separan saben que tal vez no vuelvan a verse nunca: a fuerza de ver morir a tantos, han tomado conciencia de que vivir para sicarear es muy peligroso. Por eso prefieren cuidar secuestrados y extorsionar… aunque presumen que nunca les ha temblado el pulso a la hora de jalar el gatillo.

Dicen que hay secuestrados muy simpáticos que, lejos de hacer aspavientos o de chillar como marranos en el matadero, saben comportarse con serenidad. Hubo uno que les cayó súper bien. Lo tuvieron sólo unas horas en una casa de seguridad y varios días tumbado en el piso de una suburban, fuera de la ciudad, ocultos entre árboles y matorrales. La venda de los ojos y las esposas en los tobillos y las muñecas le habían cortado la piel, chorreaba sangre fresca sobre las costras de la sangre reseca, pero no protestaba ni se quejaba, siempre quietecito, imaginando el escurrimiento de las horas por las rendijas del tiempo. El Patojo y El Huacalero le oprimían las costillas con sus botas de armadillo, pero nunca lo surtieron a batazos, como suelen hacerlo con los hijitos de papi ricachón que de todo se quejan.

Por las noches, iluminados por la luz de las estrellas, le permitían hacer sus necesidades atrás de un matorral. Libre de las impurezas del cuerpo, le daba por platicar. Era buenísimo para contar cuentos y leyendas, adornadas de moralejas repletas de buena filosofía. Al tercer día, bajo los efectos del frescor de la madrugada, sintiéndose con un poco de confianza, pidió que le aflojaran la venda y las anillas de hierro. “No los voy a mirar ni voy a correr como loco”, les dijo. Atendieron su petición, le dieron agua suficiente para que se lavara las heridas y le permitieron echarle una mirada al cielo cuajado de estrellas. Lo hizo por un instante, porque le dolieron mucho los ojos. Luego siguió contando historias. Y escuchándolos. Y dándoles consejos. Lo soltaron una noche oscura, a unos pasos de la gasolinera que él eligió. Lo vieron caminar derechito, sin voltear la vista atrás.

A los negocios les piden una cuota fija mensual. El Cositía y El Pichito son buenos para calcularla, dejándoles la mitad de las utilidades. Aunque tal vez con algunos se les pase la mano, porque prefieren bajar las cortinas y huir con todo y familia a los Estados Unidos.

Los seis amigos se reúnen cuantas veces pueden, a recordar las correrías de la infancia. El Turulo y El Conejo poseen el don de la memoria y la gracia de la conversa. Doblados de la risa se olvidan de que sicarear es peligroso.

saul-1950@hotmail.com

Fuente: La Jornada de Veracruz

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