MARTÍN FAZ MORA
Luego de un largo y accidentado camino, la reforma constitucional en derechos humanos ha sido aprobada, luego que el pasado día 19 se logró que dieciséis congresos locales la aprobaran.
En principio, la reforma constitucional en derechos humanos apunta en la línea correcta y es, sin duda, un cambio histórico cuyo alcance es trascendental, por lo que no debe escatimarse reconocimiento al hecho. Esta reforma introduce serios y profundos cambios que deberán plasmarse en muchos de los ordenamientos jurídicos del país, así como en la cultura jurídica de jueces, ministerios Públicos, Facultades de Derecho, entre otros. Pero no sólo deberá impactar en lo jurídico, sino también en la cultura política y cívica, en general de nuestro país.
Me habría gustado ver en la lista de los primeros Congresos locales, cuya aprobación permitió cumplir el requisito para la aprobación de la reforma, al Congreso de San Luis Potosí.
La historia de la reforma es larga. Desde diciembre del 2000 el gobierno mexicano firmó un Acuerdo de Cooperación Técnica con la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos que dio lugar al"Diagnóstico sobre la situación de derechos humanos en México", dado a conocer en diciembre del 2003, en él se recomendaba ya la impostergable reforma constitucional en derechos humanos. Pero, como se ve, para la clase política no lo era tanto y, luego de varios intentos fallidos, finalmente tenemos la reforma.
El periplo por el que atravesó muestra la reticencia de la clase política para llevar a fondo la tan llevada y traída “transición democrática”, devenida en simple “alternancia” en el poder. Entre los indicadores de tal devaluación está, precisamente, la tardanza en concretizar la reforma en derechos humanos.
La partidocracia que ha sido beneficiaria de los cambios en el sistema político durante los últimos decenios, particularmente a partir de las reformas políticas de mediados de la década de los noventa, han empeñado más esfuerzos en modificar el sistema electoral y el de partidos, para obtener mejores condiciones y ventajas para su acceso al poder y su permanencia, antes que generar reformas de fondo al sistema político que otorguen poder efectivo a la ciudadanía. Beneficiarios de la “representatividad” del sistema democrático contemporáneo han escamoteado, y lo siguen haciendo, a sus presuntos “representados” el establecimiento de un verdadero y efectivo estado de derecho. Han preferido consolidar los aspectos formales, antes que los sustanciales de la democracia.
Aún democracias más avanzadas empiezan a acusar los déficits de la democracia sustancial: desempleo, exclusión, pobreza, intolerancia, etc. España es una muestra.
La rica discusión contemporánea sobre el tema concluye que la democracia no es únicamente un procedimiento electoral, sino intrínsecamente un sistema de derechos. Una verdadera democracia debe poner efectivamente a disposición de los ciudadanos los derechos que le son inherentes. Si no lo están, entonces el sistema político no es democrático. Tal es el grito de los jóvenes españoles: “¡Democracia real, ya!”
A la democracia debe sumarse un elemento de carácter sustancial, es decir, de contenidos y no sólo de procedimientos: el reconocimiento de los derechos políticos, civiles, económicos, sociales y culturales, así como su efectivo goce y ejercicio. Pero tales derechos y libertades deben expandirse a todos y todas los ciudadanos y ciudadanas, pues de lo contrario tampoco hay democracia real.
Fuente: La Jornada de San Luis
No hay comentarios:
Publicar un comentario