ESTEBAN GARAIZ
Nuestra izquierda es autóctona. No se sustenta en “doctrinas exóticas”, como se decía en los tiempos de Miguel Alemán o de Gustavo Díaz Ordaz. Se sustenta en la propia experiencia histórica nacional: en la lucha por borrar las huellas del agravio originario de la Conquista y de seguir combatiendo las secuelas de polio que ocasionó un orden agrario arcaico establecido aquí tardíamente cuando llegaron los invasores en 1521. De ahí viene nuestra izquierda.
Un orden agrario, fundamento de todo el régimen colonial, en el que un número muy reducido de conquistadores y sus descendientes arrebataron las mejores tierras de los pueblos originarios, alegando derechos de conquista, y además los pusieron a trabajar en ellas de la manera más esclavizante, durante 400 años.
Porque esa servidumbre de los peones no acabó con la independencia de las Tres Garantías de 1821. Por lo contrario, con Agustín de Iturbide y sus cómplices, como Pedro Celestino Negrete en Jalisco, se ahondó y perpetuó por 100 años más. Para eso fue el complot del templo de la Profesa: para que todo quedara igual, después de expulsar a los gachupines.
Los ideales insurgentes como la abolición de la esclavitud por bando de Miguel Hidalgo; como la eliminación de las castas, que marcaban ignominiosamente a cada ser humano de por vida en el registro parroquial de una jerarquía que predicaba hipócritamente que todos somos iguales e hijos de Dios. Esos ideales plasmados en los Sentimientos de la Nación fueron traicionados por los trigarantes: 100 más de lo mismo.
La izquierda mexicana, la autóctona, la nuestra, tiene un acta de nacimiento: los Sentimientos de la Nación, redactados por José María Morelos. Derivado de ello, está el primer esbozo de estructura de la naciente república: el Decreto Constitucional de Apatzingán de 1814. Ahí está plasmada con toda claridad la noción insurgente de la soberanía popular.
El artículo 2 de Apatzingán dice literalmente: “La facultad de dictar leyes y establecer la forma de gobierno que más convenga a los intereses de la sociedad, constituye la soberanía”. Dicho de otro modo: la soberanía del pueblo no deriva de la ley. No necesita de fundamento jurídico. Por lo contrario, las leyes todas derivan de la voluntad colectiva de los ciudadanos. No es “la opción que se da a los electores”. Es un derecho inherente, imprescriptible, inenajenable e indivisible, como lo dice el artículo 3; es también incontestable.
En efecto, el artículo 4 reza a la letra: “Como el gobierno no se instituye por honra o interés particular de ninguna familia, de ningún hombre ni clase de hombres, sino para la protección y seguridad general de todos los ciudadanos, unidos voluntariamente en sociedad, éstos tienen el derecho incontestable a establecer el gobierno que más les convenga, alterarlo, modificarlo y abolirlo totalmente cuando su felicidad lo requiera”.
Esa es nuestra filosofía; esa es nuestra izquierda: derecho incontestable, no derivado de ningún código ni de ninguna enciclopedia. Potestad popular para alterar la forma de gobierno. Y lo más importante en la actual circunstancia, potestad del pueblo para abolir totalmente el gobierno. O sea: potestad para revocar el mandato otorgado.
Los lectores habrán observado que el artículo 39 de nuestra Constitución vigente casi calca la disposición del 4 de Apatzingán: “El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”.
Alterar o modificar. No dice expresamente “abolir totalmente el gobierno”. El pueblo soberano otorga mandato a sus gobernantes y representantes. Siempre se reserva la soberanía. Todo mandato otorgado es limitado y acotado en tiempo y en atribuciones, que deben ser expresas y específicas. El mandatario (o mandadero, que es lo mismo, una expresión latina y la otra romance) sólo puede actuar en los términos del mandato recibido.
Sabemos que muchos políticos profesionales sienten (no necesariamente razonan) y actúan como si fueran los mandantes, casi los soberanos: “votas y te vas” y vuelves dentro de tres años (o seis). Mientras tanto, a callar y obedecer. A todas luces, el derecho popular a revocar el mandato de quien incumple los términos del mismo es la consecuencia natural a su carácter imprescriptible e inenajenable. Habrá que empujar desde la base ciudadana (como ya se está haciendo) para que quede expreso en el texto rector, como lo está en su base histórica.
Ese carácter inalienable fundamenta políticamente de manera clara la validez de preguntar a los mandantes a la mitad del término: “¿Apruebas el trabajo de tu presidente municipal?”.
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Fuente: La Jornada de Jalisco
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