miércoles, 24 de julio de 2013

Un acuerdo roto desató la violencia


Alonso Urrutia

Villa de Hidalgo, Gro.

“Está todo silencio… Parece que anda de luto el pueblo”, murmura un anciano con voz apenas audible, como si en esta región abandonada de Tierra Caliente la omnipresencia de los grupos armados que la mantienen asolada escucharan cada conversación.

Casi es una certeza colectiva, porque pocos, muy pocos se atreven a desafiarla para hablar de la refriega que casi vació ésta y otras comunidades aledañas nomás del puro miedo, cuando se oyeron los tronidos de las armas largas.

Por ahora en este pueblo nadie tiene nombre. Está cabrona la cosa, mejor así. Convencidos de que cualquier información les puede costar la vida, se refugian en el anonimato y omiten ese detalle a los desconocidos. De la violencia sólo hablan de forma genérica y no identifican a nadie que esté involucrado directamente en las disputas.

Una semana después, ahora se sabe, esa violenta mañana del 16 de julio que sacudió toda la comunidad y sus alrededores no dejó muertos, pero sí terror por tanto disparo de los hombres que llegaron desde Arcelia.

Cruzaron las montañas que los dividen para entrar a El Cubo (como se conoce popularmente a Villa de Hidalgo), primera comunidad del municipio de San Miguel Totolapan. Ingresaron por la zona conocida como Los Aguerridos, la más agreste de las que hay, pero la más próxima a Arcelia. Es también el principal acceso a las casas de quienes –esto es de dominio público– son reconocidos como líderes comunitarios de este pueblo.

Nadie lo dice abiertamente, ni por asomo, pero en el rompecabezas de esta historia serían las piezas que vinieron infructuosamente a buscar. No hace falta armar demasiadas conjeturas:

Media decena de casas baleadas, cristales despedazados, viviendas saqueadas y destrozos en el interior son los indicios de que indudablemente venían por ellos. No los hallaron, pero con ese afán se internaron en El Cubo, buscando a los varones del pueblo durante toda la mañana, desde las siete que llegaron hasta que terminaron la persecución en la vecina comunidad El Terrero, ya cerca de las tres de la tarde.

Desde entonces las calles están casi sin ningún alma. Muy pocos vehículos circulan y la gente se asoma sólo lo necesario en busca de los escasos negocios que han reabierto, pero a los que el desabasto comienza a amenazar. El transporte entre los dos municipios contiguos está interrumpido tras la incursión impulsada desde Arcelia, municipio con el que San Miguel Totolapan tiene una extraña simbiosis.

Arcelia se ha consolidado históricamente como el centro comercial de la región. Junto con Ciudad Altamirano, conforman las economías más fuertes de la zona. Por eso la coyuntura no sólo golpea a El Cubo por el lado de la violencia, sino también por el efecto de la interdependencia económica que tienen, por el desabasto.

Mientras estén los militares estamos tranquilos

En el fogón se cuecen prácticamente las últimas reservas de frijoles de una de las familias que optaron por quedarse. El suministro alimentario comienza a preocuparlos porque no hay dónde surtirse, pero es una mortificación mayor que regresen a balearlos.

Nada más oíamos las ráfagas, dice una mujer que sorteó aquel día aterrorizada.

Recrea la historia que la devuelve a sus temores. No olvida que el asedio de quienes sólo identifica como aquellos se mantiene, aunque por ahora esté contenido por la presencia militar.

La discreción obliga a la parquedad y la dispersión. Estuve así que me ganara el miedo, pero no nos fuimos, explica, aunque sus ademanes son más elocuentes para referir la reducida distancia que hubo para que cayera presa del pánico y esto la hiciera huir, como muchos hicieron.

Sólo la detuvo la incertidumbre del destino que le deparaba salir por las veredas solitarias que conectan el pueblo con la cabecera municipal: ¿A dónde íbamos a ir con tanto niño? Aquí estuvimos hasta la noche, encerradas. Nos vinieron a tocar dos veces, pero nada que abrimos.

–¿Qué se espera?

–No sé, que Dios diga. Mientras estén los militares estamos tranquilos y confiando en Dios.

Pocos se quedaron a desafiar la suerte ante la incursión de la banda proveniente de Arcelia, que mantiene la disputa del territorio con la organización armada de El Cubo. Hay añejas rencillas por el control de la plaza y el tráfico de droga en esta región montañosa, donde confluyen los municipios de Tlapehuala, Ajuchitlán, Arcelia y San Miguel Totolapan.

Esa mañana se rompió la tregua que prevalecía entre las bandas de ambos pueblos tras el acuerdo alcanzado durante la cuaresma de hace un par de años. La violencia que se había desatado se redujo producto de esas negociaciones. Cuentan que ese día hubo jaripeo y en ese entorno se pactó poner fin a la escalada de violencia que había dejado ya varias ejecuciones. Se sentaron las cabezas de ambas partes para concertar un respeto mutuo y la división del territorio. Un tácito acuerdo de paz.

Desde entonces a la fecha las agresiones y asesinatos se apaciguaron, hasta que en meses recientes resurgió la intranquilidad. Un nuevo suceso alteró la paz de la región, que ha llegado a los pueblos mediante rumores que se esparcen: la apertura de una mina en Arcelia de la que se cuenta, casi como una leyenda, sale mucha riqueza. Nadie sabe qué se explota allá, pero intuyen que es el origen de esta ruptura que comienza a llegar violentamente a las comunidades.

Hace unos días otro suceso complicó más la situación: un joven taxista de Arcelia fue detenido por la Marina; llevaba armas y droga. Este suceso desató el descontento de los transportistas de ese municipio, que exigían que lo presentaran vivo.

En el conocimiento de la dinámica del conflicto entre las bandas se daba por hecho que era otro paso en la escalada de tensión.

En las conjeturas populares de quienes conocen la región, la intervención de la Marina no fue ajena a una política de dados cargados que tienen las fuerzas castrenses para combatir la delincuencia.

Algo se descompuso entonces. Los viejos del pueblo sabían días antes del ataque que algo grande venía: Pasaron a avisar.

–¿Quiénes?

–Alguien que conoce; uno no anda en eso, ni pregunta razones…

En los valores entendidos de la región, en la forma de entender y sobrentender las cosas se sabía que algo se había roto y algo estaba por venir.

Era el jueves 11 de julio. Y el aviso no sólo llegó a El Cubo, también a El Terrero y El Remance, que fueron las comunidades de las que la gente salió huyendo apenas se escucharon los balazos el martes siguiente.

Días antes, el grupo de El Cubo comenzó las previsiones y restringió el paso al pueblo.

Ándate de regreso, me dijeron, masculla un hombre ya entrado en años cuyo pequeño negocio está cerrado, como decenas de ellos en la comunidad.

–¿Por qué?

–Esas cosas no pregunta uno. La mafia es mafia… mejor se devuelve uno sin averiguar más.

Despistolización frustrada

La narrativa colectiva que se puede conformar del conflicto no olvida un detalle: en el tiempo en que se alcanzó el acuerdo coincidió que el Ejército entró en las comunidades como parte de una campaña de despistolización de la que obtuvieron decenas de fusiles, cuernos de chivo y otras armas de alto poder. La región es también semillero de migrantes y cuando regresan traen presentes como esos, justifica un hombre que tampoco se identifica.

No hubo detenidos porque los militares advirtieron que no habría consecuencias si la gente entregaba el armamento por voluntad.

Desde entonces no había regresado el Ejército, hasta ahora que resurgió la presencia armada.

Aunque con reservas, las agrupaciones mantuvieron sus actividades de control en la zona y su fortalecimiento. La inserción en ellas puede ser consecuencia del único atractivo de cargar un arma, particularmente entre los jóvenes, por tratarse de una forma de sobrevivir en una zona con escasas opciones o por un infortunio de la vida que los haga coincidir en esa especie de leva, que suelen realizar, de vez en vez, las organizaciones.

“Hace poco levantaron a cinco jóvenes. Se los cargaron y ya andan ahora con ellos. Pues qué van a hacer; si no, los matan”, dice un político de San Miguel Totolapan, la cabecera municipal, hasta donde llega el temor y ese tácito pacto de confidencialidad para no identificarse.

Otro de los hombres del pueblo, que se enfila ya al ocaso de su vida y por ahora se mantiene en el albergue de San Miguel, confiesa su aflicción por el destino de sus tierras y sus animales. Son su único sostén. “Ni modo que a mi edad vaya yo con el jefe y le diga que estoy listo para que me dé un chivo (arma) para trabajar y poder vivir”.

No hay policía en El Cubo

Cerca de la plaza de El Cubo, un anciano de rostro enjuto asegura que la turbulencia que padece el pueblo es cosa de Dios: “está escrito en la Biblia… Estamos en guerra”, dice con cierta dosis de tremendismo.

En estas pequeñas comunidades lo que él vivió le parece el infierno. A su manera, explica que en la comunidad no hay autoridad.

Hombre erguido, a pesar de los años, es el único en el pueblo al que le gana la elocuencia y muestra cómo desde allá, por donde sale el sol, entraron disparando. Muchos tiros pero no atinaron uno solo, resume con ironía.

Desde el fondo de la casa, su mujer le grita: ¡Ya cállate!

–Tiene miedo, es lo que pasa –justifica a su esposa.

El mismo miedo que se llevó a casi toda la gente del pueblo.

Hay veces que vemos entrar al gobierno, pero apenas voltea uno y ya estamos viendo cómo se va el gobierno.

Como andan las cosas por acá, el Ejército es su única referencia de autoridad, porque a estos caseríos no entra la policía estatal ni la federal.

La víspera de la incursión armada coincidía con el relevo en el comisariado del pueblo. Para esa fecha ya se intuía que las cosas no andaban bien, quizá por eso Hermelindo Medina, un joven de 22 años a quien le correspondía –en el rol de asignaciones– el cargo, simplemente no asumió. Como tampoco lo hizo Antonio Ochoa, siguiente en el orden de prelación.

Aunque no hay una confesión abierta, la coexistencia entre la población de El Cubo con el grupo armado que controla la zona es transitable. No hay extorsiones ni secuestros. La violencia se circunscribe a las comunidades de Arcelia, y con la ruptura entre las bandas la amenaza ya se intuía.

Pese a ello, la confrontación entre los clanes que dominan la zona los hace estar convencidos que sin el Ejército no hay paz, es lo único que ha podido evitar que el enfrentamiento se reanude. Desde que el grupo de operaciones especiales entró esa misma tarde, la tensión entre los pocos habitantes que se quedaron o los que han regresado al paso de los días ha bajado relativamente.

Acuartelada en la Secundaria Técnica 45 y el Colegio de Bachilleres, la tropa regular –que sustituyó a los grupos oficiales– hace rondines periódicos en esta comunidad y es la única que se atreve a llegar hasta Los Aguerridos.

Es lo único que les da tranquilidad, porque hasta el alcalde de San Miguel Totolapan, Saúl Beltrán Orozco, no ha regresado.

En San Miguel, la situación se percibe diferente. El improvisado campamento instalado en el atrio de la parroquia del pueblo cada vez tiene menos gente. De las mil 300 personas que originalmente llegaron huyendo de la balacera, quedan menos de cien. No es que se perciba un restablecimiento de la tranquilidad, muchas familias han optado por solicitar al municipio apoyos para irse no sólo de El Cubo, sino de la región, rumbo a Acapulco, Cuernavaca o a la ciudad de México.

Algunos han vencido poco a poco su temor y aprovechando la presencia militar regresaron a sus casas por la inquietud que les produce abandonar sus tierras en plena temporada de labores y dejar sus animales, único patrimonio que les da cierta seguridad de ir sorteando la vida cotidiana, con sus pobrezas y sus carencias, que es el mal perpetuo que ahoga a la región.

Aunque fue sólo una mañana de reyerta, sus efectos amenazan con devastar la economía local. Interrumpido el transporte entre Arcelia –el centro económico de la zona– y San Miguel Totolapan, los comercios en estas comunidades no tienen suministro.

Paradojas de esta coyuntura: casi no hay quien venda y hay pocos que compren. Quienes permanecieron comienzan a resentir el desabasto producto del aislamiento.

En la cabecera municipal, el sábado pasado, María Asunción, una lideresa priísta, recriminaba la ausencia de autoridad en esos aciagos días: cuando esta gente necesitaba una palabra de consuelo, ¿dónde estaban los regidores?, reclamó con vehemencia en una reunión con los refugiados.

No es cosa de partidos ni de falta de autoridad, cuestionan políticos desde el anonimato, pues se conocen las causas de esa ausencia: Maricela León y Cristina Covarrubias son regidoras de El Cubo por PRI y PRD. Distanciadas por su filia política, tienen algo en común: quedaron viudas al mismo tiempo, cuando sus maridos –hermanos ellos– fueron asesinados en la región hace ya varios meses.

Temerosos de que resurja la espiral de violencia, droga y asesinatos, la gente aquí sabe que la solución no vendrá de la autoridad, ni siquiera del Ejército si esta salida ha de ser permanente.

Mira, aquí la única salida es que las cabezas pacten otra vez, pero eso ni a mí ni a nadie conviene decir, resume otro connotado político de la región.

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