sábado, 16 de noviembre de 2013

Por qué debería importarte la ley de medios de Argentina


Oriol Mallo

Puede que no te hayas dado cuenta, ya que finalmente en México los monopolios mediáticos se hacen más fuertes sexenio tras sexenio. Quizás ni le diste seguimiento al asunto. Se entiende: de tanto resistir la avalancha de reformas estructurales se aísla uno del mundo exterior. Allá donde si suceden cosas. Pues déjame decirte algo que si te conviene saber: hoy la Corte Suprema argentina declaró constitucional la Ley de Medios que prohíbe la acumulación de licencias y abre el camino al desmantelamiento del mayor monopolio mediático de Argentina, Grupo Clarín, que no es solamente un periódico chantajista e influyente sino un conglomerado de televisoras y radio difusoras que abarca todo el país.

Debes saber que la Ley de Medios, o Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, fue una iniciativa del gobierno peronista de Cristina Kirchner destinada, justamente, a poner un alto a la concentración de poder que este grupo empresarial liderado por Héctor Magnetto tiene en la sociedad argentina. Y esta fue la razón que la ley fuera llevada a la instancia suprema del poder judicial por este mismo consorcio que litigó, hasta el fin, contra cuatro de sus artículos. Aquellos que restringían la acumulación de licencias de aire y de cable, desconocían unos (supuestos) derechos adquiridos y obligaban a Grupo Clarín a desprenderse de sus licencias antes del vencimiento del plazo original, con el que habían sido otorgadas.

Cuatro años de batalla legal terminan con la inapelable derrota del primer monopolio de Argentina. Deberán empezar a vender algunas de sus 250 licencias, pues por ley solo tiene derecho a 24. Desde el 29 de octubre del 2013 se puede decir que el Clarín toca a retirada.

Pero deja que te lo cuente una periodista formada en la escuela norteamericana, y cuyas simpatías hacía el kirchnerismo son más bien escasas. Hablo de Graciela Mochkofsky, editora de la revista digital El Puerco Espín.

El martes de la semana pasada, en la ciudad de Nueva York, el jefe de redacción de Clarín, Ricardo Kirschbaum, cumplía con la que ha sido una de sus principales tareas desde que los Kirchner declararon esa guerra, a mediados de 2008: ser el vocero victimista del multimedio. Ha recorrido todo foro internacional de periodismo que ha encontrado denunciando al gobierno argentino: quiere destruir a la prensa independiente y, en última instancia, a la democracia; quiere destruir a Clarín. Esta vez, lo hacía en un espacio tradicionalmente favorable: una conferencia sobre libertad de prensa en América Latina organizada por la Universidad de Columbia.

Pero algo había cambiado.

Kirschbaum tuvo que hablar como un miembro más del público, no como panelista: tuvo que pararse y caminar hasta un micrófono en el pasillo central de la sala, como cualquier otro, y disfrazar su denuncia de pregunta. Los miembros del panel sostenían, mayoritariamente, que, más allá de que debía ponerse límite al poder de los gobiernos latinoamericanos y de que sin dudas estos tenían una agenda política en su forma de encarar el asunto, eran legítimas la necesidad y la búsqueda de un contrapeso público frente al poder desmedido de las grandes concentraciones de medios privados de la región. Cuando Kirschbaum hizo su intervención, simplemente fue ignorado. Ni le dieron la razón ni se la quitaron: fue como si lloviera.

Algo ha cambiado, y no es la mera derrota política de estos medios frente a gobiernos que han perdurado a lo largo de la última década contra los pronósticos de sus adversarios. Acaso es su legitimidad misma, la de esos grandes conglomerados, la que está en crisis, por un complejo conjunto de procesos que tienen uno de sus centros en la revolución tecnológica de las comunicaciones que se inició en el siglo pasado pero que domina este.

De hecho, como sus equivalentes en otras partes del mundo, el Grupo Clarín ya sufría esos problemas de legitimidad años antes de que comenzara su enfrentamiento con el kirchnerismo.

Como casi toda otra institución del país, salió dañado de la crisis del 2001. Su agresiva –y pública- presión por lograr que el Congreso de la Nación aprobara una ley (llamada de Bienes Culturales) que lo salvara del naufragio mientras el resto del país se hundía no le ganó precisamente la simpatía popular. Muchos recuerdan todavía las (entonces) sorprendentes pintadas en algunas paredes de la ciudad: “Nos mean y Clarín dice que llueve”.

Es que esa relación de poder –la relación entre esos grandes holdings de medios y los gobiernos, y el peso desmedido de aquellos en la esfera pública–, que antes parecía intocable, natural o invisible, se volvió materia de discusión cuando el ciudadano común empezó a tener la posibilidad de expresarse por sí mismo y llegar a otros sin necesidad de comprar una rotativa. De pronto no eran los medios de comunicación los dueños exclusivos de la palabra pública, como antes; y cuando eso ocurrió, discutir sus privilegios y sus conductas fue una secuencia inevitable.

Al mismo tiempo, muchos gobiernos descubrían que los cambios tecnológicos les daban la oportunidad histórica de deshacerse del mediador y comunicarse directamente con la sociedad. Muchos presidentes pasaron a negar la palabra a periodistas y medios para dirigirse a sus electorados desde sus cuentas en redes sociales, emisoras o programas públicos.

Esto no ocurrió solamente en América Latina, como algunos quieren creer o hacer creer, sino por todo el mundo, incluyendo los Estados Unidos. Este mes, por ejemplo, el Comité para la Protección de Periodistas (CPJ en su sigla en inglés) publicó un impactante informe sobre la persecución del gobierno de Barak Obama contra periodistas y medios norteamericanos y sus fuentes, y sobre su decisión, sin precedente en la historia moderna del país, de eludir a la prensa para comunicarse con los ciudadanos en directo.

En los años que siguieron, en que los cambios también pusieron en crisis la mecánica financiera y comercial de su negocio, los grandes grupos de medios del mundo comenzaron a discutir cómo sobrevivir. Siendo dinosaurios en un mundo nuevo, ¿podrían adaptarse o estaban condenados a la extinción?

Ante ese desafío, Clarín se aferró a su estrategia histórica: seducción, alianza y chantaje del poder político, y prácticas monopólicas sobre el mercado de los avisadores. Así construyó su alianza con Néstor Kirchner, que duró los cuatro años de su Presidencia, entre 2003 y 2007. Oscurecidos por esta alianza y por su ruptura durante el gobierno de Cristina Kirchner (2007-2011, 2011 a hoy), que condujo a la guerra posterior, aquellos problemas de fondo permanecieron ignorados. “El desafío es hacerse más digital –admitió el ejecutivo que me hablaba en esa larga tarde de Buenos Aires–. Cambiar toda la estructura, explorar las alternativas. Pero la pelea con el gobierno te quita toda la energía”.

En estos cuatro años transcurridos desde junio de 2009, cuando el gobierno pasó de los ataques verbales contra Clarín a acciones prácticas para dañarlo económicamente, el Grupo perdió mucho dinero pero, sobre todo, perdió esa relación especial con el poder que había establecido décadas atrás y sobre la que basaba su estrategia de crecimiento.

El dictamen de la Corte Suprema de Justicia de hoy, que confirma la constitucionalidad de la ley de medios, es el fin formal y público a la aspiración o el sueño de que ese pasado alguna vez regrese. Tras una pelea homérica entre facciones aparentemente irreconciliables, al puro estilo argentino, Clarín ha sido arrojado por fin al duro siglo XXI.

Las cosas están cambiando,. Y no solo en América Latina, como bien recuerda Mochkofsky. Los grandes grupos de medios ya no tienen el poder de las últimas décadas del siglo XX que, pensaron, se prolongaría todo este siglo. Sin claros competidores, pues el periodismo digital no consigue sostenerse como un producto viable, luchan contra gobiernos que construyen estrategias de redes sociales, canales públicos de información, desde la teleSur venezolana a la Hispan TV iraní, mientras promueven leyes que apoyan a televisoras comunitarias y productoras independientes con cuotas de mercado y pantalla suficientes para hacer viable un espacio comunicativo ajeno a la tiranía empresarial.

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