El reino de lo impredecible
JAVIER SICILIA
Nuestro siglo perdió los límites. Los males que desde el siglo pasado no han dejado de azotar a la humanidad tienen su origen en aquello que los griegos llamaron hybris –la desmesura–. El problema hoy tiene, sin embargo, un plus. Hemos convertido esa presencia del mal, que fungía como límite al hombre –y que en los griegos era el accionar de un puñado de locos como Prometeo o Sísifo–, en un derecho al que todos podemos acceder si conquistamos o nos colocamos en los centros del poder. “En nombre del bien –podría decir el hombre moderno– tenemos el derecho a cualquier desmesura”.
Recuerdo en este sentido lo que Majid Rahnema –quien fue un alto funcionario en la ONU– narraba: “Cuando llegué como comisario de Naciones Unidas a Ruanda y Burundi, la ideología del panafricanismo estaba en auge. Presionamos entonces para que esas naciones que querían mantenerse independientes se unieran. Cuando salimos de ahí, sucedió la masacre que todos conocemos”.
Algo semejante podemos mirar en la política antinarco de Calderón. Cuando llegó al poder, en nombre de la seguridad y la salud, aplicó una campaña policiaca y militar cuyos resultados conocemos. De la misma índole es la crisis financiera con la que cerramos la primera década de este milenio: Los genios financieros y matemáticos de Wall Street, después de medir los riesgos financieros mediante cálculos de probabilidad que se apoyaban en variaciones sucedidas en el pasado, se lanzaron a la apertura de créditos cuyos costos tienen una analogía con las masacres de Ruanda y con las que a lo largo de los años la política calderonista ha acumulado.
El problema –del que podríamos hallar una larga enumeración de ejemplos en todos los campos de las actividades modernas– radica en que basamos nuestro accionar en la hipótesis de que, ya que la causa es buena, no sólo el fin, sino también los medios que se empleen, lo serán. Sin embargo, nadie, en estos casos, puede medir los costos de los mecanismos que para tal fin se echaron a andar. Obnubilados por la bondad de su acto o su derecho a hacer el bien, y confiados en su sabiduría de expertos en materia política y económica, así como en el poder que alcanzaron o les conferimos, se ven incapacitados para pensar en las situaciones límite. Imaginan que la información que hacen circular a través de planes y de propaganda es tan objetiva como un kilo de arroz.
Pero tanto en política como en economía la información no es previa a la realidad; no se construye hipotéticamente. Es la realidad la que produce la información. Ni los expertos de la ONU, que en nombre del desarrollo y sus consensos nacionales se sienten con el derecho a intervenir en las vidas de los pueblos, ni la moral clasemediera de Calderón que cree que los problemas se resuelven con firmeza y mano dura, ni los financieros y matemáticos de Wall Street que, encerrados en sus cubículos, piensan la realidad de los mercados en abstracciones informativas, conocen la realidad; ni siquiera se mezclan con ella. Han perdido lo que para Pascal era la base de la moral: “pensar bien”. Ellos no piensan bien, sino en el bien que el poder –conferido por el dinero, el peso de una institución, sus diplomas obtenidos en las aulas universitarias y sus planes– los autoriza a emprender. Una forma de vivir espantosamente contagiosa.
Los hombres de hoy –empezando por los responsables de la política y de la economía–, antes de obrar, deberían aprender a “pensar bien”. Etienne Perrot, un lúcido economista y filósofo, recordaba un principio que el Segundo Concilio de Letrán formuló en 1139. Dicho Concilio condenó el uso de las ballestas y las catapultas –no de las flechas ni de las espadas–. La razón era simple, pero profunda: las flechas de las ballestas y las catapultas iban tan lejos que los soldados no podían prever las consecuencias de sus actos. “Cuando los daños previsibles –dice Perrot– no están circunscritos, no debe hacerse nada. Es la base del principio de precaución”.
Es también lo que Rahnema concluye después de años de intervención como experto de la ONU: “Si tuviera que derivar una lección de mi propia experiencia y de lo que veo a mi alrededor, debo decir que necesitamos una ética de la intervención (...) que sólo puede surgir cuando mi mundo interior no está separado del exterior (...) Para llegar a ella habría que hacer un examen de conciencia sobre las razones por las que uno hace algo, y de la responsabilidad –en términos de las consecuencias que se implican– cuando uno decide hacerlo, porque aun con las mejores intenciones las consecuencias son catastróficas”.
El ideograma chino wu-wei (“no-acción”), que se enseñaba a los funcionarios del Estado, guarda también esta actitud como una sabiduría ancestral. Su práctica, que implicaba asentarse en el lugar adecuado, enseñaba que a veces intervenir debe ser, paradójicamente, una forma de no-intervención.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
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