El consumo a la luz de la tele
JAVIER SICILIA
Desde que el trabajo se racionalizó con la era industrial, hemos creído que su mundo –la organización, el contrato y la fatiga– tiene su contraparte en el tiempo del reposo –el de la libertad, el disfrute y la política. Sin embargo, como bien lo ha señalado Thyerry Simonelli, desde que la televisión ocupó el centro de la casa, ese tiempo se transformó en diversión consumista.
Es posible rastrear su origen en la perversión que el industrialismo hizo al multiplicar la producción de necesidades. Marx, en sus Manuscritos económico-filosóficos de 1844, lo resume bien: “Todo hombre especula con el hecho de suscitar en otro una nueva necesidad a fin de constreñirlo a un nuevo sacrificio, colocarlo en una nueva dependencia y de esa manera tentarlo con una nueva forma del disfrute”. A esta perversión del equilibrio que antes del industrialismo había entre necesidad y producción, la creación de la televisión –que se difundió durante el crack económico de los treinta en EU para promover el consumo– agregó una segunda que hizo que el mundo del reposo se volviera una diversión al servicio del consumo. La producción industrial de la carencia se convirtió así en publicidad. Produjimos, escribe Günther Anders, “medios de publicidad para producir la necesidad de productos que tienen necesidad de nosotros; para que, al liquidar esos productos, aseguremos la continuidad de su producción”.
Sin embargo, la presencia televisiva no se limita a ser una máquina publicitaria; altera también nuestra percepción. Delante de la televisión se nos amputa de la experiencia real. Nuestra capacidad de juicio, dice Anders, “se pone (así) al servicio de imágenes diversas (que emiten) juicios (y son) inaccesibles a la crítica”. Son expectativas de felicidad que nos crean carencias y excitan nuestros deseos de satisfacerlas a través de la oferta de productos. De esa manera, la televisión nos transforma en consumidores permanentes.
Al igual que a través de esa pantalla vemos imágenes de un mundo en el que creemos participar, pero en el que en realidad no participamos, escuchamos discursos a los que no podemos responder. “Ver –vuelvo a Anders– se vuelve voyeurisme (y) escuchar una variante de la obediencia”.
Hay así, en nuestra sencilla experiencia de mirar la “tele”, una pérdida de libertad que –en la posesión del control del aparato que nos genera una sensación de poder y de omnisciencia virtual– no se manifiesta como tal y permite, sin que nos demos cuenta, que profundos núcleos ideológicos nos devoren. Sometidos a imágenes aisladas y descontextualizadas, a discursos que no podemos responder, a eslóganes que prometen paraísos, se nos amputa de una representación coherente de una situación, convirtiéndonos en consumidores de expectativas de disfrute.
La lucha electoral de los partidos ha encontrado en la pantalla chica una manera de sustituir la política, es decir, el servicio al bien común, por propuestas publicitarias al servicio de ese mismo consumo. Al ofertar todo tipo de paraísos –más empleos, más hospitales, más escuelas, más viviendas, más carreteras, más desarrollo– y fulminar a los otros partidos que no han cumplido con sus ofertas, se vuelven una extensión del Mercado, otro tipo de publicidad al servicio de un consumo del que el espectador está cada vez más lejos. Sometidos a la espontaneidad mediática, inducidos a ir a las urnas para votar por ellos, nos hacen creer que participamos, al mismo tiempo que nos amputan del trabajo real de la experiencia de la vida política.
Desde ese momento, el concepto clásico de la verdad como adecuación se invierte: el mundo que llega a nosotros, a través de la televisión, nos constriñe a la posición de consumidores de promesas que un día, cuando se realicen, satisfarán las necesidades inventadas por las instituciones y el mercado. Sin embargo, al igual que el mundo cocinado, el de la belleza eterna, el del auto al alcance de la mano, etcétera, es un fantasma que se impone como realidad, el mundo de las ofertas partidistas lo es también. Creemos participar de ellas cuando en realidad ellas, al despojarnos de nuestro quehacer político, nos hacen sus esclavos.
Si el país está descompuesto, si estamos sometidos a una guerra de todos contra todos, al crecimiento del crimen, a movilizaciones sociales y a descontentos contra el Estado y los partidos, es porque el consumo que la televisión no cesa de fabricar y prometer está cada vez más lejos del alcance de todos. La descomposición que ahora vivimos es la confirmación de la ficción que el consumo televisivo nos ha impuesto y que los partidos siguen ofertando, alejándose cada vez más de la posibilidad de satisfacerlos. Los ciudadanos, amputados de su capacidad de vivir de manera autónoma, es decir, en una relación proporcional entre las necesidades reales y su producción; sometidos, en su ocio, a la creación de necesidades cada vez más grandes y a su imposibilidad de satisfacerlas, se mueven en la desesperación y el hartazgo. Sus demandas son las de un consumidor insatisfecho, es decir, de un hombre que gracias a la televisión ha aprendido a amar profundamente sus cadenas y quiere que los partidos que ofertan estúpidamente soluciones las hagan realidad.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
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