viernes, 15 de enero de 2010

La actualidad de Juárez. El primero de enero de 1861


Escrito por VÍCTOR OROZCO
Domingo, 10 de Enero de 2010 00:00

Hace ciento cuarenta y ocho años, el 1 de enero de 1861, se instaló en la ciudad de México el gobierno republicano encabezado por Benito Juárez. Una semana antes, el 25 de diciembre de 1860 habían ingresado a la capital las tropas liberales y constitucionalistas después de las derrotas impuestas al ejército conservador en las batallas de Silao y Calpulalpan. Culminaba así la guerra de Reforma o de los Tres Años, iniciada en diciembre de 1857 a raíz del golpe de Estado que enarboló el Plan de Tacubaya conforme al cual se pretendía restaurar el viejo régimen militar-clerical y con él todas las antiguas instituciones coloniales: fusión de la iglesia católica y el Estado, monopolio del clero en la educación, así como en los registros de la población, apropiación por la iglesia del grueso de la riqueza nacional, religión única, fueros para clérigos y militares, centralismo político, supresión de elecciones y legislaturas, latifundismo, restablecimiento práctico de las castas.

La reforma liberal, iniciada a raíz del triunfo de la revolución de Ayutla, implicó el trastrocamiento de la situación en casi cada uno de estos temas. Los afectados iniciaron entonces una cruel guerra civil, sin duda alguna la más nítida de la historia latinoamericana y en la cual los contendientes mostraron a cabalidad sus perfiles, proyectos y caracteres. A propósito de ella, José Fuentes Mares, un historiador que hizo sus primeras armas empeñándolas a favor de los conservadores, discurría con elocuentes palabras y a pesar de sus filias y fobias, que “…se iniciaba la Guerra de Reforma, la primera sin cuartel que México conocía. Sin cuartel porque nació por encima de todos los cuarteles. Justamente porque nada importarían los intereses o supremacías personales sino las ideas y las convicciones, la Guerra de Reforma carecía de precedentes; venía a dignificar la historia patria; a enriquecer, con abundante sangre nueva y joven, la sangre estéril vertida en cuarenta años de cuartelazos”.

No en vano de esta larga confrontación emergió el más profundo de los cambios experimentados por la sociedad mexicana hasta nuestros días. De hecho es la marca histórica a partir de la cual puede hablarse de nación y de estado. Antes, había elementos, premisas, para la constitución de ambos, pero sólo una revolución que rompiera con la herencia colonial podía ponerlos en acto, organizarlos y darles la forma. De haberse retrasado por más tiempo la mutación, el destino seguro que le esperaba a la flamante república, era su desaparición en el mapa del nuevo imperio emergente en Norteamérica o bien, el retorno a la condición de colonia subordinada al imperio inglés o al francés, ambos en ascenso o incluso a la decadente monarquía española.

Los revolucionarios liberales tomaron medidas difíciles y radicales: expropiaron al clero, disolvieron al viejo ejército venido desde los realistas, decretaron la libertad de cultos, se dispusieron a distribuir las tierras, pospusieron los pagos de la usuraria deuda externa. Sin estas acciones no podía haber México, pero el ejecutarlas entrañaba a su vez el peligro de su desaparición, quizá definitiva. Era como encontrarse entre la espada y la pared, en medio de una paradoja infernal o círculo vicioso que no se podía eludir y al cual había que romper en algún punto.

No todas las aspiraciones alimentadas por dos generaciones de liberales se alcanzaron. Hubo una fundamental que se quedó en los papeles y que daría lugar a la revolución de 1910: la distribución de la tierra y la conversión de los cientos de miles de jornaleros, medieros, aparceros y arrendatarios en dueños de sus parcelas. Se obtuvieron resultados parciales con la venta de las grandes haciendas eclesiásticas, pero se dejó intocado el latifundio privado. No había fuerzas para tanto y se requería el apoyo de un sector de los terratenientes.

La encrucijada de 1861 cogió a la república en una tenaza. Una de sus pinzas se constituía por la violencia interna continuada por las guerrillas conservadoras en las que se prolongó el ejército disuelto que seguían amagando caminos y pueblos en las regiones centrales o asesinando dirigentes políticos como le sucedió a Melchor Ocampo. Para ganar la paz, se gastaban cuantiosos recursos de una hacienda pública exhausta. Tanto, que en julio de 1861 hubo que suspender el pago de la deuda exterior. Ello activó la otra pinza, pues desató la ira de los acreedores o sirvió de pretexto para alimentar los planes de dominio. Empezaron las advertencias y amenazas de las principales cortes europeas y de Estados Unidos. En estas tesituras, muy pocos apostaban al futuro de una nación independiente. Todos los días surgía un nuevo designio para liquidar a la república y a su revolución, quiméricos o viables, con profetas armados o desarmados, pues no había quien deseara quedarse al margen a la hora de repartir el botín. En las cancillerías europeas circuló incluso la peregrina especie de trasladar el Papa a México y convertir el territorio en unos nuevos estados pontificios, terminando de paso con su precaria situación en Italia, pues se recordaba que en 1848 el sumo pontífice había sido expulsado de Roma por los nacionalistas. Los sudistas norteamericanos a su vez, se frotaban las manos previendo vastas comarcas dedicadas a la crianza y explotación de esclavos, mientras los del Norte, -libertarios y republicanos-, exigían al gobierno mexicano la hipoteca de la Baja California, Sonora y Chihuahua. A final, en Europa triunfó la propuesta de instalar un gobierno títere ofreciendo la corona de un artificioso imperio mexicano a algún príncipe de las casas reinantes y así tuvimos a Maximiliano de Habsburgo, figura política a la cual ahora no falta quien pretenda embellecer. Fecunda idea, pues se daría un rey a las ranas que lo estaban pidiendo y habría una mano santa que protegería los intereses de los amos: emperadores, emperatrices, prestamistas, reyes, reinas, papas, obispos, cardenales, industriales, comerciantes, terratenientes, navieros, generales, mariscales.

Todo perfecto, excepción hecha de que a ninguno de los estrategas se le ocurrió considerar en serio otra variante: la disposición del pueblo mexicano y de su gobierno. Bastaba con tener la aquiescencia de unos cuantos notables y de algunas actas de adhesión levantadas o inventadas que para el caso era lo mismo. Ninguno advirtió -o le acordó al suceso mayor importancia- que el 1 de enero de 1861 se había consumado la victoria interna de las fuerzas políticas y culturales portadoras del proyecto nacional. Para dar marcha atrás o borrar este hecho, habría que liquidar materialmente a cientos de miles o millones de personas. Los juaristas –sinteticemos con este calificativo a todos los patriotas, aunque les hace poca justicia por la riqueza y variedad de sus orígenes o formulaciones ideológicas, así como por su estatura política e intelectual- sí comprendieron esta circunstancia. Por eso, aún caminando al filo del abismo, su dirección se mostró firme y obstinada: ya cambiarían las tornas en el tablero internacional, los imperios reñirían entre sí y se abrirían espacios para los débiles, mientras tanto sólo cabía resistir y resistir. Por eso, dos años después, cuando en julio de 1863 el gabinete, la comisión permanente del Congreso de la Unión y los ministros de la Corte abandonaban la capital, el presidente Juárez pudo decir: “…cuando los franceses tomen la ciudad de México, la guerra no habrá hecho sino comenzar”. ¡Y los imperialistas y reaccionarios que ya la daban por terminada!

¿Será ocioso o inútil escribir sobre pasajes tan lejanos en nuestra historia?. No lo considero así, porque hay gestas colectivas sobre la que es preciso volver una y otra vez para comprender. Y entender el pasado es el mejor camino para descubrir las claves del presente, en cuya telaraña de acontecimientos, indefiniciones, dudas e incógnitas podemos perdernos, sin vislumbrar salidas. En 1861, año crucial, el gobierno mexicano tomó decisiones adecuadas para salvar al país, negoció hasta donde se pudo y cuando se le impuso la guerra, entró en ella sin concesiones, a fondo, decidido a ganar. Ello templó el espíritu de resistencia e hizo renacer el sentido de identidad entre los más combativos. A la postre, ganó la apuesta. En el contexto de la crisis generalizada que ahora soportamos, hay que apostarle de nuevo a la organización y puesta en pie de las fuerzas sociales –renovadas y continuadas- que hicieron posible las victorias de 1861 y 1867. Ambas, se ubican en las cimas alcanzadas por el pueblo mexicano en la lucha por su liberación.

Fuente: La Jornada de Morelos
Difusión: AMLO TV

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