LEOPOLDO GAVITO NANSON - JUEVES, OCTUBRE 06, 2011
Durante tres décadas, de los 60 a los 80, los militares estadounidenses llevaron a cabo en muchos países latinoamericanos y del Caribe escenarios y juegos de guerra que formaron la columna vertebral de su política exterior regional. En el marco de una lucha bipolar las concepciones políticas ideologizadas definieron la contrainsurgencia como idea y método articulador de sus estrategias y aproximaciones de política exterior.
La contrainsurgencia tiene por característica estar definida por alguna idea –siempre de límites imprecisos– de seguridad nacional.
Luego del derribo del Muro de Berlín y la caída del socialismo real se desechó el paradigma ya disfuncional de la bipolaridad y el concepto de seguridad nacional se fragmentó en un mosaico múltiple de amenazas y peligros potenciales.
Los “juegos de guerra” estadounidenses en la mayoría de los países de América Latina y el Caribe perfilan un diseño de política exterior estadounidense en buena medida basado en principios de contrainsurgencia dentro de una idea de seguridad nacional cuyos límites siempre son imprecisos y ad hoc.
Así, es común encontrar en los textos analíticos y documentos estadounidenses en que se alude a la seguridad nacional y se la vincula a la lucha contra el narcotráfico, el terrorismo, o la combinación de ambos, el narcoterrorismo, en términos tan ambiguos como modificables de acuerdo con las circunstancias.
La lucha se prevé contra “adversarios” –también imprecisos– que sobreviven en escenarios de montes, aldeas fantasma o en los arrabales perdidos de las megalópolis. En el mejor de los casos cada maniobra militar conjunta (entre fuerzas estadounidenses y tropas locales) asegura algo de territorio y el control operacional, mientras surgen nuevas bases y los radares de vigilancia se multiplican. En casos menos cómodos, las operaciones de Estados Unidos son encubiertas y bajo el manto argumental de inteligencia.
En este esquema rudimentariamente descrito, la guerra de baja intensidad sería, o es, la adaptable herramienta de la redefinida Doctrina de Seguridad. Estadounidense, desde luego.
Michael Klare, profesor de Estudios de Seguridad y paz Mundiales en el Colegio de Hampshire, y Peter Kornbluh, director del capítulo Chile del Archivo de Seguridad Nacional, sostienen que el esquema de guerra de baja intensidad se dirige hoy a movimientos populares, indígenas, campesinos, conflictos sociales. Una suerte de reedición del programa de contrainsurgencia lanzado por Kennedy en los años 60. En los 60 la contrainsurgencia se justificaba por la amenaza del comunismo internacional, hoy se justifica por la amenaza de la droga. En ambas instancias existe una negación total de la base histórica y sociológica del conflicto como lo sostiene James Petras, autor de la página web Rebelión y que en los años 60 fue líder estudiantil en la Universidad de Boston.
Después de su esplendor en los 60, la guerra de baja intensidad renació en los 80 con Reagan (Contras, Arena) y hoy renace de unas inexistentes cenizas para adecuarse en los nuevos paradigmas impuestos por el narco y la narcoinsurgencia.
La doctrina que a principios de los 60 heredó la experiencia francesa en el sureste asiático y que transformó la concepción militar y llevó a la guerra de Vietnam adecua de nueva cuenta el principio de la baja intensidad y renace enriquecida por la experiencia acumulada que incluye desde implantación de dictaduras, guerras encubiertas con utilización de mercenarios contra gobiernos “hostiles”(Nicaragua en los 80), o de contrainsurgencia (El Salvador y Guatemala) con el apoyo y financiamiento en esos países de los malhadados escuadrones paramilitares, hasta las guerras psicológicas o de intervenciones directas.
La guerra declarada por Calderón que compra completo el esquema nixoniano de la guerra contra el narcotráfico parece corresponder a ese esquema de guerra de baja intensidad que hoy recobra vigencia. Eso explicaría los improbables “errores” estadounidenses de Rápido y Furioso y Receptor Abierto.
Es curioso que luego del fin de la bipolaridad y de la incuestionable hegemonía norteamericana, el esquema de guerra de baja intensidad no se haya alterado mayormente. Por el contrario, ha adicionado elementos renovadores para actuar en los 90 y ahora en el siglo XXI con los previsibles conflictos derivados por las asimetrías de la globalización que podrían resumirse en el concepto de pobreza morbosa.
Desde los 80 los estrategas y teóricos militares definieron que la guerra de baja intensidad sería una lucha político-militar limitada con fines políticos, sociales, económicos o psicológicos. “Suele ser prolongada e incluye desde presiones diplomáticas, económicas y psicosociales hasta el terrorismo y la insurgencia” (US Army Operational Concept for Low Intensity Conflict, Fort Monroe, Virginia 1986). Ya en 1986 se habían diseñado estrategias y pautas. Estados Unidos hizo una enorme reorganización de su estructura militar. Bajo el nombre de Military Operations in Low Intensity Conflict se diseñó parte de la doctrina la Guerra de Baja Intensidad 7 (GBI7); éste definía que aunque este tipo de confrontación se ubica generalmente en el Tercer Mundo contiene siempre implicaciones de seguridad regional y global. Los estrategas estadounidenses enumeran una extensa lista de “enemigos” que van desde movimientos insurgentes hasta conflictos sociales pandillas y bandas o empresas criminales. Esa capacidad de inclusión y adaptabilidad de la GBI es la que hace que este tipo de guerra pueda librarse sin un involucramiento militar masivo de Estados Unidos. Y eso explicaría en parte porqué es que la padecemos exclusivamente en tierra mexicana, no norteamericana.
*Es Cosa Pública
leopoldogavito@gmail.com
Fuente: La Jornada de Veracruz
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