Iniciativa Mérida: ayuda envenenada
La Iniciativa Mérida representa, por lo visto, mucho más que un mero acuerdo de seguridad y cooperación entre los gobiernos de México y Estados Unidos en materia de lucha contra el narcotráfico y combate al terrorismo, pues constituye también –como lo informamos en la edición de hoy– una espléndida oportunidad de negocio para decenas de empresas del país vecino: unos 40 corporativos del aparato industrial-militar estadunidense esperan recibir una tajada sustancial de los cientos de millones de dólares en que quedó –tras una reducción sustancial– el monto de la ayuda de Washington a las autoridades mexicanas, entre ellas se encuentran Dyncorp, Northrop Grummman Corp., NOC y Blackwater, firmas que, en los distintos conflictos bélicos propiciados por Estados Unidos en el mundo, han convertido la guerra, la destrucción y el sufrimiento humano en abultadas utilidades para sus accionistas.
Dicha iniciativa ha sido criticada desde antes de que fuese firmada, entre otras cosas, por su enfoque unilateral, militarista y simplista del problema de la criminalidad y la seguridad, por sus semejanzas con el Plan Colombia –que involucró al país sudamericano en el tradicional esquema de contrainsurgencia asistida–, por las claudicaciones que conlleva en materia de soberanía y porque hunde a México en causas que, además de caducas, le son ajenas, como la guerra contra el terrorismo emprendida por la pasada administración estadunidense.
La información ahora disponible agrega un nuevo aspecto negativo, y particularmente alarmante, al acuerdo signado por el titular del Ejecutivo federal de México, Felipe Calderón, y el entonces presidente estadunidense George W. Bush: los presupuestos destinados por el Congreso de Washington a la asistencia a México son, a fin de cuentas, una subvención a la voraz industria militar de Estados Unidos, urgida de nuevos escenarios bélicos –es decir, de nuevos mercados– tras el anuncio de la salida de las tropas ocupantes de Irak.
Es de sobra conocido el círculo perverso que vincula al complejo militar-industrial de la superpotencia con las decisiones geoestratégicas de su gobierno: en numerosas ocasiones, la decisión de involucrarse en conflictos armados o de generarlos tiene la motivación económica precisa de crear oportunidades de negocio para la industria bélica; las consideraciones sobre la democracia, la libertad, la seguridad y la paz suelen ser meros agregados retóricos a un discurso justificador, e incluso los cálculos geopolíticos suelen supeditarse al cumplimiento de las metas de ventas de las empresas de armas y tecnología castrense.
Con esos hechos en mente, no puede desdeñarse el riesgo de que los intereses de la industria militar del país vecino presionen para exagerar, prolongar o extender amenazas reales o supuestas en territorio mexicano a fin de perpetuar sus negocios. Lo que de origen constituye un problema policial de seguridad pública puede ser escalado, en función de esa lógica perversa, con consecuencias impredecibles, pero ciertamente indeseables para México. Por lo pronto, es lógico suponer que los fabricantes de armamento y equipo de defensa han hecho su tarea de cabildeo en el Capitolio, en Washington, para presentar los peores ángulos de la circunstancia mexicana actual.
Todo lo anterior lleva a constatar, una vez más, la equivocación central en la estrategia antidelictiva formulada y aplicada por el actual gobierno mexicano. El combate al tráfico de drogas y a la criminalidad organizada en general debe replantearse en forma radical y sobre bases distintas.
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