martes, 28 de diciembre de 2010

Derechos humanos en un Estado brutalista

Hace 10 días que Marisela Escobedo fue asesinada a las puertas del palacio de gobierno de Chihuahua. Pocos días antes de ser victimada había dicho a las cámaras de televisión que no se movería de su plantón de protesta frente al palacio de gobierno; que si quien la amenazaba iba a atentar contra ella tendría que ser frente a la sede del gobierno de Chihuahua “para que les dé vergüenza”. En efecto, la ultimaron justo ahí, donde ella dijo. El gobierno de ese estado ofreció entonces una recompensa de 700 mil pesos para “incentivar la colaboración de la sociedad en la investigación que realizan de manera coordinada corporaciones de los tres niveles de gobierno y el Ejército mexicano”. Desde luego, no ha pasado nada.

Cuatro días después del infame homicidio, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) condenó el acto, como en muchos otros casos en los que ha hecho lo mismo. México se ha convertido en un país que por sí solo mantiene ocupada tanto a la Comisión como a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Apenas en agosto la Comisión había condenado la brutalidad escandalosa del asesinato de 72 migrantes centroamericanos a manos de bandas del crimen organizado en tierras tamaulipecas. Ese mismo mes la Corte Interamericana sentenció al Estado mexicano por el trato dado a dos campesinos que defendían sus tierras y bosques de la tala de compañías extranjeras alentadas y protegidas por policías, soldados y políticos mexicanos.

En el último año, además de los múltiples señalamientos, el Estado mexicano ha recibido cinco condenas de la Corte por violaciones severas a los derechos humanos y ha emitido recomendaciones muy concretas para ser instauradas por el gobierno. Una en especial: eliminar la jurisdicción militar en delitos contra los derechos humanos.

A todas, el gobierno de Felipe Calderón hace oídos sordos o matiza. La iniciativa de reformas al fuero militar enviadas a la Cámara de Diputados por el Presidente es prueba evidente del escaso compromiso con sus dichos y casi nula coincidencia entre lo que se dice y la realidad. Es por esa razón que, como concluye Margarita Guillaumin en su artículo en esta edición, los que sobrevivimos a Marisela no debemos descansar hasta logar tener, todos, una vida libre de violencia. Está visto que eso depende más de la civilidad y la ciudadanía que del dudoso compromiso del gobierno nacional.

Fuente: La Jornada de Veracruz

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