Epidemia del miedo
Jorge Camil
Los burócratas de la Organización Mundial de la Salud (OMS) son como el pollito que predecía el fin del mundo: ¡se va a caer el cielo!, repetía sin cesar, y el cielo permanecía inmutable. Hoy la moraleja se utiliza para describir a quienes se aferran a la creencia de que algún desastre imaginario es inminente. Los hay pesimistas de todos colores; desde los que predicen el temblor que separará a California del territorio continental, o a México de Centroamérica, hasta quienes aseguran que pronto nos eliminará una hecatombe nuclear.
Los profetas del calentamiento global tienen también sus versiones, igualmente sombrías: el hundimiento de Manhattan y la desaparición de los Países Bajos, para empezar. (Todos ellos harían bien en recordar la suerte de Saddam Hussein, que fue ahorcado tras predecir que respondería a la invasión militar de George W. Bush con la madre de todas las guerras.) Los burócratas de la OMS tienen décadas prediciendo la madre de todas las pandemias, y como principal argumento esgrimen invariablemente la influenza española que ocurrió después de la Primera Guerra Mundial en 1918, una catástrofe tan antigua que se convirtió en leyenda, y que según los más recatados mató a 50 millones y, según los alarmistas, a casi 100.
En los recientes años estos mismos alarmistas han asegurado, con esa certeza de sabelotodo que caracteriza a los funcionarios internacionales, que la influenza del SARS (síndrome respiratorio agudo y severo, por sus siglas en inglés) y la gripe aviar serían respectivamente las pandemias que exterminarían a la humanidad. Y nada. Seguimos como si nada. Pero hace solamente tres semanas volvieron por sus fueros para presentar un bicho desconocido, el virus porcino. Este, aseguraron, sería finalmente el flagelo que acabaría con la humanidad. Pero una vez que los atemorizados mexicanos nos refugiamos en nuestros hogares para escuchar al secretario de Salud, y ocasionalmente al Presidente, los chicos de la OMS continuaron elevando el nivel de alerta epidemiológica (y el de la presión arterial de los mexicanos) hasta llegar a casi el nivel de pandemia. Después, como siempre, se disculparon. ¡Ya vendrá otra! Y, como despedida, rebautizaron la vulgar cepa porcina con el respetable nombre científico de virus A/H1N1.
Durante la contingencia, gobierno y ciudadanos nos enfrascamos en ese juego en el que alguien te pide que pienses un número, le añadas 100, lo multipliques por dos y le quites el número que pensaste. En la guerra de las cifras cada día teníamos información menos confiable, y ni idea de cómo, cuándo y dónde se inició el brote, ni de quién o quiénes convencieron al gobierno para dar la voz de alarma. Fue cuando la pandemia mexicana soltó su carga mortal: una vorágine de especulación e información mediática contradictoria, en la que aparecían cifras tan alarmantes como incongruentes; gobernadores que ocultaban o maquillaban las cifras y muertos anónimos de quienes nunca se revelaron nombres, ocupaciones, circunstancias y fechas en las que ocurrió el contagio o el deceso.
Una ciudad atemorizada se convirtió en escenario de ciencia ficción, primero nublada de tapabocas azules y después convertida en pueblo fantasma. Quedamos a merced de los medios locales, y en manos de un gobierno que presentaba y comentaba información confusa, que paulatinamente comenzaron a contradecir los medios extranjeros y algunos expertos en otras partes del mundo.
Elisabeth Rosenthal, doctora y columnista de The New York Times, que cubrió la influenza de SARS y la gripe aviar en Asia, se reía de quienes aparecían haciendo deporte con tapabocas bajo los rayos del sol y al aire libre (porque los virus se mueren al contacto con el sol). Concluyó con tres recomendaciones sensatas y tranquilizantes: lavarse las manos, evitar el contacto con objetos de uso común y usar tapabocas únicamente en lugares cerrados.
En medio del terror que infundían el gobierno y nuestros medios de comunicación, fue reconfortante leer en Fox Forum, el 25 de abril de 2009, el artículo del doctor Marc Siegel, The most powerful virus is fear, not flu (El virus más poderoso es el miedo, no la influenza). Siegel, un prestigiado epidemiólogo, es autor de dos libros sobre el tema: The Next Pandemic: bird flu or fear (La próxima pandemia: gripe aviar o miedo) y False alarm: the truth about the epidemic of fear (Falsa alarma: la verdad sobre la epidemia del miedo). En su artículo, Siegel afirmó que la influenza porcina no es el asesino que pensamos, que pierde potencia al transmitirse entre seres humanos, y no es tan contagiosa como se afirma. ¿Quién asustó a quién y quién inició la desbandada? Es preciso saberlo, porque a medida que volvemos a la normalidad más mexicanos nos preguntamos: ¿hubo negligencia? ¿Faltó liderazgo? ¿Intervinieron intereses políticos? ¿Quién desató la histeria? ¿A quién atribuirle la debacle económica, las pérdidas millonarias, la ruina del turismo, las relaciones diplomáticas dañadas y la crisis de confianza que resultaron más virulentas que el A/H1N1?
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