martes, 26 de mayo de 2009

Ramón Alfonso Sallard



Ramón Alfonso Sallard

Retorno al estado de naturaleza

La descomposición política, económica y social del país resulta aterradora. Aquél que proclamó “la renovación moral de la sociedad” como lema de campaña, hizo todo lo contrario en el ejercicio del poder, y terminó por escribir el epitafio de las instituciones mexicanas al señalar que es necesario un pacto de impunidad para que funcione el sistema. Sin ser este el propósito, con sus palabras validó la máxima del cacique potosino Gonzalo N. Santos: la moral es un árbol que da moras.
 
Como buen creyente, Miguel de la Madrid tenía que pasar por tres etapas básicas para obtener el perdón: reconocimiento de culpa, arrepentimiento y reparación del daño. Parecía estar en ese camino al hablar del pacto de impunidad y de su equivocación al escoger sucesor. Pero ante el impacto de sus declaraciones en época electoral –acusó de corrupción y de ligas con el narcotráfico al clan Salinas--, los aludidos y la cúpula priista ejercieron tal presión que el susodicho firmó un texto humillante, en el que desmintió sus propios dichos por razones de salud, como si miles de personas no lo hubiesen escuchado.
 
Con este acto, De la Madrid se convirtió en un cadáver político insepulto, pero también –otra vez sin querer—confirmó el pacto de impunidad, y acentuó la conducta criminal y mafiosa de las cúpulas del PRI y PAN, que co-gobiernan el país desde 1988. Este estado de cosas es ajeno por completo al tantas veces publicitado Estado de Derecho, que sólo existe en la propaganda del régimen y en la imaginación de unos cuantos ingenuos.
 
La catarata de miasma que ha caído sobre la clase gobernante, una vez concluida la epidemia de influenza, ha sido producida por ella misma y por algunos satélites como el empresario Carlos Ahumada, beneficiario y víctima a la vez del juego llamado poder. Pero quien abrió el fuego, sin duda, fue el panismo.
 
Torpe Germán Martínez y su jefe, que en aras de ganar para su partido unas elecciones intermedias que poco cambiarán la actual correlación de fuerzas en el Congreso –hay que recordar que el PAN en el Senado es minoría y que cualquier reforma importante tiene que ser sancionada por ambas cámaras--, dinamitaron la convivencia política y social, al acusar la paja en el ojo ajeno sin reparar la viga existente en el propio.
 
Torpes todos los involucrados en esta guerra de lodo: no se dan cuenta que el régimen está en fase terminal y que su estrategia significa echar más combustible a la hoguera. No son arreglos cosméticos lo que se requiere, sino la refundación del Estado mexicano y el restablecimiento del pacto social que Vicente Fox, en su ignorancia y estupidez, dinamitó.
 
Si el guanajuatense hubiese leído a Thomas Hobbes, o si por lo menos Alfonso Durazo se lo hubiese explicado a Martha para que ésta, a su vez, se lo tradujera a él, quizá Fox se habría dado cuenta de la inconveniencia de retornar al estado de naturaleza en el que actualmente nos encontramos. Porque, en tal circunstancia, todo se vale.
 
Torpe el senador Ricardo Monreal –usualmente un hábil operador—que se dejó llevar por la víscera, y, apelando a reales o supuestos agravios, quiso aprovechar la grave fuga de reos en un penal de Zacatecas para ajustar cuentas con la gobernadora Amalia García, sin reparar que se estaba disparando en el pie. Cometió un grave error estratégico y el gobierno federal atizó la pugna entre los antiguos correligionarios, hoy enfrentados, para desviar la atención de las acusaciones de narcotráfico que pesan sobre la administración panista de Morelos.
 
¿Qué sigue? Al parecer, el aumento de la pugna hasta un punto de no retorno. Están en una riña campal de todos contra todos. Bien decía Jesús Reyes Heroles que no debía de despertarse al México bronco, porque después resultaría incontrolable. Pero Felipe Calderón, cual peleador callejero, escogió el camino de la confrontación y la discordia como parte nodal de su estrategia legitimadora. A estas alturas me parece que es cada vez más claro su error.
 
La repetición de la historia –primero como tragedia, después como farsa—parece encontrar sustento en la entrevista Aristegui-De la Madrid: puede tener un efecto tan devastador para el régimen como la que tuvo en su momento el encuentro Creelman-Porfirio Díaz.

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