Sin duda que el significado de aquella vieja expresión del liberalismo francés ‘laissez faire-laissez passez’ adquiría distintas dimensiones cuando era usada como arenga política por la naciente burguesía frente al poder absoluto del Rey; del que tiene en la actualidad, cuando esa clase burguesa, ahora tiene bajo su dominio hegemónico a los Estados modernos y nuestra civilización sobrevive a los embates de la política y la economía manejadas desde los centros del poder imperial. La fase histórica contemporánea caracterizada por el predominio político y económico de los Estados Unidos de América, en apariencia vencedor del modelo de economía planificada que representaba el bloque europeo de países del socialismo real, dio impulso a la filosofía neoliberal que preconizó, entre otras cosas, la nueva fachada de aquel viejo liberalismo burgués, que ahora, bien remozado, bautizaba como ‘desregulación’.
Pero esta desregulación, no solamente ha implicado la permisividad de las leyes hacia la compleja red de negocios de todo tipo con los que es posible la obtención de ganancias; sino ahora también, esa desregulación pasa, fundamentalmente, por el control directo de los Estados, en tanto estructuras institucionalizadas de poder político y bélico. Es decir, no existe mejor garantía de que las leyes sean permisivas hacia la actividad empresarial –en la más amplia acepción que esto significa-, en tanto posibilidad de generación de ganancia como de su apropiación privada, que teniendo controlado en forma directa el aparato del Estado, como ente de poder político productor de las leyes y como ente de poder bélico que garantiza, por la fuerza, la manutención de la vigencia de esas leyes así como la situación social generada con la aplicación de ellas.
Pues bien, si queremos saber en donde se relacionan los intereses de la burguesía política, financiera y empresarial, con el aparato de Estado y con la delincuencia organizada, sólo debemos buscar el interés que les es común: la ganancia y su apropiación privada. El pasado lunes se difundió esta noticia:
“Las millonarias ganancias del narcotráfico en nuestro país ingresan al sistema financiero internacional a través de uno de los bancos más grandes de los Estados Unidos.(…) Ganancias multimillonarias manchadas con la sangre de miles de personas que anualmente mueren por la violencia desatada por los cárteles mexicanos, está siendo introducida de manera ilegal a través del convenio que sostiene Wachovia Bank con las miles de Casas de Cambio existentes en ambos países. (…) Las autoridades norteamericanas sancionaron al banco por no aplicar rigurosamente las políticas internacionales para evitar el lavado de dinero, sin embargo, el monto de la multa no equivalía ni al 10 % del dinero que ya había circulado a través de sus cuentas y el caso nunca llegó a los tribunales, pues no se ejecutó acción penal sobre alguna persona ya que a los cuentahabientes de dicho banco los protegía la Ley del Secreto Bancario.” (El Economista, 4 de abril, portada)
“Pese a que el banco fue advertido del riesgo por estas acciones, se mantuvo en ese negocio donde el crimen organizado realizaba depósitos que contenían grandes cantidades de dinero. Como consecuencia, Wachovia sólo pagó a las autoridades norteamericanas una multa de 110 millones de dólares por haber permitido dichas transacciones y otra de 50 millones por no haber impedido la utilización de dinero en efectivo para el transporte de 22 toneladas de cocaína. Además, fue sancionado por no haber aplicado las reglas antilavado de dinero por la transferencia de 378,400 millones de dólares -suma equivalente a un tercio del PIB de México- a cuentas de las casas de cambio mexicanas, con las que hacía negocios.” (Revista Sexenio, 4 de abril, portada).
Estas revelaciones ponen de manifiesto y explican los mecanismos de relación que se dan entre, en este caso, los bancos y el gobierno de Estados Unidos; de modo que una acción delictiva grave no es castigada como tal, sino sólo mediante multa como si se tratase de una simple infracción administrativa. Aquí se refleja claramente la relación que se da entre el Estado, los factores reales del poder (bancos) y el manejo de la ley. Esta relación evidencia que, tener el control de las instituciones estatales implica tener también el poder de calificación sobre las conductas de las personas y determinar que, una, es ilícita aun cuando no lo sea; o que, otra, no lo es aunque objetivamente sí lo sea. En la jerga ministerial o judicial esto es vulgarmente conocido como fabricación de delito en el primer caso; y, como protección política, en el segundo.
También, salen a luz pública los niveles de ingresos gananciales que tiene la delincuencia organizada sólo por el narcotráfico (algo similar debe ocurrir con las otras modalidades como contrabando, robo de autos, trata de personas, tráfico de migrantes y otros) cuyos exorbitantes montos pasan a formar parte del sistema financiero internacional y, por consecuencia al de nuestro país, de cuya buena salud presumen los políticos de primer nivel en México. Ese dinero, también forma parte del sistema crediticio con el que los organismos internacionales hacen los préstamos anticrisis a los países dominados y los bancos usuran a sus clientes. Acaso esto explique la necesidad gubernamental de privatizar y extranjerizar la banca en México. (El tema acerca de cómo se da la relación concreta entre el gobierno y los capos mexicanos de la droga, allá por el año 1982, ha sido excelentemente abordado, bajo el género literario de novela, por Gregorio Ortega Molina, Crimen de Estado, de Plaza y Janés, publicada en 2009).
Parece evidente entonces que el dinero que producen los negocios de delincuencia organizada es el que respalda, hoy por hoy, las crisis económicas que le son inherentes al capitalismo, derivadas de las ansias de apropiación privada y de sus consecuencias naturales: la atrofia de circulación del flujo monetario y las crisis del mercado interno. Confiada en este soporte económico, la clase político financiera empresarial puede seguir diciendo a los cuatro vientos que la inseguridad es el principal freno de la actividad económica y que el segundo obstáculo lo constituye la falta de “cambios estructurales” en alusión a las proyectadas reformas fiscal, energética, laboral y de telecomunicaciones. Es decir, desde las alturas se alienta la perspectiva que ve a la delincuencia organizada como problema criminal y no como lo que realmente es: un problema político-económico estructural. Aquí, la inseguridad es el medio; los cambios estructurales, la finalidad que se busca.
¿Cuál es el significado político, económico y social que tiene el hecho de que el dinero que proviene de la delincuencia organizada, nutra al sistema financiero internacional y por consecuencia al de México? Tiene varios. Primero, que la inseguridad, como eufemísticamente se trata al fenómeno representado socialmente por la delincuencia, no es un el obstáculo para la actividad económica empresarial puesto que le sirve de soporte financiero; la inseguridad es, ante todo, un negocio que reditúa enormes ganancias y que por tanto recibe de las estructuras estatales la misma protección que cualquier otro negocio que las genere, salvo las cuestiones que son propias a la competencia económica. Por ello la revista Forbes no tiene empacho alguno en incluir a conocido narco mexicano en su lista de hombres más ricos del mundo.
Segundo, la delincuencia organizada no puede, ni debe, seguir siendo analizada como un fenómeno del orden criminal, sino como propio del funcionamiento del esquema capitalista actual y por tanto como un problema esencialmente político. Cerca de 40 mil muertos en México acreditan fehaciente, pero macabramente, que enfocarlo como una cuestión de delincuencia es una posición que ya no resiste el menor análisis. El problema no radica en la existencia de leyes que castiguen tal o cual delito. Desde hace muchos años está previsto el delito de homicidio en los códigos y, sin embargo, por estos miles de muertos en el supuesto combate al narco; o por los feminicidios de Ciudad Juárez, no hay quien pague culpas purgando condenas. La aplicación y cumplimiento de las leyes no es un problema jurídico; es, ante todo un problema de voluntad del Estado, un problema político atribuible a cada uno de los gobiernos que lo dirigen.
La enseñanza básica de la Convención de Palermo (Convención de las Naciones Unidas contra la delincuencia organizada trasnacional, Palermo, Italia, diciembre de 2000) es: no existe delincuencia organizada, sin protección gubernamental. No hace mucho tiempo Genaro García Luna, sostuvo:
El secretario de Seguridad Pública federal, Genaro García Luna, reconoció ayer ante diputados y senadores que a cuatro años de declarada la “guerra” contra la delincuencia organizada, el actual gobierno no ha podido consolidar una política de Estado en materia de seguridad pública, y resaltó que uno de los temas claves para combatir a las bandas es terminar con la protección oficial que se les da desde la administración federal, las estatales y municipales. (La Jornada, 1 de febrero, p. 11)
Tercero, es la inserción del dinero de la delincuencia organizada como soporte del sistema financiero internacional lo que explica la necesidad de privatización de las empresas que antes eran propiedad del Estado, como los bancos, que tras su nacionalización fueron saneados con dinero público y luego devueltos a la iniciativa privada que los vendió, con autorización del Estado, a la banca extranjera en el sexenio de Carlos Salinas. De modo que el auge de los negocios de delincuencia organizada fue debidamente preparado desde los ámbitos de gobierno que jefaturan a los Estados mediante los procesos de ‘adelgazamiento del Estado’ y la consiguiente privatización de las empresas que antes fueron propiedad nacional. Por ello, los negocios de delincuencia organizada y el accionar de las bandas que los llevan a cabo no afectan, sino apuntalan, a la macroeconomía; y, ni los políticos de alto nivel o los grandes empresarios se sienten intimidados por la existencia de ellos.
De esos procesos de privatización surgieron todos los ricos que México ha dado al mundo, que configuran la elite que dirige las riendas del grueso de la economía nacional y que en connivencia con los órganos financieros internacionales y el gobierno de Estados Unidos, deciden quién debe gobernar en México; lo cual explica los fraudes electorales de 1988 y 2006. Así ni el actual, ni anterior o futuros gobiernos, podrán establecer una adecuada política de Estado en torno a la inseguridad, debido al diseño que institucionalmente se le dio a éste al quitarle la propiedad de empresas que serían prioritarias para enfrentar a la delincuencia organizada. Ninguna lucha contra el crimen organizado dará resultados efectivos si puertos, aeropuertos, carreteras y bancos son propiedad de particulares. En otras palabras, haber privatizado los lugares naturales por los que transita la droga (o autos, personas, contrabando, etc) y aquellos donde va a parar el dinero obtenido como ganancia por el delito, fue el mejor método para propiciar el auge de tales actividades. Se habla incluso de privatizar aduanas y cárceles, lo que por ahora no ha sido llevado a cabo gracias al papel permisivo que en estos ámbitos juega la corrupción generalizada que permea a todo el cuerpo del Estado Mexicano. El problema social generado en México por el fenómeno de la delincuencia organizada y su estela de violencia sanguinaria o mortal se reduce a la formulación de una sola pregunta a los órganos del Estado: ¿se quiere combatir el fenómeno, o no?
Cuarto, la inseguridad pública proveniente de la delincuencia social puede tener visos de solución mediante el impulso de políticas incluyentes en salud, educación, techo y trabajo para la población más pobre; pero la derivada de la delincuencia organizada no puede ser combatida de la misma manera, atento a que se trata de un gran negocio que beneficia a la población más rica del país, a costa de la vida de miles de individuos de la población pobre que perecen en el diario transitar de la droga. Se usará al ejército, a la policía, nos seguirán diciendo que se detuvo, abatió o extraditó a tal o cual capo, habrá más violencia en México, la gente seguirá muriendo y, después de todo ello, el fenómeno de la delincuencia organizada seguirá aquí El combate a este flagelo social no se hará efectivo mediante medidas de política criminal cuya eficiencia se encuentra cuestionada por la pregunta de si realmente se quiere combatir, o no. Revertir el deterioro de nuestra vida social, que en demasiadas ocasiones tiene visos de franca descomposición, no es tarea sencilla si se consideran las implicaciones del entramado político y económico que representa la disputa por los mercados abiertos por la delincuencia organizada, sus ligas financieras y los sangrientos índices de violencia que se le han asociado y dejado crecer. Sólo será la llegada al poder de un gobierno de corte nacionalista y popular que, regenerando el ámbito del Estado y las líneas de su acción pública, tendrá las posibilidades reales y factibles para atacar este mal de raíz. No es el camino cómodo ni tampoco el más fácil. Enfrentaría muy duras pruebas y sería sometido a ataques de todo tipo. Con todo, me parece que es el único.
Heroica Puebla de Zaragoza, a 5 de abril de 2011.
JOSÉ SAMUEL PORRAS RUGERIO
Fuente: REDDH
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