Manuel Bartlett Díaz
04 de junio de 2009
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Las elecciones avanzan entre el desinterés y el repudio. Las encuestas son reveladoras, se calcula una participación de 30% a 35%. A este panorama hay que añadir el creciente movimiento “anulista” —asistir para anular el voto— que se calcula en 10%, lo que llevaría a una votación de 20% o 25% del electorado. Así está, todos los actores políticos han contribuido a fomentar el desprecio electoral.
El proceso electoral es ajeno a las preocupaciones generales. El gobierno carece de oferta ante el desastre económico al igual que los partidos. Se eluden los temas principales en un cínico acuerdo virtual que mantiene a los partidos sin compromisos sobre asuntos que toquen intereses poderosos. No hay debates, se les pueden escapar ideas comprometedoras; hay acusaciones de lavadero, evitemos que “la política nos divida”, reza el despolitizador eslogan priísta.
Inició el proceso con ventaja del PRI. Alarmado, Calderón se lanzó a alterar el rumbo electoral a través de golpes mediáticos, buscando posicionar su deslavado gobierno. El Presidente manipula la agenda política, minimizando el proceso electoral. “La fiebre del cochino”, que pilló al gobierno impreparado, dependiente del exterior, con un sistema de salud demolido, llevó a medidas que dañaron al país, ha sido presentada como un éxito presidencial. Empantanado en la economía deviene el “salvador de la humanidad”, con las televisoras todo se puede.
Superada la epidemia surgen informaciones del agravamiento económico, inicia otra serie de golpes mediáticos: el Ejército y federales violentan autonomías estatales, con una desvergüenza electorera que disfraza con su dominio de la información. Nadie confronta estas acciones que reflejan el fracaso del gobierno, para no ser acusado de narco. ¿Quién atiende la elección en medio del perpetuo sainete calderonista?
Los partidos han contribuido a envilecer el proceso manteniendo una indefinición ideológica cómplice del gobierno. Sus cúpulas actúan con brutal autocracia, los diputados someten su representación a los intereses cupulares. No hubo debate en la cámara saliente, sólo sumisión, acuerdos entreguistas. Los candidatos fueron designados para responder a los intereses de quien los benefician.
¿Votar o anular el voto? Quienes defienden el voto no desconocen el rechazo a la elección; consideran que es peor no votar porque debilita al sistema democrático, escojamos al menos malo. En realidad el sistema se impondrá. No hay diferencias entre los partidos, sus dirigentes obedecen a los mismos intereses. Los candidatos han sido seleccionados en esta cultura de obediencia, da lo mismo si un partido obtiene más curules que otro; la mayoría está garantizada para el partido de la oligarquía, sumada la minoría ya cooptada en el Senado. Escoger al menos malo nada altera. El Ejecutivo, ese que quisiéramos que tomara decisiones urgentes que no toma, tendrá una cámara aliada.
El voto legitima esta composición. Los candidatos designados cupularmente serán diputados, sus coordinadores saldrán de sus propias filas por acuerdos externos y pasarán a disponer libremente de enormes fondos, para comprar lealtades. Actuarán todos en representación de la nación y decidirán entre tantas cosas el presupuesto nacional como se les indique. Usufructuarán el poder como si no pasara nada. ¿Cómo acabar con esta estructura que se reproduce como una hidra de elección en elección? ¿Podemos esperar del voto personal algún cambio? Habrá que empezar por rechazar el todo, denegar una legitimidad obligada, anular el voto. En los linderos de la ilegitimidad electoral o ausencia de representatividad, partidos y dirigentes carecerán sin duda de autoridad política y moral, abriéndose el camino al cambio, será un importante mensaje.
mbartlett_diaz@hotmail.com
Ex secretario de Estado
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