jueves, 4 de junio de 2009

Doble discurso


Doble discurso

Adolfo Sánchez Rebolledo

Según el presidente Calderón –y no es la primera vez que lo dice, aunque no siempre haya sido tan contundente– lo que está en juego es el futuro de la democracia, las instituciones representantivas y la capacidad como país para alcanzar el desarrollo por la vía de la legalidad. Ni más ni menos. Antes, como respuesta a las quejas de que las actuaciones federales en Michoacán podían ser violatorias del pacto federal o tener estrechos fines electorales, el secretario de Gobernación puso en juego ese argumento mayor: “Es importante decir algo: que nadie se jale la marca (sic). Estos operativos son en defensa de todos los partidos, como instituciones fundamentales para la vida democrática del país”. Esa es, por ahora, la versión oficial, ratificada tras la reunión del Consejo de Seguridad Nacional, después de la cual las voces mínimamente discrepantes recibieron, y cómo no, puntuales contestaciones por parte del Ejecutivo y su partido.

Si, en efecto, está en juego la viabilidad del país (y, por tanto, es mejor callar ante los excesos autoritarios que criticarlos), menos se entiende el doble discurso oficialista que, por un lado plantea la exigencia de la unidad nacional contra la delincuencia organizada (México nos necesita unidos, Calderón) y, por el otro, no deja de partidizar la guerra contra el narcotráfico, identificando a las oposiciones con los enemigos de México (Germán Martínez). La pretensión de juzgar electoralmente el pasado se convierte así en un ejercicio irresponsable de acusaciones genéricas que, sin embargo, no trascienden al ámbito penal ni desatan los nudos más gruesos de la impunidad. En cambio, envilecen la lucha política, desatan el cinismo y hacen soñar a los nuevos derechistas.

Si el Presidente cree que la mayor amenaza a la democracia proviene de la infiltración de la delincuencia organizada en las organizaciones del Estado, partidos, congresos y gobierno en todos sus niveles, entonces –me parece– está obligado a ofrecerle a la ciudadanía mucho más que una política de hechos consumados, revelada a cuentagotas a través de los voluntaristas partes de guerra emitidos por el alto mando, por lo general carentes de una evaluación crítica de la estrategia en curso que nos permita saber si avanzamos o retrocedemos.

Da la impresión de que, para el gobierno, lo más importante es transmitir el mensaje de firmeza que lo obsesiona, aunque para ello deba hacer a un lado cualquier ejercicio de pedagogía cívica y legal, la ejemplaridad que educa en el cumplimiento de la ley. No tiene sentido que nos digan que se tiene meses investigando y resulta que no hay un pliego de consignación y por ende no sepamos de qué se les acusa, pero sí se les arraiga por 40 días, señaló con razón el diputado González Garza.

Ante la catastrófica situación de la seguridad pública, hemos aceptado a regañadientes la presencia del Ejército para combatir a la criminalidad. Ahora se nos pide que no se considere la irrupción violenta en el palacio de gobierno de Michoacán como una violación al pacto federal. Y luego, ¿qué sigue?: ¿la suspensión de las garantías individuales sin pasar por los procedimientos requeridos por la Carta Magna, o la colaboración de fuerzas de seguridad extranjeras en territorio nacional?

Nadie debería subestimar los riesgos que entrañan las actividades de las bandas que operan en el territorio nacional, pero tampoco es aceptable que todas las acciones del poder son por definición legítimas, desinteresadas o apartidistas... o las únicas posibles. La mayor colaboración entre todas las fuerzas políticas y civiles es indispensable para contener a un poderoso enemigo que está en todas partes, a condición de que la lucha contra el narco no se convierta en una estrategia facciosa o en el procedimiento autoritario para remodelar sin decirlo la relación del gobierno con las demás instituciones del Estado y con la misma sociedad (hasta donde se sabe, todavía hay una Constitución, que debería respetarse).

La lucha contra la delincuencia organizada requiere de un enfoque realista sobre las causas y las opciones que se nos presentan. No es una buena idea jugar con el sentido de los conceptos para impresionar a la audiencia. Por ejemplo, es difícil aceptar la identificación presidencial de la acción criminal de las bandas organizadas con el terrorismo, cuyos objetivos, más allá de las semejanzas en cuanto a los medios empleados, sólo se explican, en México o en el mundo, como un camino para destruir una forma del Estado en nombre de un principio o una idea absoluta, sea ésta de orden social, religioso o nacional. ¿Es eso, en verdad, lo que quiere el narcotráfico con sus crímenes atroces? ¿O, más bien, busca un nuevo statu quo que le permita fortalecer el negocio aprovechando los usos y costumbres, los vacíos y las herencias perniciosas, las normas y reglas del régimen político actual, cuya reforma a fondo sigue siendo una tarea pendiente?

Dicho de otra manera: cuando el Presidente habla de peligros a la vista, cabe preguntarse si la descomposición del régimen político es la consecuencia directa de la acción del crimen organizado o, como otros plantean, es la prolongada crisis de las instituciones, incluyendo a las que tienen a su cargo la administración de la justicia y la persecución del delito, con sus secuelas de corrupción, las que han favorecido la rápida expansión del crimen organizado. Cuando el Presidente habla de los 60 mil delincuentes recluidos en las cárceles toca de soslayo la magnitud social del problema, cuya invisibilidad se funda en la negativa del Ejecutivo a reconocer la fragilidad del tejido social, debilitado por años de crisis y ausencia de crecimiento. Esas son las condiciones objetivas que favorecen, junto a las realidades geográficas y económicas del mundo global, el desmesurado despliegue del poder de las bandas delincuenciales. La impunidad no se ha dado en el vacío institucional, como si fuera una condición externa al sistema político: no es un tema de ayer incrustado en el presente que devora nuestro futuro. Por eso las soluciones exigen, además de poner en tensión la fuerza legítima del Estado, darle paso a la profunda reforma política y social que la alternancia abandonó apenas nacer. Pero a ese cambio no están dispuestos.

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