Ramón Alfonso Sallard
Desolación
Pocas veces en mi vida me he enfrentado al compromiso de escribir sin tener la certeza o la mínima claridad sobre cómo abordar un determinado tema. Hoy es una de ellas. Y no es por falta de información o por ausencia de opinión. Al contrario: el material de que dispongo es abundante y mi posición es clara.
El problema es que hacer un análisis –es decir, utilizar la razón– resulta muy complicado cuando es más fuerte el sentimiento. La tragedia de Hermosillo, en la que hasta el cierre de edición habían muerto 45 niños, me duele tanto que durante toda la semana traté de evitar el tema hasta donde pude. Pero inevitablemente iba a él una y otra vez.
¿Cómo podía ignorarlo si mi sobrina Ana Lucía estaba ahí? No. No fue una de las víctimas. Colette, su madre, llegó por ella a la guardería unos minutos antes.
¿Cómo podía ignorarlo si la abuela de la niña, Silvia, puso a disposición de familiares de las víctimas toda su capacidad y conocimientos como terapeuta, en agradecimiento porque su nieta se salvó? Pero ni ella, con todo su bagaje, pudo evitar que el dolor la rebasara por momentos.
¿Cómo podía ignorarlo si Sandra, madre de mis hijas, inevitablemente tuvo que reportear la tragedia? ¿Y Rocío, su hermana, cirujana pediatra de excelencia, atendió a varios de los niños quemados? ¿Y el llanto de mi madre? Y… ¿para qué seguirle?
A medida que escribo trato de ponerle nombre al sentimiento. La primera palabra que me viene a la mente es desolación. La experimenté por primera vez el 23 de marzo de 1994. Yo era entonces responsable de la edición Noroeste de El Financiero y, como tal, me tocó seguir muy de cerca los acontecimientos del día desde todos los ángulos. Fuimos los primeros que enviamos un cable con la versión del fallecimiento de Luis Donaldo, pues un reportero nuestro se enteró al momento en que ocurrió: estaba con el entonces arzobispo de Hermosillo, Carlos Quintero Arce, cuando su par de Tijuana, que había permanecido al lado de Diana Laura, se lo dijo por vía telefónica.
Lo peor no fue cuando Liébano Sáenz, vocero del candidato presidencial del PRI, subido a una mesa, confirmó con palabras entrecortadas la muerte de Colosio. Lo terrible vino después, al cierre de edición. Recuerdo perfectamente la soledad absoluta de las calles de Hermosillo y el viento que hacía volar la propaganda del candidato asesinado en Lomas Taurinas. Y el sentimiento de desolación al llegar a casa.
Ese día no dormí pensando en la clase de país que éramos y en el que podíamos llegar a ser en el futuro. Sentí miedo de que mis hijas crecieran en un lugar así. Sin embargo, debo reconocer que me quedé corto. Las cosas están hoy mucho peor de lo que imaginé entonces. La nación se desmorona a pedazos por la corrupción, la impunidad y la violencia.
El incendio en la guardería no fue un accidente: hubo negligencia criminal. Es decir, se pudo evitar si se hubiesen cumplido las normas de seguridad. En la versión oficial, sin embargo, nadie es autor intelectual ni material de la tragedia. En otras palabras: nadie es culpable. Sólo habrá castigos menores para los involucrados. Y es que la clase gobernante se sostiene –tal como lo dijo el ex presidente Miguel de la Madrid– por el pacto de impunidad que impera entre ellos. Es un asunto de complicidades mutuas.
¿La muerte de 45 niños no es suficiente para mover conciencias? ¿Es tanto el desánimo en la población? Pinches políticos: ¿qué han hecho con esa gran nación que alguna vez fue México? Peor aún: ¿qué hemos hecho nosotros, la sociedad civil, para evitar la descomposición del país?
Quizá me equivoque, pero el hartazgo ciudadano puede dar lugar a un clamor popular que en otras latitudes ya ha surtido efecto: ¡que se vayan todos! Cuando nuestras élites lo entiendan, si es que lo hacen, puede ser demasiado tarde.
No hay comentarios:
Publicar un comentario