Paupérrimos campesinos, defensores del medio ambiente, denuncian incursiones de grupos paramilitares y de sicarios en su comunidad. En los últimos meses han sido asesinados cuatro habitantes que pugnaban por el respeto a sus montes. Explican que al salir de su pueblo se convierten en blanco de taladores y narcotraficantes que operan en la zona. Además, su ejido mantiene una disputa de 650 hectáreas de selva con el ganadero Francisco Arroyo, a quien identifican como familiar de Érit Montúfar, director de la Policía Investigadora Ministerial del estado
Zósimo Camacho / Julio César Hernández, fotos / enviados
El Espíritu Santo, Ajuchitlán del Progreso, Guerrero. Destellos de ocotes, velas y lámparas de pila dibujan siluetas intermitentes. Los hombres de la cuadrilla –adolescentes, jóvenes y viejos– velan el sueño de las mujeres y los niños. La noche, nebulosa y sin luna, cae espesa sobre esta comunidad ubicada en el corazón de la sierra de la Tierra Caliente, lejos no sólo de la luz eléctrica, sino de los servicios de salud, los caminos pavimentados, los programas asistenciales y la “justicia”.
La selva no descansa. Un abigarrado concierto de coleópteros y aves nocturnas hacen que los hombres levanten la voz para hacerse escuchar. Pocas palabras. No hay mucho que decir. A estas horas, platicar no es otra cosa que “regar y hacer crecer el miedo”. Es mejor guardar silencio.
—Ya se nos arruga el cuero, pues –dice, a manera de disculpa, uno de los hombres que apenas perceptiblemente se mece en una hamaca. Las débiles ráfagas de luz advierten bigote ralo, nariz aguileña, alrededor de 35 años.
Los centinelas reportan “todo tranquilo”. Buscan un banco o una silla donde sentarse. Toman café mientras ven partir a sus relevos rumbo a las cuatro esquinas de la comunidad.
Temen una nueva incursión de hombres armados con cuernos de chivo –los fusiles de asalto automáticos AK-47–, que merodean por los montes de la comunidad, un ejido de 18 mil 60 hectáreas. En el día que concluye, los pobladores recibieron amenazas. Los verdugos aseguraron que entrarían a “despellejar” a las mujeres y a los niños, y a “destazar” a los hombres.
—Y ya vimos que sí cumplen; pero qué le hacemos: nosotros estamos jodidos y ni podemos irnos de aquí –comenta otro de los campesinos, como todos, de huaraches, pantalones remangados, camisola desabotonada y sombrero calentano.
Agrega que están alertas para, por lo menos, intentar refugiarse.
Los últimos asesinatos cometidos contra integrantes de esta comunidad, también miembros de la Organización Campesina Ecologista de la Sierra de Petatlán y Coyuca de Catalán, ocurrieron el 26 de junio pasado: Leonel Castro Santana, de 23 años, y Ezequiel Castro Pérez, de 17, fueron acribillados en la cabecera municipal de Ajuchitlán. Habían bajado al pueblo a comprar despensa. La comunidad les había encomendado traer enseres y alimentos para todos. Enviaron a ellos porque consideraban que las amenazas pesaban solamente sobre los adultos.
Dos meses antes, en abril, un comando armado de alrededor de 15 personas irrumpió en la comunidad y torturó y asesinó a Avelino Castro Santana, de 32 años. El hombre recibió más de 60 balazos de AK-47 en el rostro, por lo que quedó irreconocible; previamente fue torturado con un cuchillo.
Un par de años atrás, el 12 de mayo de 2007, había ocurrido el primer asesinato, el de Avelino Castro Solís, hombre de 58 años, líder de la comunidad y activista a favor del medio ambiente. Denunció la tala ilegal y organizó a los habitantes de El Espíritu, como simplemente llaman a su comunidad, para, mediante la lucha social y la denuncia pública, mantener a raya a las bandas de talamontes que han arrasado con los ejidos circunvecinos. El campesino fue asesinado en la cabecera municipal de Ajuchitlán de seis balazos en el abdomen.
Los autores de los cuatro asesinatos, aseguran los habitantes de la comunidad, son los mismos. Están libres a pesar de haber sido apresados en dos ocasiones. Los “errores” en la integración de los expedientes han hecho que los pistoleros sean puestos en libertad en menos de 72 horas.
Talamontes y narcotraficantes
A la estridencia de los insectos y las aves se suma el estruendo de un aguacero sobre los techos de lámina. Los relámpagos dejan ver, por momentos, los ojos con cataratas de Salvador Castro Palacios. Con 81 años, es el más viejo de la comunidad.
—Están matando a todos. Ya no podemos trabajar. Muchos hombres son emboscados –suelta ante el silencio de los demás.
—Quiénes los están matando.
—Los que queman los cerros y talan el monte. Son gente mala y trae armas. Y aquí nosotros nos tenemos que aguantar. Se están acabando a todos mis sobrinos y estamos aquí nomás esperando la muerte.
El viejo carraspea, coloca su sombrero sobre sus piernas y dice: “Ésos andan hermanados con los Zetas (los sicarios del cártel del Golfo) o con los Pelones (los sicarios del cártel de Sinaloa): andan juntos, traen buenas armas y el gobierno no hace nada”.
Desde 2007, delegados de la Procuraduría Federal de Protección al Medio Amiente (Profepa) en Guerrero y en Oaxaca advirtieron que los taladores se habrían asociado con grupos de narcotraficantes. Máximo Toledo y Marvey López –entonces delegado de la Profepa en Juchitán, Oaxaca, e investigador de la Procuraduría de Ecología de Guerrero, respectivamente– declararon al diario El Universal que habían sido amenazados de muerte y que en la zona se corría “un gran peligro” porque “el tráfico de maderas está asociado al narcotráfico”.
El 11 de julio pasado, el procurador de Protección Ecológica del estado, Tulio Ismael Estrada Apatiga, denunció que en Guerrero se pierden 49 mil hectáreas de bosques al año sin que las autoridades federales actúen para detener esa deforestación. El funcionario explicó que las áreas devastadas se encuentran en la sierras de Omiltemi, Petatlán, Zihuatanejo, “y en general todo ese brazo de la sierra madre del sur”, donde también se ubica el ejido El Espíritu Santo.
Selva arrasada
Ciudad Altamirano, municipio de Pungarabato, es la metrópolis más importante de la Tierra Caliente. Ubicada en la planicie, es caja de resonancia de lo que ocurre en la sierra. Toda la ciudad parece ser un bullicioso y caluroso tianguis donde viejos automóviles con altavoces ofrecen los periódicos del día: “¡El maestro que no llegó a su escuela ya fue encontrado! ¡Le cortaron la cabeza! ¡Su cuerpo estaba en el basurero! ¡Aquí vienen las fotos!”
Aproximadamente a 30 kilómetros se encuentra el pueblo de Ajuchitlán del Progreso, cabecera municipal de 39 ejidos y comunidades que poseen en conjunto 169 mil 804 hectáreas de sierras, cañadas y planicies, según el Censo 2001 del Instituto Nacional de Estadística y Geografía. El lugar sirve de avituallamiento para las comunidades serranas, donde no hay luz eléctrica, caminos pavimentados, centros de salud, escuelas, tiendas ni agua potable. En esta cabecera han sido asesinados tres campesinos ecologistas de El Espíritu.
En las afueras de Ajuchitlán, en un paraje conocido como Vallecitos, inicia el camino terregoso que sube a la sierra. Los montes del ejido Amuco de la Reforma, municipio de Coyuca de Catalán, lucen devastados. Oficialmente se trata de sierra de selva caducifolia; sin embargo, los cerros están cubiertos de vegetación enana y apenas asoman de manera esporádica árboles jóvenes.
En algunas laderas se observan los estragos del líquido “mata todo”, el Glifosato, cuya combinación química de carbono, nitrógeno, oxígeno y fósforo tiene la capacidad de destruir indiscriminadamente todo tipo de hierbas, plantas y arbustos. Los cerros lucen amarillos, marchitos y escurridos. La mayoría de herbicidas basados en el Glifosato están patentados por la trasnacional Monsanto. A falta de árboles, las calandrias anidan en los cables que llevan luz eléctrica a comunidades cercanas. Bolsas tejidas con ramas y lodo cuelgan de los gruesos alambres.
A los 50 kilómetros, el camino terregoso se interrumpe abruptamente. La comunidad de El Espíritu se encuentra a otros 15 kilómetros que deben ser transitados a pie. La selva se hace espesa y oscura. Inician los montes de los campesinos amedrentados por los talamontes y –aseguran–narcotraficantes. Las veredas bordean un caudaloso y apacible río nombrado como la localidad: El Espíritu Santo.
Las primeras “advertencias”
El 27 de mayo de 2005 Rubén Castro Santana y Fidel Castro Solís fueron aprehendidos en la cabecera de Ajuchitlán del Progreso. De manera separada habían acudido a recibir el crédito del Programa de Apoyos Directos al Campo (Procampo).
—Había ido a recoger el dinero para prepararme para las aguas –explica con voz pausada Fidel, de 39 años.
Ya con la temporada de lluvias en puerta, el campesino acudió por el “apoyo” para completar el dinero destinado a la compra de semillas y fertilizantes.
—Iba para la oficina cuando se me atravesó un carro de la (policía) judicial. Eran dos agentes. Me dijeron que tenía una orden de aprehensión. Y me llevaron a Arcelia. Y me carearon con unas personas que me estaban achacando un difunto.
Rubén también fue detenido en las inmediaciones de la oficina municipal dispuesta para los programas asistenciales federales y estatales.
—Me detuvieron cuatro. Me agarraron y me dijeron que tenía delitos. Yo desconocía que tuviera problemas.
Fidel fue acusado del homicidio de un vecino de Ajuchitlán: Reynaldo Mandiola Martínez; Rubén, del asesinato de un habitante de una ranchería de la sierra: Leonardo Perea. Sin ninguna prueba más que las declaraciones de “testigos” que nunca habían visto en su vida permanecieron años en la cárcel. Fidel, cuatro años y dos meses; Rubén, tres años. No hubo pruebas de ningún tipo en su contra y las sentencias fueron absolutorias.
—Nosotros no tuvimos ningún mal comportamiento dentro del Cereso (Centro de Readaptación Social). Somos gente de trabajo y ahí comenzamos a trabajar. Yo me dediqué a hacer tarrayas, hamacas y bolsitas de plástico –platica Fidel, quien obtuvo su libertad hace un mes; respira, levanta la mirada acuosa–. Yo tenía preocupación de mi familia y de mis hijos, que estaban chiquitos. Mi esposa también estaba sufriendo: vuelteando (yendo a verlo al Cereso) cada ocho días, cada 15 o cada mes a veces, pues no hay dinero. Uno está pobre y no tiene dinero para moverse a cada ocho días…
—No nomás es uno el que sufre. La familia también sufre –completa Rubén.
Días previos a la detención de Rubén y Fidel, los pobladores de El Espíritu recibieron las primeras amenazas. Les dijeron que los querían fuera de esas tierras. Comenzaron a ser acosados con cámaras fotográficas, tanto en la comunidad como en la cabecera de Ajuchitlán. Los talamontes les dijeron que si no abandonaban la comunidad, los matarían a todos.
También por esos días se enteraron de que un ganadero, Francisco Arroyo Montúfar, reclamaba para sí 650 hectáreas de selva del ejido El Espíritu.
Desaparecer a los defensores del monte
Al explicar, de manera colectiva, los hechos que se desencadenaron con su oposición a los talamontes, habitantes de El Espíritu solicitan que sus identidades no sean reveladas por estar, señalan, en “peligro de muerte”.
Mientras Rubén y Fidel se encontraban presos, el acoso de los taladores se incrementó. Comenzaron a incendiar los montes. En los trabajos de control del fuego se incorporó toda la comunidad bajo la coordinación de Avelino Castro Solís, quien, además, intensificó la denuncia pública. Castro Solís era el activista más visible de la Organización Campesina Ecologista de la Sierra de Petatlán y Coyuca de Catalán en esa zona.
Hubieron otros mensajes: los campesinos encontraban asesinadas hembras de distintas especies –conejos, venados, zorros – que habían sido preñadas. “Mataban a las hembras que estaban embarazadas”, explican. También comenzaron a matar a los animales de la gente de la comunidad: becerros, mulas, perros.
El sábado 12 de mayo de 2007 Avelino Castro Solís fue asesinado en las calles de la cabecera Ajuchitlán del Progreso. Platicaba con un compadre cuando desde una camioneta Nissan color rojo, de manera intempestiva, le dispararon en seis ocasiones. Las balas que le causaron la muerte salieron de una pistola calibre .38 súper.
En su fuga, el grupo de sicarios se encontró de frente con una patrulla de la Policía Investigadora Ministerial. Fueron detenidos, pero, aseguran los habitantes de El Espíritu, sólo fueron presentados ante las autoridades dos personas.
En efecto, el lunes 14 de mayo de 2007, según la nota “Ocho asesinatos ligados con el hampa organizada”, publicada en el diario La Jornada y firmada por “los corresponsales”, el director de la Policía Investigadora Ministerial del estado, Érit Montúfar Mendoza, dijo que los asesinos de Castro Solís habían sido detenidos. Los nombres: José Guadalupe Villalobos y René Sánchez Villalobos. Por “falta de pruebas”, serían puestos en libertad un día después. El 14 de agosto de 2008 sería encontrado el cuerpo, sin vida, de Sánchez Villalobos en Tecpan de Galeana, según nota sin firma del diario La Crónica de Hoy del 15 de agosto de ese año.
Las amenazas siguieron y el segundo asesinato contra integrantes de la organización ecologista en El Espíritu fue el de Avelino Castro Santana, hijo de Avelino Castro Solís. En abril de 2008 fue interceptado en las inmediaciones de la comunidad, en un lugar conocido como El Michipil. Fue bajado de su camioneta, torturado y ultimado. Los sicarios habían prometido “destazar” a la víctima siguiente. Lo cumplieron.
—¿Por qué tanto odio? Lo destrozaron todo –dice una mujer entre sollozos.
—Ya nos estaban esperando… Al que pasara. Y le tocó a él. Lo agarraron y lo mataron a pausas –dice un hombre con la voz entrecortada–. Primero, con un cuchillo, le rajaron el lomo… lo torturaron feo, pues. Y ya luego le dieron como 70 balazos; pero como 60 fueron en la cara. Escuchamos los rafagazos y cuando fuimos a ver qué pasaba, lo encontramos ahí con las manos esposadas.
Entonces habían abierto una brecha terregosa para que trabajosamente los automotores pudieran llegar hasta la comunidad. Ahora, el camino se ha derrumbado y no hay posibilidad de salir de El espíritu sino caminando las veredas de la sierra.
Las ruinas de la camioneta, a la entrada de la comunidad, les recuerdan las amenazas que pesan sobre ellos.
El relato sobre los asesinados más recientes se realiza entre el llanto abierto de algunas mujeres.
Leonel Castro Santana y Ezequiel Castro Pérez, de 23 y 17 años, respectivamente, habían sido enviados por la comunidad a la cabecera de Ajuchitlán del Progreso para traer despensa y enseres domésticos. Ante las amenazas contra hombres y mujeres adultos, decidieron enviar a los jóvenes. Además, Leonel debía recoger el dinero del Procampo que emplearía en este ciclo agrícola.
Alrededor de las 10 de la mañana del pasado 26 de junio, los muchachos se dirigían a la farmacia que se encuentra en la calle 16 de septiembre de Ajuchitlán del Progreso. Fueron alcanzados por un automóvil del que se bajaron alrededor de siete personas que iban armadas con fusiles AK-47. Les dispararon a quemarropa. Leonel recibió 15 impactos y Ezequiel 10.
—Eran unos niños, unos chamacos… Ni se habían casado –alcanza a decir una mujer antes de romper en llanto.
—Además, a Leonel le quitaron sus centavitos, el apoyo de las vaquitas que le dieron. Le quitaron también su reloj. Y a Cheque le quitaron la cadenita de su novia. Todo lo que traían en la bolsa también se lo quitaron. Pero todo eso, ya fue la policía.
Los cuerpos de los muchachos quedaron en la carretera y ni a los familiares se les permitió acercarse. Militares acordonaron el lugar hasta que llegara el Ministerio Público, hecho que ocurrió alrededor de las tres de la tarde.
—Ahí estaban los cuerpos tendidos y ni a un familiar le permitían arrimarse. Era lo más caliente del día y ahí estuvieron. Le pedimos apoyo al presidente municipal de Ajuchitlán y ni la cara nos dio. Se negó siempre.
Los habitantes de El Espíritu señalan que los sicarios sí fueron aprehendidos. Entre ellos se encontraba de nueva cuenta José Guadalupe Villalobos; pero fueron puestos en libertad a los tres días por “errores” en la integración del expediente.
De acuerdo con los habitantes de El Espíritu, integrantes de la familia Villalobos –la cual vivió en esta misma comunidad durante algún tiempo– se ha asociado con los talamontes para expulsarlos del ejido. Señalan que los hermanos Genaro y Guillermo Villalobos llegaron en 2001 a pedir permiso temporal al comisariado ejidal para trabajar las tierras.
Se establecieron en tres casas y al cabo de dos años comenzaron los pleitos. Según los habitantes de El Espíritu, los hermanos Villalobos ya estaban asociados con gente del crimen organizado “y, en una de los conflictos que traían, mataron a Guillermo; y ellos dijeron que había sido la gente de aquí de la comunidad, pero eso no es cierto. Nada tenemos que ver. Se fueron de aquí por los problemas que ellos traían. Y nosotros tampoco queríamos que estuvieran porque para entonces ya andaban con los que queman y talan los cerros”.
En entrevista con diarios de circulación nacional y estatal, el 11 de mayo de 2009, el comandante Ramiro, del Ejército Revolucionario de Pueblo Insurgente, identificó a los hermanos Juan Carlos, Guadalupe y Gerardo Villa Villalobos –así como Ismael Serrano– como quienes encabezan los grupos paramilitares a los que el gobierno de Zeferino Torreblanca, gobernador de Guerrero, supuestamente encargó “apaciguar la sierra”. El guerrillero expuso en esa entrevista colectiva que la columna que encabeza ha sostenido enfrentamientos con esos grupos “contrainsurgentes”.
El “pequeño propietario”
Otra persona les disputa 650 hectáreas a los campesinos de El Espíritu. Se trata de Francisco Arroyo, un ganadero que durante algún tiempo erigió corrales provisionales por los montes de la sierra sur. “Y ahora reclama los lugares donde anduvieron sus animales”.
—Hasta puso un licenciado, pero no tiene ni cómo reclamar pues no hay ningún papel que lo avale. Nosotros tenemos todos los documentos.
El “pequeño propietario” es familiar del director de la Policía Investigadora Ministerial, Érit Montúfar Mendoza. La familia Arroyo también demandó 1 mil 200 hectáreas del ejido Pueblo Nuevo del municipio de Coyuca de Catalán. A mediados de julio pasado, las autoridades le dieron la razón a los Arroyo, quienes antes de la sentencia ya habían “vendido” las tierras.
El miedo
Amanece en El Espíritu. Los techos de lámina aún escurren. Hace tiempo que el huaco ha dejado de quejarse. Ahora las calandrias y los chocotines escandalizan y revolotean alrededor de un grueso mezquite. Algunos hombres van por el desayuno a las aguas apacibles del río. Regresan con bagres y mojarras.
El temor no cesa. Los pobladores no saben si denunciar o guardar silencio. Una morena mujer, de alrededor de 60 años, dice que ella no puede callar.
—La gente se tiene que enterar que aquí ya no se puede ir ni a la leña. Nomás nos andan espiando. Ya las tierras están listas para la siembra pero no podemos ni ir a trabajar. A veces se oyen las balaceras y los hombres ya no son libres de ir a sembrar: tienen miedo de que por a’i queden, ya nomás andan arrugando el cuero.
Se esfuerza para no llorar. Tensa el rostro. Lo consigue.
—Ya estamos que nos quedamos, que nos vamos, que nos quedamos… Ya nos amenazaron con que van a matar hasta a los niños, que no van a dejar crías. Y ya vimos que sí nos matan, nos hacen picadillo y se van muy tranquilotes. Y cómo nos vamos a ir. Uno está jodido. No tenemos ni para pagar una camioneta que nos saque con nuestros tiliches. Y además la carretera está trozada, ustedes ya lo vieron. Ya estuvo bueno de las bajezas que nos hacen…
La mujer comienza a denunciar y mira con dureza a sus familiares y vecinos. Entonces comienzan los relatos, como cuando se reúnen a desgranar maíz.
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