Lilia Cisneros Luján
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“En el desorden y confusión que ha causado… teniendo en consideración todo lo que he podido comprender… declaro que el proyecto es por su naturaleza, sus causas, sus fines y sus efectos… notoriamente injusto, reprobado por la ley natural… constituye el crimen más nocivo y más horrendo que puede cometer un individuo contra la sociedad…”
Estas frases, aunque lo parezca, no son declaraciones de ningún prelado moderno de la Iglesia católica, acusando a legisladores, ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, o ejecutivos de algunas entidades federativas, en el tema del aborto o las uniones entre homosexuales. Tampoco se refiere a sentencia alguna por casos de pederastia, cometidos, aquí sí, en contra de la ley natural; se trata de algunas de las sentencias pronunciadas por el obispo electo de Michoacán y hechas públicas en su tercer edicto del 16 de octubre de 1810, a apropósito de “el desorden y confusión que ha causado ya la insurrección promovida por el cura hidalgo y sus secuaces”, y es que desde las intervenciones de los fariseos, presionando a la autoridad civil –Pilatos como cónsul romano en Palestina– para lograr la crucifixión de Jesucristo, al mezclar las cosas de Dios con las de César, lo que se produce es enfrentamiento, dolor y muerte.
Manuel Abad Queypo, canónigo penitenciario de la santa Iglesia, obispo electo y gobernador de este obispado en Michoacán, deja constancia histórica de su pensamiento y sentencia no sólo contra los responsables de “tan horrorosos crímenes” por el proyecto independentista al que considera “sacrílego y notoriamente herético”, sino en perjuicio de “todos lo que hayan concurrido o concurrieran” al llamado insurgente, cuya consecuencia, según su visión, entre otras muchas, sería la extinción de la “clase miserable de indios”. O sea, algo así como lo que se pretende en tiempos modernos y en plena celebración del bicentenario al implicar que tanto la despenalización del aborto, como el respeto a las minorías que tienen opciones diferentes, serán las causantes de la extinción de los mexicanos.
¿Cómo evitar confusiones sociales y violaciones a las garantías individuales? Ese debería ser el tema y no la santurronería medida en términos de moralidad, ambiciones de poder o intereses facciosos. Coincidimos en mucho con la visión de Gastón García Cantú, cuya recopilación documental del pensamiento de la reacción mexicana de 1810 a 1962, debiera ser tomada en cuenta en estas celebraciones –inoportunas a la luz de la crisis gubernamental y financiera que nos agobia– cuando señala: “De las etapas de nuestra historia… la que principia en la Constitución de 1917 es la más estable. Y no es que los hombres de hoy poseamos una sabiduría política que nuestros antepasados ignoraron; ni obra del tiempo sino a que la Constitución de 1917, es fundamentalmente la ley de la tierra”. Si el autor viviera, seguramente en una nueva edición agregaría que la Constitución de 1917 era también la ley del trabajo, de la soberanía alimentaria, energética, de salud y política, sin soslayar la esencia del Estado laico. Y señalo “era”, porque en las diversas modificaciones que se han hecho a la Carta Magna en una mal entendida visión modernista, a 100 años de su promulgación, los poderes de facto han nulificado la esencia misma del pensamiento constituyente.
En pleno siglo XXI, parecen regresar por sus fueros quienes con el imperio de la ley fueron derrotados en sus intentos de entregar el país a otras naciones. El absolutismo extranjerizante de hace 200 años lo expresó Abad y Queipo, cuando abogó para que “Todos los americanos, –y no se refería sólo a la entonces recién independizada república sajona con la que colindamos al norte de nuestra frontera– por el hecho de serlo, debían ser apartados de los cargos de gobierno… por su vehemente propensión a la independencia...”
Hoy para infortunio de una supuesta independencia, los recursos energéticos y de comunicación son propiedad de una casta transnacional, los programas de seguridad se deciden en Washington, los litigios son resueltos por cortes internacionales y los programas sociales abandonados por gobiernos neoliberales se concursan, premian y aplican con criterios de espectáculo, caridad, catarsis y negocios.
Al abundar en nuevas leyes se abre puerta a la violación de todo el sistema jurídico y la inoperancia de las normas generales. Con todo y la verborrea de sanciones a funcionarios y de la obligación de transparentar el ejercicio público, nunca como hoy los negocios entre algunos funcionarios y de éstos con ciertos empresarios habían empobrecido tanto las arcas nacionales. El cinismo, la impunidad, la complicidad, están por encima de la independencia, la revolución y las constituciones que a lo largo de 200 años nos hemos dado.
En la ciudad de México, el negocio electoral está por encima de la planeación urbana, el respeto a los usos de suelo y una vida ciudadana humanizada. Mientras los criminales son liberados, las cárceles están llenas de marginados.
Quienes ejercen la libertad de expresión somos amenazados, secuestrados, vejados y asesinados –lo mismo periodistas que luchadores sociales–, el presupuesto se usa para comprar inmuebles con vocación cultural aunque con esencia comercial, y la enfermedad, la ignorancia y la pobreza no pasan de ser temas propagandísticos.
¿Qué celebramos? Se preguntan algunos. En lugar de empleo hay juegos de azar en cada esquina, en los centros comerciales y hasta en los medios de comunicación. En vez de paz social se promueven los enfrentamientos entre organizaciones otrora altruistas, entre ciudadanos pertenecientes a partidos diversos y hasta entre vecinos por medio de prebendas u “ofertas” y la justicia social es una gris caricatura que considera como un lastre a “la clase miserable”, como apuntó el clérigo de Michoacán en 1810 y según la visión de los acaparadores de la riqueza en el siglo XXI.
Fuente: Forum
Difusión: Soberanía Popular
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