La Sedena: control de daños
Erubiel Tirado
MÉXICO, D.F., 14 de febrero.- Dañada su imagen pública y afectado en lo político, el Ejército emprende una inusual y costosa campaña para revertir los costos negativos por el desgaste sufrido durante la presente administración, pero sobre todo para posicionarse como salvaguarda neutral del gobierno en turno. Las efemérides militares de febrero son el marco propicio para que la institución limpie su imagen empañada por la marca de la impunidad ante acusaciones por violaciones de los derechos humanos y por el aislamiento político propiciado por el mutismo de su comandante supremo que ha dejado al garete su retórica de “cuidar a la tropa” con la que empezó su sexenio.
Simbiosis perversa
Mal entendido el concepto de relación “cívico-militar”, en sus discursos por el propio titular de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), Guillermo Galván, la dependencia impulsa una magna exposición y actividades (que incluyen paseos ciclísticos y carrera deportiva) en instalaciones militares en un intento de acercarse a la sociedad. En la tradición política nacional, los precedentes apuntan a la simbiosis forjada por décadas de autoritarismo priista y un uso político por parte de los gobernantes civiles que no dudaron en recurrir al Ejército para reprimir movimientos sociales y recompensar su lealtad al sistema por medio de las reglas no escritas. Uno de esos acuerdos era la defensa pública e institucional de las Fuerzas Armadas por parte del presidente o su secretario de Gobernación ante cualquier asomo de crítica, por mínima que fuese. Como recordatorio de este esquema está la siembra a lo largo y ancho del país de las monumentales astas banderas como reacción al supuesto agravio de haber señalado en los libros de texto oficiales el papel del Ejército en la represión estudiantil de 1968.
La alternancia política, si bien demostró institucionalización y sometimiento de las Fuerzas Armadas, al respetar el resultado electoral que puso fin a la hegemonía priista, no significó un cambio estructural en términos de reformular el pacto histórico-político forjado desde 1928. Vicente Fox señaló que gobernaría con el Ejército, pero durante su gestión no se modernizaron las relaciones civiles-militares.
Por el contrario, se inició a un peligroso proceso de afianzamiento en las relaciones político-militares; es decir, un ensanchamiento de los intereses y actividades del estamento militar, no con la sociedad civil sino con la clase política en un nuevo escenario: su interacción prolongada en responsabilidades civiles (como la seguridad pública) y la adaptación política de dirigir por sí mismo su convivencia con la democracia partidista del país.
“Las bicicletas son para el verano”... y para el Campo Militar No. 1
En democracias establecidas es común observar de manera regular no sólo exposiciones y actividades promovidas por las Fuerzas Armadas nacionales con el propósito de mantener una relación abierta con la sociedad. Es un resultado natural de evolución en la modernización de la institución armada que permite retroalimentarse socialmente. Si estas actividades no están precedidas de la maduración de políticas de defensa que reconozca la supremacía civil en la materia, como es la supervisión y la rendición de cuentas, así como el respeto irrestricto a los derechos humanos estamos ante un simple ardid publicitario, que resulta caro para un país como México, pero sobre todo ineficiente.
De poco sirve una convivencia social en espacios militares, de suyo reservados e inexpugnables, cuando se arrastra un déficit histórico e institucional basado en la consabida situación sui generis del Ejército Mexicano: no sólo no es golpista, sino que su comportamiento tradicional no es represor, a diferencias de sus contrapartes en el hemisferio. Esta circunstancia ha servido de excusa para preservar un statu quo de relación militar con el poder político que poco le ha ayudado en su evolución institucional y cuya contribución a la consolidación democrática es nula si no es acompañada de cambios estructurales.
La otra carrera... contra la historia
A diferencia del pasado, el contexto que enfrenta de Ejército es difícil, tanto por las descalificaciones interesadas del gobierno de Estados Unidos y la indiferencia –pasmo, en el mejor de los casos– del presidente de la República, su secretario de Gobernación y su canciller ante la desconfianza externa, como por el desgaste de su exposición en una estrategia de seguridad (y de legitimación política) cuyo saldo negativo es evidente y amenaza con convertirse en un lastre. De persistir esta situación, la institución no se librará con las reformas legales pendientes en el Congreso (Seguridad Nacional, Fuero Militar) ni con la estrategia publicitaria en curso.
Hoy más que nunca en la historia nacional, la imagen que tiene la sociedad de sus Fuerzas Armadas está deteriorada y el comportamiento tambaleante de las tropas amenaza con situar a la institución en el nivel de los cuerpos policiacos y los diputados a mediano plazo. A mediados de 2006, la empresa Parametría realizó un sondeo sobre el asunto. Según los resultados, la confianza ciudadana en el Ejército fue de 74%, pero descendió 20 puntos al año siguiente.
Gracias a los discursos oficiales y al bombardeo de publicidad institucional, el apoyo se elevó a 70% en 2009, año electoral. Pero volvió a descender a 65% para 2010. Los índices resultan reveladores. Si bien hay un respaldo en la justificación de ver a las tropas en las calles, su exposición pública hace evidente su comportamiento en conductas reprobables: entre 61 y 65% de los consultados relacionan a los militares con violaciones, tortura y desaparición forzada de personas: más de la mitad (entre 54 y 56%) asume que la comisión de estos delitos “es más frecuente que antes”.
Esto lleva en forma natural a la discusión del fuero militar versus justicia civil. En términos generales, hay una ligera mayoría que favorece la jurisdicción ordinaria cuando se ha cometido un delito por parte de militares en contra de un ciudadano (44%), en tanto que 40% favorecen la justicia castrense. Sin embargo, al ahondar en el cuestionamiento específico en delitos graves como los mencionados, 71% apunta a la jurisdicción civil, contra 15% que está en desacuerdo con el planteamiento.
Es claro que la relación civil-militar en México no se apuntala sólo con la inyección de recursos publicitarios y estrategias efectistas de consenso social en el corto plazo.
Al desempeño del Ejército en sí, incluyendo a la Armada, debe añadirse la consigna de la clase política, que entiende que la protección institucional implica una cobertura legal, o los silencios cómplices que sólo generan impunidad y daño a la propia Sedena. Los ejemplos sobran. Por un lado, el incumplimiento de las sentencias emitidas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos contra las tropas por los excesos cometidos contra la población civil. Y aun cuando la Sedena tiene varias sentencias condenatorias, la cancillería, la Secretaría de Gobernación y la propia dependencia se niegan a asumir su responsabilidad.
En los casos de Valentina Rosendo Cantú, quien en 2002 fue víctima de “detención ilegal, violación y tortura”, e Inés Fernández Ortega, quien sufrió “agresión sexual” por parte de soldados, las autoridades optaron por ocultarse bajo formalismos; y pese a que la resolución de la Corte data del 1 de octubre de 2010, aún no se sanciona a los culpables.
Esto sin contar que hasta ese año la Comisión Interamericana de Derechos Humanos había emitido 27 medidas cautelares contra militares, mientras la Corte había decretado tres medidas provisionales (obligatorias y vinculantes). Además, debe considerarse la red de complicidades del gobierno y la clase política, cuyos integrantes asumen como postura clientelar la complacencia del Ejército en la elaboración de leyes autoritarias que eviten rendición de cuentas de sus tropas ante abusos y delitos.
“Opción de futuro”
En los procesos de transición y consolidación democráticas, la evolución correcta de la relación civil-militar se mide con criterios de respeto a los derechos humanos, esquemas claros de rendición de cuentas ante los poderes estatales constitucionalmente establecidos y el sometimiento al liderazgo del poder civil. En estos aspectos se ha hecho poco.
No se protege a las Fuerzas Armadas preservando conductas del viejo régimen, con simples visitas de los legisladores a las oficinas de los titulares de la Sedena y de la Secretaría de la Marina; es necesario que ambos comparezcan ante el Congreso de la Unión. A ellos les corresponde explicar, por ejemplo, acerca del entrenamiento de efectivos militares en Colombia, como informó The Washington Post en su edición del 22 de enero, con financiamiento de Estados Unidos, así como del fenómeno de la deserción y de la falta de revisión de los criterios de profesionalización militar.
Antes incluso de una campaña costosa e inútil para limpiar la imagen del Ejército, se impone una verdadera restructuración del pacto civil-militar nacional. El liderazgo debe ser civil, encaminado a modernizar realmente las instituciones castrenses. Pero lo importante no es el aspecto físico, sino la formulación de una agenda de seguridad que garantice transparencia y obediencia a la ley, sin simulaciones ni trucos legislativos. La sociedad sabrá apreciar este gesto.
Fuente: Proceso
Difusión AMLOTV
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