Las elecciones en Guerrero, basural al que sólo faltaba como cereza del pastel una alianza gatopardista, la tuvo también a última hora. El candidato del PAN, Marcos Efrén Parra, fue conminado por la dirigencia nacional a declinar a favor de Miguel Ángel Aguirre Rivero. Explicada y justificada como “decisión táctica” con tal de vencer al PRI. A las siglas del PRI, a la marca PRI. No más. Porque la diferencia es eso. Diferencia de siglas.
La en efecto concretada derrota fue hecha con base en una alianza-declinación de partidos naturalmente afines a las siglas PRD y la declinación de un marginal PAN en Guerrero, con un candidato priísta y luego de una campaña de mala sangre a cargo de todos.
Prefiguración de rebatiña y previsible duda en las elecciones presidenciales de 2012. Detener al PRI como sea es desde la óptica de sus adversarios objetivo inapelable. El matiz está en que la lucha electoral nada tiene que ver con los electores, excepto la necesidad que se tiene de éstos para legitimar de modo más o menos aceptable las elecciones mismas, pero eso es todo.
Pragmatismo llevado al extremo del divorcio de la base misma que les da sustento, los electores. Más allá de las diferencias ideológicas, habría que preguntarse qué programa de gobierno es posible sobre la base de plataformas programáticas excluyentes y con su instrumentación a cargo de un candidato vencedor que hasta muy poco había sido militante destacado del partido derrotado.
La eficiencia en resultados electorales por encima de las plataformas y concepciones de gobierno y prioridades en la instrumentación de las políticas públicas sólo es posible sobre la base del total desapego, el divorcio incluso, con los intereses y necesidades, no de las elecciones, sino del electorado.
La concepción de la política y de las prioridades está desdibujada, diluida en una cocción de decisiones pragmáticas con el objetivo, ya no de la patente de marca partidaria, sino con la patente de gobierno proyectada para la grande.
Ángel Aguirre Rivero, ex priísta que acepta el abanderamiento del PRD dirigido por Jesús Ortega, fue gobernador en los 90, en sustitución de Rubén Figueroa Alcocer, defenestrado por la matanza de Aguas Blancas. En ese entonces era diputado y presidente estatal del PRI. Se dice que Aguirre Rivero rompió con Figueroa y que al aceptar la recién candidatura perredista sus diferencias con el PRI eran ya profundas. Es improbable. Terminado el interinato en el gobierno volvió a ser electo diputado priísta en 2003 y luego senador en 2006. El año pasado hizo público su deseo de ser nominado candidato a gobernador por el PRI. No fue así. Aceptó entonces la candidatura del PRD. La trayectoria de su carrera luego de Aguas Blancas no sugiere en absoluto algún diferendo con el tipo de PRI guerrerense. Fue sólo tras la postulación del perdedor Añorve que manifestó su deseo y simpatías por el PRD.
La característica distintiva del proceso electoral guerrerense se define por dos particularidades. Una, las constantes y sorprendentes irregularidades cometidas por todos los protagonistas; dos, la ausencia del Estado, de la autoridad electoral frente a hechos que van desde la divulgación de grabaciones obtenidas –desde luego de manera ilegal– hasta una edición apócrifa de La Jornada de Guerrero con informaciones como que Andrés Manuel López Obrador exhortaba a la población a no votar por Aguirre. La edición incluía la reproducción fotográfica de un supuesto narcomensaje en el que se advierte a la población de no salir a votar.
Las distorsiones del sistema de partidos mexicano y de la calidad generalizada de las autoridades sintetizadas en una elección, la de Guerrero. Un estado que inició el año con el secuestro de una caravana de familias turísticas michoacanas que días después aparecieron ejecutados. Para el 28 de enero, dos días antes de la elección, 15 personas habían sido ultimadas. A lo largo del día hubo más hechos violentos. Cinco víctimas en el libramiento Diamante, una de ellas funcionario de la Comisión de Aguas de Acapulco. Casi al mismo tiempo se encontraron cinco víctimas más de la violencia ejecutadas en un mirador de la carretera escénica Acapulco Puerto Marqués. Luego una balacera entre bandas de delincuentes. En otras partes del estado también hubo violencia.
Nada de eso estuvo presente en las plataformas de oferta política de los partidos.
Siempre, pero más en las condiciones actuales, la pérdida de identidad peligrosa. Una camada de políticos del sentido práctico de la vida que han encontrado en el gatopardismo la fórmula de la vigencia perenne. En Guerrero se demuestra la casi imposibilidad para distinguir entre partidos políticos. Lo que no necesariamente sería dañino si los partidos partieran de un pacto legitimador previo en el que todos estuvieran de acuerdo y que en consecuencia hubiera un corrimiento hacia el centro de todos los partidos. No es el caso.
Las dificultades para distinguir lo que diferencia a los partidos son inmensas. Todos convergen en la defensa y mantenimiento de sus privilegios como elites políticas. Para las cúpulas partidistas se vale todo a cambio de ganar. Los principios políticos y la contención de los deseos por el apego a un código de ética son irrelevantes mientras se gane. Lo que corresponde, por lo demás, a una bien arraigada cultura nacional del gandallismo. Los antivalores como marco necesario para la eficiencia política.
Sobre criterios así es fácil intuir la desenvuelta disposición de las dirigencias partidistas para entenderse con los oscuros pero muy reales poderes fácticos. Desde los santones oligárquicos y las cúpulas clericales hasta las empresas criminales. Los intereses de las mayorías, quienes votan por ellos o mantienen a sus abanderados en la nómina del dinero público quedan como es usual en la indefensión. La clase política del país ha perdido toda idea de proyecto y compromiso.
Trabajar para que las cosas sean mejor para todos no es mera expresión de remanente aspiración justiciera adolescente. Es la razón misma de la política ética y la forma de sobrevivir como sociedad con calidad de vida. No contradice las aspiraciones legítimas de mejoramiento personal, pero las acota. La clase política parece haber abjurado de principios éticos básicos. No es casual la impasible indiferencia con que ven pasar la caravana fúnebre desencadenada por el gobierno federal.
*Es Cosa Pública
leopoldogavito@gmail.com
Fuente: La Jornada de Veracruz
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