viernes, 22 de julio de 2011

El poema de la Caravana… su palabra



Javier Sicilia, poeta. Foto: Germán Canseco
Para: Rocato, Miguel, Pietro, Julián, Emilio, Isolda y Javier…

MÉXICO, D.F. (Proceso).- Cuando la poesía toca la política, esta última recuerda una de sus tareas básicas y los trazos de su camino: el del arte de reducir el sufrimiento colectivo. A la poesía le corresponde el nombrar y morar: es también así ritual en sus términos más puros; el de engarzar las tareas humanas al misterio espiritual de la aspiración profunda del ser: el descubrimiento y conciencia de su sentido.

En este siglo donde la velocidad irrumpe y destaza, deforma y reconstruye una y otra vez la cotidianidad, la poesía se encuentra ante la violencia demencial e inmisericorde ya no en calidad de testigo sino como parte de ese desgarramiento que acumula muertes aquí y allá, en una montaña siniestra de silencios.

La poesía alumbra, es su esencia; la metáfora es sólo el despliegue de sus alas al respirar el nombre y los nombres y entonarlos en las palabras.

Ahora la poesía indaga los nombres de los muertos y desaparecidos, y ciertamente se convierte así en la poesía del dolor, pero también del consuelo y de la misericordia, porque acompaña a los deudos, a las miles de familias que perdieron a sus seres íntimos y que exhaustas de deambular entre las sombras del laberinto burocrático de gobiernos erosionados y distantes, pronuncian los nombres de los suyos que han sido despojados de sus vidas.

Este poema, que proviene de los labios que rompen el sello del temor y la ignominia para recordar que tras toda cifra hay un ser humano que nos desafía en su dignidad, es un texto que escriben cientos de poetas que decidieron caminar esta ruta incierta en medio de los incendios y amenazas. Poetas y poetisas en el sentido pleno de la palabra (aunque ellos y ellas no se vean así) porque en medio de la larga noche del olvido comienzan a alumbrar el camino al mostrarnos las señas para levantarnos, echarnos a andar y no perdernos más.

El registro de los muertos y desaparecidos es un doloroso poema colectivo, una letanía de resurrección social escrita por cientos que se entrelazan para recitar el testimonio de la misma vida cuando recuerdan la razón de todo bautizo y ciudadanía: la verdad que se manifiesta en cada quien y el respeto que obliga en todos al reconocernos como miembros de una comunidad. Este mismo poema es un ejercicio fundamental de la política en nuestro país sí aun queremos que el mañana este ahí: pronunciar esos nombres que convocan a la restauración de la memoria, al reconocimiento de responsabilidades y a la obligación de las reparaciones posibles y la justicia, es ya una labor irrenunciable, es la conciencia viva de una nación que no rinde su destino a la fatalidad.

La poesía es un diálogo continuo con la muerte desde la vida misma (desde Jorge Manrique hasta José Gorostiza; desde la frontera de Tapachula hasta Ciudad Juárez); no deja ella de ahondar en la condición humana, en las entrañas de su misterio, que es la desaparición eminente que a todos nos alcanza.

La poesía toca esas fibras de la luz y la oscuridad, se reconoce en esta gratitud de la existencia y descubre, no sin asombro, la capacidad amorosa de su decir como su mejor gracia, un decir con el otro que experimenta los vínculos del ser más allá de toda separación.

La poesía que toca la política es más que democrática, puede ver más allá cuando se exige a sí misma y a la política abrazarse, ya no en la orfandad sino en la potencia de reconocerse en la dignidad del otro. La poesía no encaja en el discurso político, sólo con la palabra confronta su poder; muestra las evidencias del alma ante las urgencias del tiempo y sus cálculos que estrujan los cuerpos.

La poesía que encarna en el dolor y la rabia expone en la misma plaza pública la tragedia oculta y menospreciada. Ahí advierte la ira contenida de muchos y ese temor anidado en cientos de hogares perdidos en el mapa de un país que pareciera claudicar.

El texto se reconoce, se camina, estas son las horas y pasos de su lectura en las carreteras del desierto, entre montañas y villas aterradas y urbes indiferentes. Espiados por las pandillas de la muerte sin comprensión visible, internándose en los territorios del crimen. Las palabras anudan las desdichas, el consuelo es estar ahí: ¡no están solos!

El texto se elabora, se dice y comparte al acompañar a aquellas familias cuyos corazones han sido saqueados y el fuego de sus hogares apagado. Hombres y mujeres que se resisten a olvidar el amor y compañía de los suyos que sus nombres conservan: nombres que se extinguen en las cifras sin alma de los partes policiacos y militares.

El texto se estremece al escuchar las historias del desamparo, sus voces, algunas ya gritos y rebelión, otras oraciones de azoro y destellos de esperanza. El reporte de esta violencia es una conmoción, su herida nos deja sin argumentos. Describirla entre el pavor y el temblor de la vida en los ojos que buscan respuesta es una exigencia de muestra propia respiración, del ritmo de la existencia sin más. Así nuestra democracia es una infamia; omisiones y complicidades en todos los niveles, desprecio y egoísmo en exceso.

Un país que deja de sentir, que ya no sabe cuidar a los suyos, que se hiere a sí mismo una y otra vez, qué puede dar. ¿Al hombre más rico del mundo por unos años más? ¿Al goleador de tres, cuatros temporadas? Qué crueldad y simulación habitan en este paisaje de la normalidad donde millones nos acomodamos.

La Caravana rasga el telón de ese paisaje. Lo atraviesa, está ya del otro lado.

En esa sequedad, en esos caminos de plomo, aparece el peñasco, la fija piedra grabada con la última letra del alfabeto pretendiendo reinar en la nada que es el corazón del crimen; el vaciamiento cruel de sus latidos, sus asfixiante estupidez; un petroglifo del siglo XXI que nos interroga a todos.

La Caravana va; el río de la compasión se escucha lejos, la montaña de la contemplación no se alcanza a vislumbrar siquiera. Ambos, el río y la montaña se llevan dentro. Y no es todo, no lo puede ser, porque la luz hiere y el águila –su presencia y silencio– algo nos dice al desplegar la sombra serena de sus alas.



Fuente: Proceso
Difusión AMLOTV

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