Periódico La Jornada
Sábado 20 de agosto de 2011, p. 36
Carta de Kerry Kennedy a sus hijas, al regresar de Guerrero
Queridas Cara, Mariah y Michaela:
Pasé la semana anterior en México con Abel Hernández Becerra, ganador del premio Robert F. Kennedy de Derechos Humanos, y su equipo del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, visitando comunidades indígenas de la región de la Montaña, en Guerrero, la zona más pobre del estado más pobre del país.
Ser indígena en Guerrero es como era ser afroestadunidense en Misisipi hace 50 años. La gente apenas subsiste en la miseria, y el hambre es rampante. El racismo tiene una historia larga y perversa y continúa arraigado en el presente. Quienes se atreven a decir la verdad a los que tienen el poder son amenazados, encarcelados, torturados, desaparecidos, violados y asesinados con absoluta impunidad.
Abel y su equipo en Tlachinollan son los líderes de los derechos civiles de nuestros tiempos. Arman a las comunidades con las herramientas del activismo, dan seguimiento a los abusos, confrontan a los perpetradores y siguen adelante pese a constantes amenazas de muerte. Son consejeros legales, abogados en juicios, organizadores de la comunidad, activistas ambientales. El personal de Tlachinollan trabaja con grupos activistas indígenas y campesinos, y propugna un mejor acceso a representación legal, atención a la salud, vivienda, educación, agua entubada, energía eléctrica y otros servicios.
La violencia en aumento relacionada con los recientes esfuerzos del gobierno de México por combatir el narcotráfico condujo a Abel a condenar la militarización excesiva y denunciar abusos. A su vez, él y su equipo han soportado cada vez más amenazas y violencia.
Hablé con Inés, mujer que fue violada por militares mientras dos soldados vigilaban. Con todo en contra, tuvo el valor de denunciar y llevar adelante la acusación contra los perpetradores. El año pasado, la Corte Interamericana de Derechos Humanos resolvió que su caso debía ser transferido de la jurisdicción militar a la civil.
Apenas el mes pasado, la Suprema Corte de Justicia de México sostuvo el principio de que los casos de abusos de militares contra civiles deben ser transferidos a tribunales civiles. En respuesta, el Ejército Mexicano emitió un comunicado conjunto con la Presidencia de la República y la Procuraduría General de la República (PGR), en el que rebajaba la opinión del más alto tribunal del país a mero “criterio de orientación”. Al no adoptar ninguna acción la procuraduría, el caso se mantiene en la jurisdicción militar, donde ha languidecido durante largos nueve años. (Apenas esta semana, Inés fue informada de que su caso por fin ha sido transferido a la jurisdicción civil. Ahora corresponde a la PGR lograr que los violadores sean llevados ante la justicia.)
Conocí a dos mujeres cuyos esposos, Raúl y Manuel, presidente y vicepresidente de la Organización para el Futuro del Pueblo Mixteco, fueron asesinados luego que denunciaron abusos y crímenes contra la naturaleza cometidos por militares. Esas viudas se preguntan cómo darán de comer a sus hijos. Unos vecinos dieron a una de ellas cinco costales de maíz, con lo cual es difícil que subsistan: necesitarían 2 mil 200 dólares, cifra imposible de reunir en su comunidad, para construir una casa en un lugar donde pudieran conseguir empleo.
Conocí a otro organizador comunitario y abogado por los derechos humanos, quien me dijo que recibió ocho balazos por tratar de que se fincaran responsabilidades por narcotráfico y robo a un miembro de la elite del poder local.
Dos líderes de la Organización del Pueblo Indígena Me’Phaa (OPIM), marido y mujer, se ocultan a causa de las constantes amenazas de muerte que han recibido por demandar castigo a abusos militares.
Quienes se atreven a demandar derechos básicos están en el mayor riesgo. Su valentía hace eco a John Lewis, Rosa Parks y Martin Luther King Jr., defensores y organizadores de Estados Unidos que también pusieron su vida al servicio de los demás. Como esos defensores, los líderes de los grupos indígenas son señalados y atacados.
A la vista de estos ataques, es asombroso el nivel de conformidad con la injusticia que muestran quienes tienen autoridad. En el poblado de Ayutla encontré a un defensor que pasó dos años en prisión por un crimen que no cometió, y fue liberado cuando su impugnador admitió que había fabricado la acusación contra 15 miembros de la OPIM. Pregunté al procurador estatal por qué no retiró los cargos contra tres hombres que aún tenían orden de detención por la misma denuncia falsa. Su falta de interés por la justicia elemental era asombrosa. “Ah, no se preocupe”, me dijo. “No pasarán más de 72 horas en prisión”.
Me alegré cuando el recién electo gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre, prometió atender todas las demandas que hicimos, pero nuestro optimismo no duró mucho. Recordé al gobernador que la oficina de Tlachinollan en Ayutla, cerrada durante dos años luego del asesinato de dos defensores locales de los derechos humanos, fue reabierta en junio sólo con la promesa de que el gobernador ofrecería seguridad. Sin embargo, los policías asignados a la oficina se presentaron sólo cuatro días y desde entonces no han vuelto. “¡Esta tarde estarán allá!”, proclamó. Cuando nos fuimos, cinco días después, no había policías a la vista. (Una buena noticia: luego de que el relato de ese encuentro apareció en la prensa nacional, el sábado en la mañana, dos policías aparecieron en la oficina, y siguen asignados a ella desde entonces.)
Inés quería encontrarse cara a cara con el gobernador. “Cómo no”, me dijo él; “yo seré el anfitrión, pediré que vengan las autoridades federales, y también estará Tlachinollan” para asegurar que todos estuvieran de acuerdo en los siguientes pasos a dar en el caso de ella. Cuando Abel llamó para concertar la cita, el secretario del gobernador explicó que éste tenía muchas ocupaciones, pero que él se reuniría con ellos.
Toda esta violencia, duplicidad e impunidad ocurren en el contexto de la horripilante pobreza y marginación de la población indígena en el México rural. En buena parte de la región de la Montaña, como en muchas comunidades indígenas en todo Guerrero, el acceso a los servicios básicos es casi inexistente.
Un hombre al que conocí salió de su casa a la una de la mañana para bajar de la montaña con su esposa y su hijo de dos años, con el fin de llegar a las 8 a la farmacia más cercana para comprar medicina contra la disentería. La farmacia estaba cerrada.
A una comunidad le dijeron que los alumnos tenían que llevar a la escuela sus propias sillas y pupitres, comprar un escritorio para el maestro y pagarle su salario, aunque se supone que el gobierno tiene que proporcionar todo eso. Cuando la comunidad logró satisfacer los requisitos, en vez de enviar un profesor, el gobierno mandó un estudiante de tiempo parcial que también debía hacerse cargo del mantenimiento.
Para esos niños indígenas no hay libros que les enseñen su lengua nativa, sus tradiciones y su historia, o que muestren a un solo indígena en un papel de modelo a seguir. Las clases se dan en español, y a menudo se hace que los alumnos se avergüencen de su entorno indígena, de su lengua y sus raíces. Como señala Abel, en un contexto de tan extendida pobreza, ese trato equivale a un “genocidio cultural”.
En la parte del estado de Nueva York, donde vivimos, un camino de terracería se considera pintoresco, y allí los precios de los bienes raíces son mucho más altos que los de los que están en caminos pavimentados. Pero la brecha que tomamos de Metlatónoc a Xalpatláhuac nada tiene de pintoresca. Es un camino de un solo carril, de dos kilómetros de largo, y nos llevó una hora completa sortear baches del tamaño de una tina de baño, jorobas elefantinas y lodazales. Las comunidades donde no hay carretera pavimentada tienen escaso acceso a víveres, medicinas, ropa, empleos o materiales de construcción, y llegan a estar aisladas durante meses en la temporada de lluvias. Uno de los momentos más terribles del viaje fue cuando nuestra caravana recibió parte de un deslave, en el que arena y piedras se desprendieron de las muy deforestadas montañas y golpearon como municiones nuestro vehículo.
En Xalpatláhuac, el padre Mario reunió a unos 70 y tantos catequistas que esperaron tres horas nuestra llegada, mientras nos retrasaban las brechas y lodazales. No perdieron el tiempo: cuando llegamos ya tenían una lista de asuntos a tratar con la delegación. El padre Mario describió cada tema, y luego dos o tres miembros de la delegación se pusieron de pie y hablaron de las experiencias y desafíos de su vida cotidiana. Varias personas relataron cómo una casa de la ciudad de México paga menos de 100 pesos mensuales por la electricidad, mientras esa misma casa en las montañas, con tres focos, llega a pagar varios cientos de pesos. Una mujer narró que había comenzado a coser ropa para obtener ingresos, pero el consumo de energía de la máquina de coser era más alto de lo que ganaba con las prendas que cosía.
Muchos otros hablaron de las concesiones mineras otorgadas por el gobierno en tierras consideradas sagradas por los indígenas, sin que se consultara con las comunidades y mucho menos se les pidiera permiso o se hicieran planes para compartir ganancias con ellas. La degradación ambiental es una preocupación importante.
Otros más hablaron de que se han perdido comunidades enteras a la migración, ya sea dentro de México, hacia los campos agrícolas del norte o hacia Tlapa York, conocida también como Manhattan y Queens, donde muchas familias indígenas de Guerrero se han visto obligadas a buscar trabajo. Las viudas de la migración son abandonadas a su suerte junto con sus hijos. Las comunidades se parten en dos. En los campos, las condiciones son aún más horrendas que en los poblados, pues hombres y mujeres indígenas quedan como sirvientes de sus patrones, y las familias enfrentan robo de salarios, trabajo infantil y asalto sexual.
En este contexto luchan Abel y su equipo todos los días. Aunque parezca increíble, no recuerdo haber encontrado un grupo más alegre de amigos. Trabajan duro, ríen con facilidad y tienen confianza absoluta unos en otros. Es algo asombroso de ver, y un verdadero tributo al espíritu humano. Cuando le pregunté a Abel qué lo sostiene, habló del espíritu de la comunidad que él y sus colegas han aprendido de los pueblos indígenas de la Montaña, los cuales comparten todo lo que tienen y viven en beneficio de las comunidades, sus ríos, sus bosques, sus montes. Las palabras en el muro de Tlachinollan resuenan con verdad: “La Montaña florecerá cuando la justicia habite entre los pueblos me’phaa, na savi, nahuas, nn’anncue y mestizos”.
Cara, Mariah y Michaela, recuerden, por encima de todo, que nuestras vidas son más hermosas cuando la amistad está presente entre nosotros. Éste es el verdadero espíritu detrás de la justicia genuina: que nos interesemos lo suficiente por los demás para procurar que los traten con dignidad, como nosotros queremos ser tratados. Tenemos nuevos amigos en Abel y Tlachinollan, y no veo la hora de compartir esta amistad con ustedes.
Todo mi amor, mamá.
Traducción: Jorge Anaya
jueves, 25 de agosto de 2011
El “genocidio cultural” en Guerrero
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