lunes, 15 de febrero de 2010

Fantasías modernizantes

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Fantasías modernizantes
John M. Ackerman



El subdesarrollo político que aqueja al México actual no emerge de la permanencia de los “mitos” históricos de un pasado revolucionario, sino del malinchismo, elitismo y teleología que caracterizan a las visiones dominantes sobre nuestro futuro. En lugar de valorar los episodios determinantes de la historia política mexicana, los nuevos reformadores buscan emular ciegamente el sistema político de Estados Unidos. Esta perspectiva hace mofa de quienes reivindican las tradiciones populares de resistencia y crítica ciudadana, y busca remplazar estas “arcaicas” nostalgias por los nuevos modales de una “clase media” bien portada y obediente. Más que entender y sacar provecho del inédito dinamismo que vive hoy la democracia mexicana, este proyecto busca domesticarlo con el fin de seguir el rumbo marcado por las democracias del norte.

Samuel Huntington, finado profesor de la Universidad de Harvard, ideólogo de los lances imperialistas norteamericanos y crítico de la inmigración mexicana por sus efectos negativos sobre la “identidad nacional” de los “americanos”, paradójicamente sigue más vivo que nunca en el debate político contemporáneo de México. En su obra clásica de 1968, El orden político en las sociedades en cambio, Huntington argumentó que lo más importante para los países “en vías de desarrollo” no era el nivel de democracia de los sistemas políticos, sino hasta qué punto éstos contaban con “instituciones fuertes” capaces de imponer orden (o “gobernabilidad” en la terminología actual) sobre sus respectivas sociedades.

Ante la “amenaza” de la “participación desbordada” que acompañaban las luchas estudiantiles, las rebeliones anticoloniales y las revoluciones populares de los años cincuenta y sesenta, el objetivo central según Huntington era serenar a las masas para crear las condiciones de “estabilidad” necesarias para permitir el desarrollo económico. El proyecto civilizador de Huntington pone particular énfasis en la necesidad de romper de tajo con los nacionalismos, sindicalismos y “populismos” del pasado para crear una nueva clase media “moderna” capaz de romper con estos “atavismos”. El autor también abogó por la reducción de la matrícula en las universidades con el fin de anular la propagación de peligrosos movimientos juveniles antisistémicos.

Varias de las recetas de Huntington se reeditan hoy en voz de algunos destacados analistas de la realidad política mexicana. En fechas recientes ha surgido con fuerza una ola de opiniones que sostienen que es necesario dejar atrás el legado de la Revolución mexicana para iniciar una nueva etapa de “modernidad” y “estabilidad” basada en la energía y el empuje de las clases medias del país.

En estas mismas páginas Héctor Aguilar Camín y Jorge Castañeda han argumentado que “México es preso de su historia” y que el nuevo proyecto de nación debería ser encabezado por “la creciente [sic] clase media mexicana, vieja y nueva, que requiere desesperadamente un horizonte de expansión”.1 Por su parte, José Antonio Crespo no ve “mucho que conmemorar” en el aniversario de la Revolución ya que lo único que nos quedan son “los símbolos, los mitos. Y es un saldo negativo, porque buena parte de esos mitos no nos dejan avanzar”.2 Denise Dresser también ha escrito que “las ideas que contribuyeron a forjar la patria hoy son responsables de su deterioro”, y se pregunta “¿Cómo construir un país de clases medias?”.3

Hace más de 10 años Guillermo O’Donnell4 ya denunció la tendencia de conceptualizar la democratización como un proceso teleológico en que los países “subdesarrollados” tendrían que avanzar por el mismo camino y llegar al mismo destino que los países “desarrollados”. Tal enfoque elimina la posibilidad de que países como México puedan trazar sus propias dinámicas democratizadoras y cancela la esperanza de forjar un modelo de democracia en México que sea radicalmente diferente e incluso superior al existente en otras latitudes.

En consonancia con la perspectiva de O’Donnell, el primer paso hacia la renovación de la política nacional no debe ser el repudio de todo lo “viejo” y la vana búsqueda de una “clase media” similar a la que supuestamente existió en su momento en Europa y Estados Unidos, sino el rescate y el fortalecimiento de aquellas tendencias y tradiciones históricas características de nuestro país que nos han permitido llegar hasta donde nos encontramos actualmente. Habría que complementar la muy merecida crítica al desempeño de la democracia mexicana, con un franco orgullo de la excepcional historia política del país y en particular de los grandes logros de los numerosos movimientos populares del siglo XX.

Desde este punto de vista, una reforma política digna de conmemorar el aniversario del inicio de la Revolución mexicana no sería una mezcla de fórmulas y “mejores prácticas” sueltas que supuestamente han demostrado ser efectivas en otras naciones, sino una propuesta integral que parta de un análisis cuidadoso de las necesidades actuales del sistema político mexicano.

Lamentablemente, la iniciativa de reforma política presentada por Felipe Calderón en diciembre pasado no abona en esta dirección. El ejemplo más claro de la naturaleza abstracta y descontextualizada, y por lo tanto irresponsable, de la propuesta, es el abordaje que presenta en torno a las llamadas “candidaturas ciudadanas”. Permitir candidatos sin partido en un contexto como el actual en el que los poderes fácticos violentan de manera sistemática las disposiciones constitucionales en materia de equidad y financiamiento de campañas electorales implicaría abrir la puerta a una burda compra-venta de candidatos a cargos de elección popular.

En lugar de “empoderar” a la ciudadanía, la reforma fácilmente podría terminar consolidando la influencia de los ya potentados, tal y como ha ocurrido en Estados Unidos con experiencias como la candidatura presidencial de Ross Perot en los años noventa. La ausencia de cualquier mención en la iniciativa de Calderón de la forma en que se financiarían y se fiscalizarían los gastos de estos candidatos hace pensar que en realidad el objetivo de la propuesta sea, precisamente, minar aún más el incipiente sistema de control sobre los gastos de campaña así como iniciar el desmantelamiento del principio de predominio del financiamiento público sobre el privado.

Algo similar ocurre con el tema de la reelección legislativa. Permitir la reelección consecutiva de legisladores federales y presidentes municipales podría poner en grave riesgo la aplicación del nuevo texto del artículo 134 constitucional que prohíbe la promoción personalizada de los servidores públicos. ¿Cómo se desarrollarían las campañas de los “incumbents” si no pueden utilizar sus cargos para promoverse políticamente? ¿Cómo distinguir entre el presupuesto que manejan a razón de sus cargos y los recursos públicos y privados recibidos para sus campañas políticas? Sin duda se establecería un escenario para abusos aún más problemáticos que el escandaloso caso de los “informes” de los legisladores del Partido Verde Ecologista del año pasado. Asimismo, se abriría la puerta para una preocupante contrarreforma al artículo 134 para suavizar las prohibiciones en la materia.

Con la reelección consecutiva también sería casi imposible garantizar la equidad en las campañas electorales. La experiencia con la reelección en Estados Unidos demuestra que las personas que ya ocupan los cargos tienen enormes ventajas sobre cualquier contrincante. En cada elección de miembros de la Cámara de Representantes, más de 94% logran su reelección. De acuerdo con el prestigioso centro de investigación Open Secrets con sede en Washington, “pocas cosas en la vida son más predecibles que las posibilidades de reelección de un miembro en activo de la Cámara de Representantes. Con amplio reconocimiento de su nombre y usualmente una ventaja insuperable en dinero para la campaña, los incumbents de la Cámara típicamente tienen pocas dificultades para mantener sus curules”.5 Asimismo, cuando por arte de magia un diputado federal llega a perder su curul, normalmente no es resultado de una evaluación ciudadana de su desempeño, sino por cambios políticos al nivel nacional que están totalmente fuera de su control. En síntesis, en lugar de estimular una mayor rendición de cuentas de los legisladores federales en México, la reelección consecutiva fácilmente podría consolidar la impunidad de la clase política.

Antes de impulsar el tipo de reformas incluidas en la iniciativa de Calderón habría que pensar dos veces, dado que podríamos poner en riesgo el modelo de estricta regulación político-electoral que ha existido desde 1996 y que se consolidó con la reforma de 2007-2008. Estas reformas electorales fueron reacciones de la clase política a importantes movilizaciones populares y una contrarreforma fácilmente podría despertar de nuevo la amenaza de un estallido social. La mejor forma de honrar el legado de la Revolución no es con aires de refundación “modernizantes” y malinchistas, sino con una verdadera valoración crítica tanto de la excepcional historia política del país como de las fortalezas del actual modelo mexicano de regulación político-electoral.

John M. Ackerman. Investigador de tiempo completo del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.

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