El zar de los narcoabogados
RICARDO RAVELO
Veterano del litigio y vencedor de numerosas batallas en los tribunales, decano de la abogacía, Américo Delgado de la Peña –quizás el prototipo del narcoabogado– fue asesinado el viernes 28 en su despacho de la ciudad de Toluca, Estado de México.
De acuerdo con los primeros reportes, Delgado de la Peña –quien decía conocer el frágil límite que separa el trabajo profesional de la complicidad con sus clientes– fue sorprendido por un grupo de desconocidos, alrededor de las 6:30 de la tarde en su casa, habilitada como oficina. También se dijo que su muerte fue ocasionada, aparentemente, por arma blanca y que el móvil fue el robo.
El penalista tenía 81 años y desde hacía poco más de un lustro se desplazaba entre las ciudades de Monterrey, Toluca y Guadalajara. Durante su ejercicio profesional nunca enfrentó amenazas de muerte, a pesar de que defendió a capos como Juan García Ábrego, quien vivió su etapa de esplendor en el sexenio de Carlos Salinas, y Gilberto García Mena, El June, entre otros.
En 2002 defendió a Benjamín Arellano Félix, y en 2007, tras la ruptura entre El Chapo Guzmán y los Beltrán Leyva, Américo asumió la defensa de Alfredo Beltrán, recluido en el penal de Puente Grande, Jalisco.
El longevo litigante, quien ejerció la abogacía para favorecer legalmente a miembros de la delincuencia organizada, se caracterizó por llevar casos relacionados con las extradiciones de capos de altos vuelos.
Su lista de clientes fue, desde siempre, turbulenta. Aceptó ser abogado de Benjamín Arellano Félix, exjefe del cártel de Tijuana y de los hermanos Amezcua Contreras, así como de Francisco Rafael Arellano, el mayor del clan, a quien logró poner en libertad luego de que pasó una década prisionero en el penal de alta seguridad de El Altiplano, en el Estado de México.
Delgado de la Peña, personaje del libro Los narcoabogados, escrito por este reportero, sabía desenvolverse en el oscuro mundo de la mafia: “Yo no cobro por adelantado –decía–; prefiero cobrar viáticos o un amparo ganado, que prometer y pedir dinero a raudales si no voy a cumplir. Y defiendo a todos. Mi trabajo consiste en no pertenecer a ningún grupo. De eso depende mi seguridad”.
Con poco más de 50 años como litigante en casos de narcotráfico, se movía con discreción. Por eso le llamaban “El abogado sigiloso”.
Regiomontano al igual que su discípula Raquenel Villanueva, asesinada hace menos de un mes, Américo no le temía a la muerte. Ambos penalistas la desafiaban a cada momento.
Experto en el tema de las extradiciones, Delgado de la Peña aparece en el libro citado como una persona que decía amar la vida, plenamente comprometido con su profesión, la cual, por cierto, pensó en sus inicios cambiar por el sacerdocio. “A menudo se le ve solitario, deambulando por las calles, o en algún juzgado federal, con paso lento, como si nada lo desesperara, como si no cargara ninguna cuita en su conciencia. No trae guardaespaldas ni utiliza armas. Viste con sencillez. Nada de armas. Nada de alhajas”.
El reportero le preguntó a Delgado de la Peña qué opinaba de la ejecución de Villanueva. Frío, como solía ser, respondió vía telefónica: “Dios quiso que hasta ahí iba a llegar. Es lamentable, pero ni modo; debemos aceptar que no hay recurso contra la muerte”. Con frecuencia decía que su profesión era una decisión de vida.
En Los narcoabogados, el abogado Delgado de la Peña reconocía sus limitaciones y aseguraba que sus triunfos legales dependían de lo que él mismo llamaba “un poder superior”.
Por ello, en cada juicio, elevaba una plegaria:
Dios mío: Tú has puesto a estos hermanos bajo mi responsabilidad y cuidado. Tú bien sabes lo que puede la justicia, Tú eres la sabiduría y la vida.
Auxíliame para que acierte en lo que debo hacer. En tus manos, Señor, pongo mis esfuerzos. Que el Espíritu Santo me ilumine en cada instante de mi vida.
Dame Tú la luz para que ésta sea la que me guíe en todo momento.
Haz que tu voz impregne la mía cuando alegue en un tribunal.
Líbrame de todos los obstáculos para obtener la libertad de mis hermanos.
Amén.
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