En concreto | Laura Itzel Castillo
Hacía mucho tiempo que no regresaba a Medellín 33, la sede del Centro Nacional de Comunicación Social (Cencos). El viernes por la noche había un tumulto. Después de unos minutos de difícil tránsito, de saludos y abrazos afectivos, busqué el auditorio, aquél que a muchos pemetistas nos parecía enorme y difícil de llenar. Pero ya no estaba. En su lugar había un jardín en cuyo centro se velaba el cuerpo de José Álvarez Icaza Manero, fallecido la madrugada de ese día a los 89 años de edad. Estaba rodeado de familiares y amigos. Y de muchos, muchos ex compañeros de luchas y utopías, para quienes don Pepe fue maestro, guía, ejemplo.
Nos enteramos en familia de su deceso por el relato que hizo su hijo Emilio esa mañana, en el programa radiofónico de Carmen Aristegui. Aunque el deterioro de su salud llevaba años, no por eso dejó de ser sorpresivo. Surgieron entonces los recuerdos y anécdotas de otros tiempos difíciles, pero ciertamente mejores, cuando había ilusión por el futuro.
Además de las vivencias propias, existe también la memoria heredada y desde luego la colectiva. La primera corresponde a Heberto Castillo y Teresa Juárez, con quienes José Álvarez Icaza y Luz María Longoria compartieron la difícil tarea de construcción del Partido Mexicano de los Trabajadores. La segunda está conformada por las voces de quienes tuvieron el privilegio del trato antes, durante y después de esa que, para muchos de nosotros, fue una labor épica.
Don Pepe fue un personaje singular, distinto. Nació en la ciudad de México en 1921, cuando los fragores de la batalla revolucionaria aún no lograban disiparse. Se formó en escuelas católicas en una época en la que el jacobinismo campeaba en el gobierno. Luego estudió ingeniería en la UNAM. Como profesionista, participó en la construcción de Ciudad Universitaria, incluido el estadio Olímpico, donde hoy juegan los Pumas. Conformó una familia numerosa, pero en lugar de optar por una vida acomodada de clase media alta, aderezada por un catolicismo conservador y acomodaticio como el que suele privar en ese segmento social, su opción preferencial por los pobres fue la mejor forma que encontró para honrar sus creencias.
Álvarez Icaza fue invitado al Concilio Vaticano II, como líder que era —junto con su esposa— del Movimiento Familiar Cristiano, agrupación con la que la Iglesia católica mexicana buscaba recuperar influencia social. A diferencia de la mayoría de los 2 mil 500 obispos de entonces, que fueron convocados a Roma a principios de la década de los 60 del siglo XX, esta pareja de laicos asumió que el camino era la Iglesia de los pobres y la teología de la liberación. Por ello, el Cencos, que fue una iniciativa de El Vaticano y que en nuestro país fue encomendado a don Pepe, cerró sus puertas cuando las inquietudes sociales sesenteras empezaron a desbordarse. Pero él lo reabrió en 1969, y desde entonces, todo aquel que fue perseguido tuvo voz y espacio en el Cencos, que se convirtió en un centro de organización y defensa de los derechos humanos.
Alguna vez, Álvarez Icaza relató a Proceso cómo fue su “conversión” al socialismo. Lo hizo con convicción, con fe, con sencillez, con sentido del humor. Pero quizá una de las mejores estampas sobre su persona la elaboró María Inés Jurado, militante pemetista que fue auxiliar suya durante muchos años, en su emotivo libro Bucareli 20, editado en 2009 por la Fundación Heberto Castillo: “Dentro o fuera del partido, en Cencos, aprendí de él, día a día, valores, conocimientos, entusiasmo y, sobre todo, a ver lo bueno en medio del desastre”. Alguna vez le dijo: “quedamos los que puedan sonreír, en medio de la muerte, en plena luz…”
El velorio de don Pepe en su querido Cencos no era, ese viernes por la noche, un evento doloroso, sino nostálgico, en su acepción más literaria: la alegría de la tristeza. Tristeza porque concluyó su ciclo vital, alegría porque existió y tuvo una vida fructífera. Me quedo con la definición de Felipe, uno de sus 14 hijos: “El sentimiento que tenemos es similar al que queda después de haber leído un gran libro y cerrar su última página”.
Fuente: El Universal
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