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Estuvo de moda en la segunda posguerra una cinta de Georges Clouzot: El salario del miedo. Sus personajes arrostraban riesgos insólitos a cambio de una paga miserable. Hace 40 años se ha instalado en México una política cleptómana, que ha despojado progresivamente a los asalariados del fruto de su trabajo.
Se ha configurado un “salario del hambre”, que retribuye a los trabajadores sólo una tercera parte de lo que percibían al inicio del ciclo depredador. El salario mínimo —en abierta contradicción con el mandato constitucional— ha perdido 78% de su poder adquisitivo, y el salario promedio, 63% desde 1982.
Al tiempo que abríamos las fronteras a la circulación de mercancías, servicios y capitales aceptábamos limitaciones indignas al tránsito de personas, en vez de incluirlas en el TLCAN, como ocurrió en la integración europea. Las disposiciones laborales de ese instrumento quedaron confinadas en “acuerdos laterales”, sin fuerza obligatoria alguna.
El diferencial de salario básico entre EU y México —que en los 70 llegó a ser de cuatro a uno— hoy es de 15 a uno. La migración se ha vuelto una catapulta transfronteriza que compensa el valor del trabajo en el mercado regional, cuando debiese haberse dispuesto —como en Europa— su igualación gradual a efecto de frenar el éxodo mediante el desarrollo.
Semejante patología es causa eficiente de la crisis. Deprime la demanda, estrecha el mercado interno y castiga a la producción en beneficio de la economía financiera y la concentración monopólica. La salida del atolladero exige una recuperación drástica del salario, que a su vez sería reproductora del empleo y cimiento de la cohesión social.
Entre nosotros la política salarial es una obligación de Estado por disposición de la Constitución. Así, la fijación de los salarios mínimos, aquellos “suficientes para satisfacer las necesidades de un jefe de familia en el orden material, social y cultural y para proveer la educación de los hijos”. Actuar en contrario es una severa violación del estado de derecho.
Es también imperativo que la rectoría económica conduzca a “una más justa distribución del ingreso y la riqueza, que permita el ejercicio de la libertad y la dignidad de los individuos y las clases sociales”. Resulta apenas creíble que, al tiempo que se promulgaban estos deberes constitucionales en 1983, comenzaba a imponerse en el país el dictado neoliberal de la desigualdad. La apoteosis de la simulación.
Todo modelo económico reposa sobre un sistema de relaciones de poder. El vaciamiento social de la política económica obedeció a la entronización de tecnócratas que suplantaron los fundamentos populares de la soberanía por la entrega al extranjero de las decisiones estratégicas y la supremacía de los intereses privados. El pecado mayor de la transición fue su incapacidad para transferir poder a los ciudadanos.
Se discuten la extensión, profundidad y duración de la crisis. Menos las transformaciones políticas que requerirían implantar cambios económicos sustantivos. De las grandes depresiones y conflagraciones han emergido nuevos regímenes, como el socialismo, el fascismo y el populismo. También los equilibrios que en su tiempo alcanzó la socialdemocracia.
La era del liberalismo político llega a su fin. Sobre ella se encaramaron los poderes fácticos ahora desacreditados. Se barrunta el surgimiento de nuevos actores colectivos que no pueden ser únicamente el poder mediatizado del sufragio ni los movimientos de masas. El péndulo apunta hacia el robustecimiento de las identidades y poderes locales y hacia una enérgica reaparición de las organizaciones de clase.
En 1938 Keynes escribió al presidente Roosevelt sobre las medidas de recuperación económica: “El crecimiento de la negociación colectiva resulta esencial”. En esa línea, Obama ha reiterado la necesidad de revertir políticas antagónicas al sindicalismo: “No veo a las organizaciones de trabajadores como parte del problema; son parte fundamental de la solución”. Los salarios y condiciones de trabajo efectivamente pactados entre empresas y sindicatos han sufrido, incluso en México, mucho menor deterioro que el resto de las remuneraciones. Los países, desarrollados y emergentes, que han preservado mecanismos de democracia social reflejan tasas más elevadas de crecimiento y mejores índices de recuperación.
Ante la agresión del gobierno contra la estabilidad en el trabajo debe articularse una respuesta eficaz de la sociedad civil y de las organizaciones gremiales. Debe limpiarse ante todo la cloaca corporativa que ha sido cómplice de la explotación.
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