Una llamada de Jorge Zepeda me puso a escribir. Después de preguntar sobre mi estado de salud me sugiere, “ya como periodista”, escribir sobre mi experiencia como paciente de influenza. Acepto.
Martes 21. Desde la mañana sentí síntomas parecidos a una gripa fuerte, pero ya para la noche, después de haber ido a una comida, el malestar se acentuó: escalofríos, más de 39 grados de temperatura, falta completa de apetito. Pensé que con un buen sueño amanecería mejor. No fue así.
Miércoles 22. Siguió el cuadro. Era tan fuerte que, para la tarde, acepté me pusieran una inyección de un antibiótico potente. La noche volvió a ser pesada; cuatro veces me tuve que cambiar de ropa porque estaba empapado en sudor.
Jueves 23. Esperaba que el antibiótico hubiera hecho efecto, pero no. No había leído la prensa para enterarme de la epidemia de influenza, pero mi esposa me puso en contacto con una amiga que la había vivido hace meses en Oaxaca, me la refirió como el flu (que yo había vivido en mi adolescencia en Estados Unidos y sabía era simplemente un gripa más fuerte). Pero como el malestar aumentó y empecé a sentir síntomas como los que había vivido hace treinta años con una salmonelosis fuerte, llamé a mi esposa. Me propuso llevarme con el especialista, con el doctor César Decanini, a su consultorio del Hospital Inglés. Nunca imaginé que horas más tarde sería internado. En cuanto me revisó me dijo: yo creo que es influenza. Buscó al especialista. Me sugirieron me hiciera una serie de estudios.
Jueves por la noche. Pruebas de sangre, radiografías, tomografía, suero, medición de la capacidad respiratoria. A las 10:00 p.m., en un cubículo de emergencias, con Mónica, Lupita y ya con la presencia de mi hermano Rafael, me rodea con tapabocas el equipo médico. Toma la palabra el prestigiado médico neumólogo Eulo Lupi, quien me informa que debo hospitalizarme: “Su capacidad respiratoria está disminuida en 50% y en los cortes de la tomografía vemos que sus pulmones se están deteriorando con rapidez”. Todavía me atrevo a decirle, porque eso deseaba y para confirmar la gravedad del diagnóstico: que qué pasa si me regreso a mi casa. Fija su vista, mira a los otros médicos y con autoridad, enfáticamente, me dice: “Sus médicos le sugerimos no lo haga, por su seguridad y la de su familia. De ahí al último cubículo de terapia intensiva. Por suerte, Decanini tenía en su consultorio una caja del antiviral indicado; tomé la primera pastilla.
Viernes 24 en la madrugada. En mi nuevo cuarto (TI) cobré conciencia de que tenía una enfermedad grave (“estuvimos a horas de tener que entubarte, etcétera”) que podría, incluso, llevarme a la muerte. Como sé que suelo ser un mal enfermo (me enojo fácilmente y hasta reacciono mal) decidí que ahora no podía darme ese lujo. No obstante, de repente se me venían encima pensamientos destructivos (¿y si algo me pasa?; balances rápidos sobre el pasado y todo en medio de un repiqueteo de alarmas que no dejaron de sonar toda la noche, al grado de que el único aliento era sentir el apretón sobre el antebrazo de la banda tomadora de presión y el sonar de su bomba de aire. Prácticamente no pude dormir.
Cuando amaneció empecé a ver el primer rayo de luz. Por la ventana se observaban unos árboles que me parecieron hermosos. La enfermera encargada era en extremo profesional y cuidadosa; me levantaba el ánimo observar su pericia y dedicación. Me tomaron las pruebas de sangre y la placa. Pero lo más importante, el doctor Hugo Zulaica, connotado especialista en infecciones, me dijo: “Empiezo a estar más tranquilo. Creo que se está frenando el proceso y eso, en estos casos, es todo: el antiviral es una maravilla, pues en sólo 12 horas ya está haciendo efecto. Él y el doctor Lupi pensaban que el tratamiento debería ser para el virus (influenza) y con dosis fuertes de un antibiótico especial, para unas bacterias que consideraban estaban actuando junto con el virus. Le dieron al clavo.
Sábado 25, todo parecía que estaba estabilizado, pero no se podía cantar victoria. Ahí en ese cuarto, pedí mi computadora para escribir mi artículo del lunes, esa noche. Lo hice en las condiciones más adversas, inmovilizado entre alambres, sondas, alarmas, y sin lentes, con uno o dos dedos. Me costó trabajo, pero me sirvió de terapia. Ya no pensé en la enfermedad.
Domingo 26. Primeros síntomas de mejoría. Me trasladan a la zona de terapia intermedia.
Lunes 27. “Va usted mejor. Se están empezando a despejar sus pulmones, aunque todavía hay ruidos”. Son procesos lentos. Por la tarde me hacen una prueba de resistencia y me quitan el oxígeno.
Martes 28. Mejoría clara. Me ponen a caminar para medir mi oxigenación. Maravilloso, ya sin oxígeno está entre 90 y 95 (de 100). Me anuncian que si todo sigue igual podría salir el miércoles, aunque necesitaré dos semanas más de medicamentos y cuidados, pero con el gran aliento de que “se recuperará completamente”.
Miércoles 29, espero ser dado de alta.
La salud recuperada, la competencia de los médicos y enfermeras, el enorme cariño de la familia, la oportunidad de leer, la solidaridad de muchos amigos (más de los que hubiera esperado), han compensado con mucho los sinsabores de este capítulo de mi vida. Lo que no deja de lastimarme, de darme tristeza, es pensar en los otros que están viviendo circunstancias parecidas, y sobre todo, en las familias de quienes murieron. Que esta experiencia nos sirva a todos para humanizarnos y para confirmar el grado de responsabilidad colectiva de los ciudadanos que permite en nuestra ciudad hacer cosas que difícilmente se podrían hacer en otras metrópolis.
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