“Sois benigno, Señor eterno, Dios nuestro, Rey del Mundo, que no me has hecho mujer...”. Cada mañana, numerosos judíos practicantes bendicen a Dios en su rezo del Adom Olam por haberles salvado de la esclavitud, por haber evitado que cayeran en la idolatría y por alejarlos del estigma de ser mujer, esos seres sometidos, cuya única misión sobre la tierra es engendrar nuevos hijos del pueblo elegido. No todos los judíos recitan esa letanía, no todos creen a pies juntillas que ser mujer no es más que una deshonra. No. Pero lo cierto es que en Israel la religión se entremezcla tanto en la vida que acaba por hacerse ley, y todo lo toca, todo lo condiciona. Aunque formalmente aún no se haya declarado un “Estado judío”, Israel lo es en la práctica, y son las mujeres las que más sufren esa realidad en sus derechos, su vida privada y su desarrollo personal. Ese dibujo de la mujer israelí fuerte, firme, emprendedora, capaz de pilotar un caza, se difumina con otras cualidades, menos visibles, pero igualmente reales: las de la mujer denostada, aprisionada por la religión, minimizada por una sociedad masculina. La mujer que choca contra el techo de cristal, que no toca poder, que no ocupa puestos de relevancia, pero que pelea por ello. Las frágiles mujeres fuertes de Israel.
Las mujeres, que son el 51% de la población total del país (esto es, algo más de tres millones y medio de personas), ven especialmente vulnerados sus derechos en el campo de la familia. Arrastran la obligación general de casarse por un rito religioso, ya que el matrimonio civil no se contempla y, además, sólo se puede llevar a cabo con el consentimiento del rabino, pero los problemas aumentan en el caso de que la pareja se quiera romper. Gila Adahan, abogada de Jerusalén especializada en divorcios, explica que las separaciones se rigen por las leyes del Talmud, de los siglos IV y V. “Sólo el hombre puede conceder el divorcio y tiene que entregárselo por escrito personalmente a la mujer”. Esa cláusula da lugar a un fenómeno denominado como “mujeres ancladas” (agunot), que no logran el divorcio si el marido no quiere, si el esposo la abandona sin redactar ese documento obligado o incluso si está físicamente impedido y no puede firmarlo de su puño y letra. La solución, explica la letrada, pasa por una larga espera, ya que la media para lograr el divorcio en Israel es de diez años, según las ONG, y de dos, según el Gobierno. Hay chicas que se buscan una solución intermedia: pagan a sus esposos para que las dejen separarse. “No es extraño que renuncien a la vivienda o a la manutención de los hijos por lograrlo. Llegan a una verdadera desesperación”, añade.
Kaveh Shafran, portavoz de la asociación Rabinos por los Derechos Humanos, explica que desde las sinagogas se intenta ayudar en ocasiones a estas mujeres, convenciendo a los esposos para que den su brazo a torcer. Los amenazan con el “repudio” de la comunidad, con impedirles estudiar la Torá, con rebajarlos en el organigrama de la sinagoga y hasta con denunciarlos a las autoridades penales –en 2007, 80 hombres cumplían prisión tras ser señalados por su rabinos, informa Efe-. A veces, hasta pagan un detective privado para dar con el marido huido. Los rabinos se implican siempre que haya una “causa justificada” para el divorcio, pero ahí está otro de los inconvenientes: la extravagancia de esos criterios. Shafran explica que el Talmud no considera como “causa suficientemente argumentada” la infidelidad, la violencia contra la mujer o la ausencia prolongada del hogar. Por eso si un hombre ataca a puñaladas a su esposa podrá ir a la cárcel, pero si no quiere, no tiene por qué concederle el divorcio. Sí se acepta, por el contrario, como causa justificada que el marido tenga mal aliento o no cumpla con sus obligaciones en la cama. “Un hombre puede repudiar a su mujer si no cocina bien, si encuentra a otra que lo satisfaga más o si no tienen hijos”, abunda el rabino. La soltería “es el mayor mal para la mujer israelí”, dice uno de los rabinos más conservadores del país, Ovadia Yosef, por lo que tampoco es la mejor solución: las solteras están condenadas al ostracismo en su comunidad. Hay que casarse, y pronto (24,5 años las judías, 20,5 las árabes) y tener muchos críos (tres de media). Aquí no queda el consuelo de la España antigua de meterse a cura. Al contrario: la mujer sólo participa en contados actos de las ceremonias litúrgicas y apenas en un puñado de sinagogas más abiertas. Dar un paso adelante es lo que hace la asociación Mujeres del Muro, pero puede acabar en detención, como bien sabe Anat Hoffman, su presidenta, arrestada por llevar los rollos sagrados, por leerlos, por tratar de sentir el judaísmo con la intensidad permitida a los hombres.
El “sectarismo” de estas normas inspiradas en la religión se extiende a los hijos. El diario Jerusalem Post desveló el pasado 17 de noviembre el caso de una mujer, Michal, de 30 años, que ha dado a luz a una hija que el Estado considera “bastarda” (mamzer) pese a tener un padre reconocido. Todo parte de la Ley de Registro Poblacional, de 1965, que incluye la llamada “cláusula del hijo bastardo”, que explicita que un niño nacido 300 días después de que su madre quede viuda o se divorcie no podrá tener un padre reconocido, ante la “imposibilidad” de decir a ciencia cierta quién ha sido el progenitor que lo ha engendrado. Michal se divorció formalmente en septiembre del año pasado y un mes después quedó embarazada de su nueva pareja. La niña nació antes de las 40 semanas habituales de gestación, con 36, y hasta un médico ha afirmado en un informe que debía haber venido al mundo 320 días después del divorcio, pero de nada ha valido. La casilla de “padre” en el registro civil está vacía. Todo procede de la ley judía que impide a la mujer casarse hasta pasados 90 días “de pureza” tras el divorcio o el deceso de su esposo. Un bastardo, además, no puede casarse más que con otro bastardo, explica la abogada Adahan, con lo que los hijos también pagan la norma, y hay mil niños en estas condiciones. “Si el ADN aclara perfectamente quién es el padre, esta norma queda más que desfasada”, insiste.
Sigal Ronen-Katz, asesora legal de la Israel Women's Network (IWN, una de las principales organizaciones feministas del país), sostiene que la religión marca una sociedad patriarcal que, independientemente de estas exigencias “ridículas y estrafalarias”, acaba por generar maltrato. “Junto con las leyes discriminatorias, es el principal problema de la mujer aquí”. Siempre se ha difundido la idea de la israelí valiente, pionera, combatiente, creadora del Estado, madre pilar de la sociedad, “pero debajo hay presiones psicológica y físicas muy fuertes, especialmente en entornos religiosos”. Según sus datos, el 42% de las mujeres ultraortodoxas reciben golpes de sus maridos, y un 24% sufre violencia sexual. “Una mujer puede llevar un tanque, pero sigue siendo propiedad del marido”, enfatiza. En los últimos 20 años, 378 mujeres han muerto asesinadas por sus parejas. La mitad eran judías y árabes de edad madura que residían en entornos radicalizados. Casi el 36% de ellas eran extranjeras, cuando el colectivo de foráneos no supera un sexto de la población total del país. Este 2010 está siendo el peor año desde 2004, con 18 muertas, el doble que el pasado 2009. El primer ministro, Benjamin Netanyahu, informó con motivo del Día Mundial contra la Violencia contra la Mujer (25 de noviembre) que 200.000 israelíes y 600.000 niños son víctimas hoy de violencia física o emocional y, cuando denuncian, llevan de media cinco años de calvario. Lo dijo agachando la cabeza ante las mujeres que le reprochaban su debilidad con el maltratador: hace un año prometió cinco millones de shekel en ayudas e inversión en refugios y aún no ha liberado la partida. “Las mujeres están regresando con sus maridos y agresores porque no tienen fondos para avanzar una vez que salen de los pisos de acogida”, denuncia IWN. Las llamadas a los teléfonos de asesoramiento han crecido entre un 30 y un 50%, según la asociación, en el último año.
Entre las extranjeras sometidas a maltrato se encuentran, sobre todo, las rusas y las etíopes, casualmente, las minorías que más se repiten en el mundo de la prostitución. La División para el Adelanto de la Mujer (DAW) sostiene que unas 3.000 mujeres están sometidas a explotación sexual, pese a que el celo religioso debería ser un freno para la mayoría de los israelíes. No es así. “La prostitución es una forma moderna de esclavitud incluso en este país que nació haciendo iguales a hombres y mujeres y lejos ya de colonialismos y opresiones. En 15 años han sido deportadas 5.000 mujeres”, afirma Ronen-Katz. La ONU calcula que cada traficante gana al año más de 60.000 dólares por chica, cada una de las cuales ha sido comprada por entre 7.000 y 25.000 dólares. Un burdel pequeño, con 10 mujeres, puede generar 250.000 dólares al mes. Un 70% de las jóvenes, además, son drogodependientes.
“Las israelíes se mueven en una realidad masculina bajo la falsa apariencia de ser iguales”, escribía ya en 1978 la feminista Lesley Hazleton. La situación no ha cambiado mucho, como desvela casa año la comisión creada en la Knesset sobre la mujer. Ruhama Avraham Balila, diputada por el Kadima y ex ministra de Turismo, repasa los datos desolada, enrabietada. Es una de las 23 mujeres de una cámara con 120 parlamentarios, que siempre oscila entre un 7 y un 10% de representación femenina,habitualmente de partidos de centro o izquierda. Entre los datos que apunta se encuentra el hecho de que las mujeres tienen mejor formación que los hombres, con 2 puntos más de tituladas en educación formal (22%) que los hombres y 9 puntos más en Secundaria. El 55,9% de los estudiantes de formación superior son mujeres (la séptima mejor cifra del mundo), pero pese a ello, el paro femenino es dos puntos superior al masculino (del 6,1 al 8,3%). “Mire, es desesperante: somos un cuarto del profesorado universitario y la presión familiar y religiosa aleja a las chicas de las carreras técnicas. Al final, somos mayoría en lo de siempre: educación, trabajo social, enfermería, secretariado... ¿Dónde estamos en economía o defensa? En ningún sitio, no se nos promociona, no se nos mira igual que a un hombre”, dice una señora que, lamenta, ha tenido más espacio en la prensa por ser elegida una de las políticas más guapas del mundo que por su trabajo. “Muy triste, en esa lista había tres compañeras más: Orli Levy y Anastassia Michaeli, de Israel Beitenu, y Pnina Rosenblum, del Likud, y le garantizo que nadie había escuchado de ellas antes fuera de mi país... y han hecho muchas cosas”.
Tampoco ha estado bien visto nunca que las mujeres tengan autonomía en su empleo, así que el 91,4% son empleadas por cuenta ajena, frente al 80% de los hombres. No llegan al 4,5% las que tienen cargos ejecutivos en las empresas (siete puntos menos que los hombres) y, en política, apenas pasan de un tercio en ayuntamientos potentes como Tel Aviv. “Sólo ha habido nueve alcaldesas en nuestro país, eso es un dato insostenible”, denuncia Avraham. En la Corte Suprema, en 62 años de Estado, sólo ha habido tres damas. Estos días la pelea en el Parlamento se centra en hacer cumplir la ley de igualdad de salarios, que no es más que papel mojado, con diferencias de hasta el 38% del sueldo, y la apertura a todos los empleos, pues muchos están vetados “por ser perniciosos para la salud de la mujer”, como los que se desarrollan en turno de noche. “No nos dejan ser las judías fuertes del Holocausto, o las que salían en la película Éxodo. Nos han suavizado en el mal sentido. Tenemos pequeñas cosas: un año de baja maternal, una ley contra el acoso sexual muy potente, ayudas de escolarización... Y, sin embargo, ser mujer aquí es muy difícil”.
A la discriminación general de la mujer israelí se suma, en el caso de las árabes, el hecho de pertenecer a una minoría olvidada. La segunda división de la ciudadanía. Fadwa Lemsine, 36 años, empresaria de Acre, se ve como una víctima triple, “por ser árabe en un Estado judío, por soportar una sociedad patriarcal que raya el machismo y por no poder recibir la cualificación necesaria para escalar en este mundo de economía liberal”. Ella es una excepción, parte de ese escaso 3% de autónomas, sobreviviendo en su tienda de interiorismo y diseño. Según la Oficina Central de Estadística de Israel, sólo el 18,6% de las árabes trabaja, frente al 56% de las judías. Las mujeres árabes limpian Israel, básicamente. O dan clase en colegios de su misma minoría. O cocinan. Eso sí, trabajan por un 47% menos del salario que una israelí; la mitad de ellas se queda con el salario mínimo, nada más. Se casan antes, tienen más hijos, y aunque la palestina sea una de las comunidades más progresistas de Oriente Medio, también acarrean el rigor del Islam. “Yo he estudiado en un centro árabe, no he tenido subvención alguna para poner mi empresa, he recibido presiones municipales para contratar a judíos... Aún así, soy la primera empresaria de mi familia, estoy orgullosa”, defiende. Colabora en una asociación de mujeres y, con conocimiento propio, aporta un dato: una quinta parte de las mujeres de Israel vive en la pobreza, y casi un tercio no come todos los días, para que nada le falte a su familia. “Esa es la tragedia: que no tenemos poder sino pobreza, y ese círculo vicioso no acaba, no nos deja tener influencia, estar donde se manda. Si no estamos, no romperemos esa dinámica”, se lamenta. La creciente radicalización religiosa del país sólo complica las cosas. “Malos tiempos, malo siempre nacer mujer en esta tierra”.
Fuente: http://periodismohumano.com/mujer/las-fragiles-mujeres-fuertes-de-israel.html
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