viernes, 26 de julio de 2013

¿Quién dijo guerra?


Gustavo Ogarrio

Los enfrentamientos y ataques de grupos armados contra la población y contra la Policía Federal de los últimos días en Michoacán vuelven a exigir una reconsideración de eso que en términos generales llamamos “violencia”, pero que puntualmente se refiere a la paulatina pérdida de control, legitimidad y autoridad del Estado mexicano en términos de institucionalidad y gestión pública, a la exposición sumamente vulnerable de la sociedad a este tipo de violencia, muchas veces deshumanizada.

El país, desde hace al menos una década, vive un acelerado proceso de nueva distribución política del territorio que se disputa en los márgenes de la legalidad: grupos criminales altamente organizados buscan el férreo control de territorios, instituciones políticas y del Estado, de un amplio mercado que se desliza de lo ilegal a lo legal. Sin embargo, por más local o regional que parezca esta expresión de violencia, por más que se le quiera acotar a una zona determinada de Michoacán, estamos ante un amplio fenómeno nacional y global que involucra una red vastísima de articulaciones y complicidades; alianzas de la mayor amplitud que son imposibles de determinar a simple vista. Por lo tanto, por más que se declare desde ámbitos oficiales y desde los diferentes gobiernos que Michoacán vive una situación de “normalidad”, en realidad el estado y el país siguen inmersos en una, a veces invisible y a veces violentamente manifiesta, red de situaciones criminales que hoy son ya estructurales, con situaciones de constante criminalidad. Quizás lo más terrible de todo esto es que la sociedad siga con esa permanente exposición a la violencia, con esos crímenes que normalizan su vulnerabilidad y con esa situación de excepcionalidad que se intenta encubrir con un discurso que quiere, a como dé lugar, construir una inexistente “normalidad”. Para contar con una amplia perspectiva de la grave situación del estado y del país es necesario asumir que se vive una de las más profundas crisis de civilización que hayamos enfrentado, un ciclo de profunda disolución de las nociones de Estado y de sociedad. Sin embargo, al volverse también una mercancía en el mercado altamente pragmático de la política electoral la manera misma de nombrar y presentar los efectos destructivos de la violencia actual, ningún gobernante quiere admitir y trabajar con una justa perspectiva del grave deterioro en Michoacán y en todo el país. Se prefiere administrar políticamente el momento de turbulencia que se vive, cada gobernante es simplemente un tránsito y un tramo que parece siempre rebasado por esa desquiciada carrera entre el poder político y el crecimiento de la violencia.

Además, también es de gran preocupación que la violencia siga siendo entendida, tanto por el gobierno federal como por el estatal, de manera sumamente simplificada: la violencia en México es el principal tema que preocupa a la sociedad y, se supone, que también al Estado; sin embargo, las declaraciones de los funcionarios públicos provienen de una concepción anodina de la violencia; se dice que se “recuperan territorios” y que se amedrenta al crimen organizado, se trabaja con una idea de inmovilidad o no dinámica de las estructuras criminales, se les concibe, para efectos de su “combate”, como un poder que puede ser cercado y aniquilado con una avanzada militar y policiaca, con una estrategia de “guerra”. Esta perspectiva tiene mucho del modelo global de “guerra contra las drogas” y es parte de la herencia envenenada del gobierno de Felipe Calderón.

Calderón fue el primero que dio el grito de “guerra” en contra del crimen organizado, y cuyo modelo se ha transformado en una verdadera pesadilla; más policías, más ejército, más situaciones de corrupción, más muerte, más “ingobernabilidad”. Otra cuestión lamentable es que la llegada de un nuevo partido al poder, tanto al gobierno estatal como federal, no haya significado un viraje en la concepción política y social de la violencia. Si al principio de su administración, en 2006, Felipe Calderón ya nos advertía que habría “daños colaterales” que se transformaron durante su sexenio en miles de víctimas y desaparecidos, hoy el PRI como partido gobernante reproduce el esquema discursivo de esta misma concepción, como afirma el gobernador interino de Michoacán, Jesús Reyna, a propósito de los últimos enfrentamientos en Michoacán y de las operaciones policiacas y militares del gobierno de Peña Nieto en el estado: “Tenemos la certeza de que estamos en la ruta correcta para recuperar la seguridad, aunque el camino no será, evidentemente, fácil” (La Jornada Michoacán, 24 de julio de 2013, p- 3). El secretario de Gobernación del gobierno federal, Miguel Osorio Chong, tampoco pudo abstenerse de su lealtad al modelo calderonista de “guerra” –ahora suavizado con la noción de “combate”– como estratégica modélica y unilateral para terminar con la violencia: “Y que se sepa de una vez por todas (en materia de) de seguridad no habrá retroceso, no habrá marcha atrás. Seguimos adelante, no vamos a permitir que ellos vulneren la seguridad, la vida, el patrimonio de los ciudadanos” (nota de Fabiola Martínez, La Jornada Michoacán, 24 de julio de 2013, p- 2).Ya es más que evidente que la estrategia contra la violencia en México se basó en operaciones armadas que en muchos casos se corrompieron y que han dejado intactas tanto la estructura financiera del crimen organizado, sus complicidades políticas e institucionales, y marginado la estrategia misma de prevención y de reconstrucción de una sociedad disminuida por la descomposición económica y social.Esto implicaría, al menos, el cuestionamiento mismo del modelo económico y político que ha dejado el neoliberalismo en México y la fallida transición a la democracia.

Los acontecimientos de los últimos días en Michoacán nos obligan a relanzar la pregunta de cómo se produce, organiza y estimula la violencia en ámbitos de alta descomposición social, en una sociedad atrapada en una tendencia feroz del crecimiento de actividades delictivas y de la impunidad gubernamental. Las actividades ilícitas y delictivas de mayor deshumanización son también una parte del proceso de acumulación del capitalismo salvaje, es la expresión más nítidamente destructiva de este capitalismo; si en algún lugar de la competencia por la riqueza y por los mercados se encuentra una barbarie que se juega en los márgenes de lo legal y lo ilegal, ese lugar es el crimen organizado; esta barbarie sería imposible sin la omisión o simbiosis tanto del Estado como de la sociedad con las estructuras criminales. Sin embargo, ninguna lección crítica de geografía política contemporánea, ninguna declaración alegre sobre la aparente normalización regionalizada de Michoacán, ninguna ruta inexpugnable hacia la paz que nunca llega, serán suficientes para mitigar una mínima parte de ese dolor concreto y real de una sociedad que vive el día a día de una época de gran crueldad y de la cual desconocemos sus a veces inquebrantables destinos.

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